Muerte en Hamburgo (38 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Muerte en Hamburgo
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—Ya lo sé. Es por el caso. —Volvió a besarlo—. Vamos a tu casa a emborracharnos un poco.

Fabel sonrió.

—De acuerdo.

Acababan de levantarse cuando le sonó el móvil. Fabel abrió la tapa, esperando oír la voz de Werner.

—Jan… Soy Mahmoot.

—Dios santo, Mahmoot, ¿dónde has estado? Comenzaba a…

Mahmoot lo interrumpió.

—Jan, necesito que te reúnas conmigo ahora. Es importante y no quiero hablar por teléfono.

—De acuerdo. —Fabel miró la hora y luego a Susanne, con un gesto de disculpa—. ¿Dónde estás?

Mahmoot le dio una dirección en Speicherstadt.

—¿Qué demonios haces allí? —se rió Fabel—. ¿Has ido a por café?

Parecía que Mahmoot había perdido su habitual sentido del humor.

—Ven hacia aquí. Ya.

—De acuerdo. Llegaré dentro de diez minutos.

—Y, Jan…

—¿Sí?

—Ven solo.

Colgó. Fabel cerró la tapa del móvil y se quedó mirándolo. En todos sus encuentros, jamás había comprometido el anonimato esencial de Mahmoot llevando a otro agente con él. No podría haber dicho nada más redundante. Sólo tenía sentido si alguien le había dicho que lo dijera: alguien que quisiera asegurarse de tener a Fabel solo. Se volvió hacia Susanne.

—Lo siento mucho. Tengo que irme…

—¿Es algo relacionado con el Hijo de Sven?

—No… Creo que un amigo podría estar en apuros.

—¿Quieres que te acompañe?

—No. —Fabel sonrió y le dio las llaves de su piso—. Pero ve calentando la cama.

—¿Es peligroso? ¿No deberías pedir ayuda?

Fabel acarició la mejilla de Susanne.

—No pasa nada. Como te he dicho, sólo es un amigo que necesita mi ayuda. Tengo que ir a buscar el coche. A ver si encontramos un taxi…

Viernes, 20 de junio. 21:00 h

SANKT PAULI (HAMBURGO)

Al principio, Anna se mostró educada y se disculpó; pero después de que el quinto tipo se le acercara para ligar con ella, sus respuestas habían pasado a ser bruscas y antipáticas. Cuando oyó que otro Romeo le decía «¡Hola!», se dio la vuelta enseñando los dientes.

MacSwain retrocedió con las manos en alto.

—Lo siento… —dijo Anna avergonzada—. Pensaba que eras otra persona, bueno, cualquier otra persona, supongo…

—Me siento halagado.

—Pues no deberías. La competencia es malísima. —Anna lo miró de arriba abajo—. Empezaba a pensar que no ibas a venir.

—He tenido que quedarme a trabajar. Lo siento. —Extendió la mano—. Me llamo John MacSwain… —Y añadió en inglés—: Encantado de conocerte…

—Sara Klemmer… —dijo Anna, utilizando el nombre de una antigua compañera de colegio—. ¿Eres inglés?

—Casi —contestó MacSwain—. ¿Tienes hambre?

Anna se encogió de hombros para no concretar nada.

—Salgamos de aquí…

Desde el puesto de mando en el interior de la furgoneta aparcada, Paul Lindemann alertó a los agentes que estaban dentro de la discoteca.

—Preparaos; nos movemos. —Se volvió al agente del MEK vestido con un mono de electricista—. Cuando los dos coches principales estén en posición, nos marchamos.

Viernes, 20 de junio. 21:00 h

SPEICHERSTADT (HAMBURGO)

Speicherstadt significa «ciudad de los almacenes». El Speicherstadt es uno de los paisajes urbanos más sorprendentes de Europa. La arquitectura gótica de los enormes almacenes de ladrillo rojo y siete pisos de altura, coronados con torrecillas de cobre cubiertas de verdín, se eleva desde el muelle con una seguridad abrumadora. Los almacenes monumentales se entrelazan con calles y canales estrechos, y las galerías se extienden de un edificio a otro, a menudo a cuatro pisos de altura.

Speicherstadt también es el mayor almacén de depósito del planeta: millones de toneladas de café, té, tabaco y especias se amontonan en dos mil quinientas hectáreas, junto con otros artículos más modernos como ordenadores, productos farmacéuticos y muebles. En los últimos años, se había producido una gran afluencia de marchantes de antigüedades que se habían establecido junto a las oficinas de los negocios marítimos y comerciales, y algunas de las empresas cafeteras habían abierto cafés para el público. Sin embargo, seguía siendo una parte muy activa de la vida de Hamburgo como una de las ciudades portuarias más importantes del mundo que era.

Fabel aparcó en la Deichstrasse, por fuera del propio Speicherstadt controlado por la aduana. Desenfundó la Walther P99, comprobó el cargador y lo cerró de nuevo con la base de la mano antes de guardarla en la funda. Se bajó del coche y cruzó a pie el Kornhausbrücke, que se extendía sobre el estrecho Zollkanal; a su espalda, las torres de la Sankt Katharinen Kirche y de la Sankt Nikolai Kirche perforaban el cielo. Mientras atravesaba el puente, miró hacia el canal, rodeado por las fachadas de ladrillo rojo de los almacenes amenazadores. Ahora el sol estaba más bajo y daba mayor intensidad al rojo vivo de los ladrillos. Fabel sentía algo más que inquietud en el pecho. Pasó por el puesto de aduana y se dirigió hacia Sankt Annenufer. Dobló un par de esquinas y llegó a la estrecha calle adoquinada que Mahmoot le había mencionado por teléfono.

Estaba más oscuro en Speicherstadt que en la ciudad que se extendía más allá. Ahora el sol estaba tan bajo que no podía colarse por entre las descomunales catedrales de comercio victorianas. En aquella avenida no había oficinas ni cafeterías a nivel de calle; las ventanas de los almacenes estaban oscuras. Fabel oía cómo resonaban sus pasos en la calle vacía. Casi pasó de largo del número que le había dado Mahmoot. Un pequeño cartel indicaba que el almacén estaba ocupado por Klimenko International. Había una puerta doble en forma de arco y ninguna ventana a nivel de calle. Fabel giró el pomo de hierro y empujó; estaba abierto. Entró en un espacio amplio puntuado por hileras de columnas de ladrillo y hierro que soportaban el peso de las plantas superiores. El local tendría casi nueve metros de altura, y Fabel calculó que habría unos cuatrocientos metros cuadrados de superficie. No había nada, excepto un despacho modular elevado situado en el otro extremo del almacén. Estaba oscuro. Sólo uno de los muchos fluorescentes estaba encendido; al fondo del almacén, las ventanas, que más bien eran arcadas acristaladas, tenían una capa espesa de polvo, y el atardecer veraniego quedaba reducido a un débil resplandor naranja. Detrás de él, la puerta se cerró de golpe, lo cual provocó que Fabel se sobresaltara y el ruido retumbara en la inmensidad del almacén. Si ahí dentro había alguien, Fabel acababa de anunciarle su llegada.

Desenfundó la Walther y empujó la cureña hacia atrás. Escudriñó el almacén, comprobando que no hubiera ningún movimiento en las columnas, aunque eran bastante estrechas y un hombre habría tenido serias dificultades para esconderse detrás. Si había alguien, estaba en el despacho modular o detrás del mismo. Fabel se desplazó a su derecha, acercándose a la pared para reducir su vulnerabilidad y, apoyando la mano derecha en la izquierda, extendió el arma, manteniéndola a la altura de los ojos. Avanzó hacia la pared hasta que estuvo paralelo al despacho. Preparado para disparar, dio un paso rápido y decidido hacia un lado para inspeccionar la parte trasera. No había nadie. Relajó la tensión de los brazos un poco y avanzó con rapidez por el exterior del despacho. Fabel apoyó la espalda en la pared. El enladrillado sobre el que descansaba el módulo le quedaba a la altura de la cintura, así que calculó que la cabeza le quedaría justo a la altura del suelo. Pegó el oído a la pared, pero no oyó nada. Con cuidado, Fabel rodeó el despacho hacia los escalones y los subió despacio, con la automática apuntando a la puerta. Seguía sin oír ningún sonido procedente del interior. Acababa de colocar la mano en el pomo de la puerta cuando lo notó: el disco duro y frío de la boca de una pistola presionándole la nuca.

—Por favor, Herr Fabel. No se mueva… —Era una voz de mujer y hablaba alemán con un acento muy fuerte—. Retire el índice del gatillo y levante el arma por encima de la cabeza.

Fabel obedeció y notó que le arrebataba la Walther con un movimiento rápido y fluido. Se quedó mirando la pintura verde desconchada de la puerta del despacho y se preguntó si aquélla sería la última imagen que retendría su cerebro. Su mente trabajaba a toda velocidad, intentando recordar desesperadamente las estrategias de negociación para situaciones como aquella que había aprendido en los seminarios de formación. Entonces, la puerta del despacho se abrió. Delante de él, apareció un hombre bajito y fornido de unos setenta años. Fabel reconoció las facciones eslavas de su rostro. Pero sobre todo reconoció los ojos verdes, casi luminosos y penetrantes del hombre que le había atacado en el piso de Angelika Blüm.

Viernes, 20 de junio. 21:10 h

SANKT PAULI (HAMBURGO)

Mientras MacSwain le abría la puerta del copiloto del Porsche plateado, Anna paseó la mirada tranquilamente por la calle. El maltrecho Mercedes amarillo del equipo de vigilancia estaba aparcado unos veinte metros más abajo, y vislumbró un débil movimiento detrás del parabrisas. Estaban en posición y preparados. Anna sonrió a MacSwain y subió al coche. Miró el reducido espacio del asiento trasero del Porsche y vio una gran cesta de mimbre sobre la tapicería de piel. MacSwain ocupó su lugar al volante y se fijó en su mirada de curiosidad.

—¿La has visto? —dijo sonriendo con complicidad—. He pensado que podríamos hacer un picnic.

La sonrisa de Anna sugería que estaba intrigada y tranquila, pero el nudo que tenía en la boca del estómago se tensó: una cesta de picnic sugería una ubicación remota. Y cuanto más remota fuera la ubicación, más difícil le resultaría al equipo de refuerzo seguirlos sin pasar desapercibido. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no mirar por el retrovisor exterior de MacSwain y comprobar que sus refuerzos iban detrás.

—Bueno… —comenzó en un tono intrigado—, ¿adónde vamos?

—Es una sorpresa —dijo MacSwain con una sonrisa, pero sin apartar la vista de la carretera.

Anna estaba sentada medio girada, observando el perfil de MacSwain. Había adoptado una postura relajada y cómoda, pese a la tensión fría que sentía en cada mínimo movimiento.

Anna repetía por dentro la frase «No me encuentro muy bien» una y otra vez, como si quisiera colocarla en un primer plano de su mente y tenerla a mano.

Salieron de Sankt Pauli. Fueron hacia el este y luego al sur.

«No me encuentro muy bien»: Anna coreó la frase de nuevo, y su mente se aferró a ella como una mano avariciosa.

Viernes, 20 de junio. 21:05 h

SPEICHERSTADT (HAMBURGO)

Fabel estaba en lo cierto: no había espacio detrás de las columnas para que se escondiera un hombre. Pero sí para que una mujer delgada y ágil, de pelo rubio iridiscente y un aura de juventud, esperara sin ser vista; colocada estratégicamente para situarse con pasos rápidos y silenciosos detrás de cualquier persona que intentara subir los escalones de la puerta del despacho.

En cuanto la mujer lo desarmó, la boca del arma dejó de presionarle la nuca, y el temor de Fabel disminuyó un poco. Al mirar detrás del eslavo, que estaba en la puerta, vio a Mahmoot sentado al fondo del despacho. No parecía nada relajado y tenía un moratón en la parte derecha de la frente. Aparte de eso, parecía estar bien. El eslavo se hizo a un lado para dejar entrar a Fabel. Si quería hacer algún movimiento, tenía que ser ahora. Pero no pudo hacer nada. Era como si el eslavo le hubiera leído el pensamiento.

—Por favor, Herr Fabel, no haga ningún movimiento precipitado. —El acento encajaba con su rostro. Fabel se preguntó si aquel hombre sería uno de los ucranianos del Equipo Principal; si estaría mirando a Vasyl Vitrenko—. No tenemos intención de hacerle ningún daño ni a usted ni a su amigo.

—Tranquilo, Jan —dijo Mahmoot desde el fondo del despacho—. Son policías… más o menos. No te habría hecho venir si hubiera pensado que existía un peligro real.

El eslavo señaló una segunda silla, junto a Mahmoot.

—Por favor, Herr Fabel. Siéntese. —Cuando Fabel obedeció, el hombre se dirigió a la chica y le habló en alemán—: Martina, por favor, devuélvele al Hauptkommissar su arma.

La chica retiró con pericia el cargador de la empuñadura del arma y se los entregó a Fabel por separado. El enfundó la Walther y se guardó el cargador en el bolsillo. Al hacerlo, advirtió que la chica llevaba el mismo modelo de automática que Hansi Kraus había recogido de la Schwimmhalle abandonada. La única diferencia era que su pistola no estaba decorada con incrustaciones y filetes. Se dirigió a Mahmoot.

—¿Estás bien?

Mahmoot asintió con la cabeza.

—Lo siento, Jan. Pero creo que deberías escuchar lo que tienen que decirte. Creen que van detrás del mismo tipo que tú. Llevan un tiempo vigilándote, y a mí me siguieron después de que nos reuniéramos en el transbordador.

Fabel se volvió hacia el eslavo, cuya sonrisa no casaba con sus fríos ojos verdes.

—¿Es usted algún tipo de agente de la ley ruso? Si es así, ¿por qué no ha procedido siguiendo los canales apropiados? Tengo que decirle que ha infringido diversas leyes federales alemanas; la ciudad está plagada de policías que lo buscan después de que me atacara.

Mahmoot se volvió deprisa en la silla e hizo por levantarse. La chica rubia movió el cañón de la automática para indicarle que se quedara sentado.

—¿Te atacaron?

Fabel asintió con la cabeza.

—Tus amigos no son tan adorables como puedan parecer.

—Siento lo sucedido, Herr Fabel —dijo el eslavo—. Pero no podía permitirme la complicación que suponía en aquel momento que me detuviera. Seguro que entenderá que podría haberle causado un daño grave y permanente si hubiera querido.

Fabel no hizo caso a aquel comentario.

—¿Quién es usted? ¿Para quién trabaja?

De nuevo, la sonrisa del eslavo no se trasladó a sus fríos ojos verdes.

—Por ahora, cómo me llame carece de importancia. Mi compañera —señaló con la cabeza a la chica rubia— y yo somos agentes de la policía antiterrorista ucraniana. El Berkut.

—¿El servicio secreto ucraniano?

—No. Eso es el SBU (el Sluzhba Bespeky Ukrayiny), que, por desgracia, seguramente también tiene su papel en esta historia.

—¿Y qué tienen que ver estos asesinatos con el terrorismo?

—¿Directamente? Nada. Se lo explicaré todo a su debido tiempo, Herr Fabel. Me temo que hay mucho que contar, y mi alemán tiene sus límites, así que le pido que sea paciente. Lo principal es que creo que ambos podríamos beneficiarnos de un intercambio mutuo de información.

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