Otto reapareció dramáticamente y soltó una pila de libros en el mostrador.
—¡Aquí lo tenemos! —Arrancó la hoja amarilla del pedido de debajo de la cinta elástica que envolvía los volúmenes—. Todo autores ingleses…, todos en sus versiones originales inglesas. —Otto miró a Fabel—. Una lectura ligerita, ¿no? ¿Cómo se me ha podido olvidar que eras tan anglófilo?… Claro, tu madre es inglesa, ¿verdad?
—Escocesa… —le corrigió Fabel.
—¡Eso lo explica todo! —Otto se dio un manotazo en la frente con un gesto dramático.
—¿El qué?
—¡Por qué nunca pagas tú cuando vamos a comer!
Fabel se rió.
—No es porque sea medio escocés; es porque soy frisio. Además, esta vez te toca pagar a ti. El último día pagué yo.
—Una mente tan brillante —dijo Otto en tono meditativo—, y una memoria tan mala… Ah, por cierto, tengo un regalo para ti. —Buscó de nuevo debajo del mostrador. Añadió una obra de referencia a la pila—. Alguien de la universidad lo pidió y no ha venido a recogerlo. Es un diccionario de apellidos británicos. Y pensé: ¿qué clase de aburrido sin vida propia me lo quitaría de las manos?… ¡Y pensé en ti!
—Gracias, Otto… Creo. ¿Qué te debo?
—Ya te lo he dicho, es un regalo. ¡Disfrútalo!
Fabel volvió a darle las gracias.
—Otto, ¿tienes algo sobre religión escandinava antigua?
—Claro. Aunque no te lo creas, hay bastante demanda.
—¿En serio? —dijo Fabel con incredulidad.
—Sí. Odinistas, principalmente.
—¿Odinistas? ¿Quieres decir que todavía hay gente que profesa esa religión? —Una leve corriente eléctrica recorrió la piel de Fabel.
—Asatru…, creo que la llaman. O simplemente odinismo. Tipos inofensivos, supongo. Bueno, un poco tristes, la verdad.
—No tenía ni idea —dijo Fabel—. ¿Y dices que por aquí vienen muchos?
—Un par de raritos. Raritos de verdad. Aunque hay un tipo que ha venido una o dos veces que no parece un bicho raro o un
hippy
.
Alguien intensificó la corriente que recorría la piel de Fabel.
—¿Cuándo vino por última vez?
Otto se rió.
—¿Me está interrogando la policía?
—Por favor, Otto, podría ser importante.
Otto reconoció la seriedad en el rostro de su amigo.
—Hará un mes, creo. Puede que haya venido alguna vez desde entonces, pero no lo he atendido yo.
—¿Qué compró?
Otto frunció la frente ancha al concentrarse. Fabel sabía que, a pesar de que exteriormente Otto era un caos, su mente era un superordenador de títulos de libros, autores y editoriales. El fruncido desapareció: procesamiento de datos completado.
—Te lo enseño. Tenemos otro ejemplar.
Fabel siguió a Otto hasta la sección New Age y Ocultismo de la tienda. Otto cogió un volumen grueso del estante y se lo dio a Fabel. Se titulaba
Adivinación por runas: ritos y ceremonias de los vikingos
. Era evidente que no se trataba de un tomo académico, sino que iba dirigido a un público más amplio. Fabel abrió el libro por el final y examinó el índice. Había una entrada para el Águila de Sangre. Echó un vistazo al texto, que dedicaba una página y media al ritual.
—Otto, necesito el nombre de este cliente. O al menos, una descripción.
—Será fácil. Creo que no tengo su dirección o algo parecido: la verdad es que nunca ha pedido ningún libro. Puedo mirar a ver si encuentro un resguardo de su tarjeta de crédito o algo así. Pero, como te he dicho, recordar el nombre es fácil. Hablaba alemán a la perfección, tenía sólo un ligerísimo acento, pero el apellido era británico o estadounidense: John Mac-Swain.
ROTHERBAUM (HAMBURGO)
Al menos, había tenido la cortesía de informar de sus intenciones a Kolski, de la Abteilung Organisierte Kriminalität. Fabel vio que la idea no le hacía mucha gracia; pero la información que le llegaba de la división de crimen organizado no era muy fluida precisamente, y se sentía con toda la libertad del mundo para llevar su investigación más allá de los límites de su departamento.
Fabel era consciente de que estaba mirando una propiedad de tres millones de euros. La casa de tres pisos que Mehmet Yilmaz tenía en Rotherbaum estaba, irónicamente, a sólo diez minutos del piso de Fabel. Su fachada Jugendstil modernista ofrecía una elegancia convincente a la calle flanqueada por árboles. Era una de las cinco casas que estaban en fila; cada una igual de inmensa en cuanto a tamaño, igual de sólida en cuanto a presencia, y totalmente distinta en cuanto a estilo: bauhaus descansaba al lado del art déco y del neogótico.
Fabel esperaba que le abriría la puerta un matón turco de bigote de escoba. No fue así: un ama de llaves joven y atractiva con el pelo rubio corto pero brillante le preguntó educadamente quién era y a quién quería ver, y condujo a Fabel por un vestíbulo de piedra pulida hasta una gran sala de recepción redonda. Era el centro de la casa; el techo de la habitación llegaba hasta arriba y estaba coronado por una cúpula cuya claraboya de cristal de colores circular veteaba el suelo de pinceladas de color. Desde algún rincón lejano de la casa, Fabel oyó que un piano dejaba de sonar y las risas de unos niños.
Había un par de pilas de libros encuadernados en piel sobre la enorme mesa de nogal redonda que ocupaba el centro de la sala de recepción. Fabel acababa de coger uno, una segunda edición de
Las desventuras del joven Werther
, de Goethe, cuando entró un hombre alto, delgado y bien afeitado de unos cincuenta años. Tenía el pelo medio castaño y canoso en las sienes.
—Hemos hablado por teléfono, Herr Kriminalhauptkommissar. ¿Quería usted hablar conmigo? —le preguntó Mehmet Yilmaz, con un alemán sin rastro alguno de acento turco.
Fabel se dio cuenta de que aún tenía el Goethe en la mano.
—Vaya, lo siento… —Dejó el libro en la mesa—. Está en un estado magnífico. ¿Es coleccionista?
—Pues la verdad es que sí —contestó Yilmaz—. De los románticos alemanes, del Sturm und Drang, esa clase de libros. Siempre que puedo, siempre que puedo permitírmelo, me gusta elegir primeras ediciones.
Fabel no sonrió; en este ambiente, resultaba difícil imaginar que a Yilmaz no le alcanzara para pagar algo. El turco se acercó a la mesa y cogió otro libro, un volumen más pequeño con las tapas color borgoña intenso.
—Theodor Storm,
El jinete del caballo blanco
; una primera edición y mi última adquisición. —Le entregó el libro a Fabel. La piel borgoña era suave y blanda, casi cálida. Era como si pudiera palparse su edad; como si las yemas de los dedos de Fabel rozaran todas las otras yemas que habían tocado el libro a lo largo del siglo pasado.
—Es precioso —dijo Fabel con absoluta sinceridad. Le devolvió el libro—. Siento molestarle en su casa, Herr Yilmaz, y le agradezco que me haya recibido avisándolo con tan poco tiempo. Pero he pensado que sería un poco menos formal… Me gustaría hacerle unas preguntas sobre un caso en el que estoy trabajando.
—Sí, eso es lo que me ha comentado por teléfono. ¿Está seguro de que no tendría que ser más formal? En concreto, ¿que mi abogado estuviera presente?
—Eso, por supuesto, depende de usted, Herr Yilmaz. Pero quiero dejarle claro que no he venido a hablar con usted porque lo considere sospechoso, sino simplemente porque quizá pueda proporcionarme información útil. Por cierto, Herr Yilmaz, antes de que sigamos, quería transmitirle mis condolencias por la muerte de su primo.
Yilmaz se acercó hacia una mesa de café y dos sillones de piel que había junto a la pared.
—Por favor, Herr Fabel, siéntese. —El ama de llaves rubia entró con una cafetera. Sirvió dos tazas y se marchó—. Gracias, Herr Fabel. No es habitual que un policía de Hamburgo me trate con tanta… educación. Es triste, pero Ersin siempre fue muy… impetuoso, diría yo. Bueno, haga sus preguntas, y haré lo posible por ayudarle. ¿De qué caso se trata? Por teléfono me ha dicho que quería hablarme de Hans Klugmann. Ya he hablado con sus colegas Herr Buchholz y Herr Kolski. Les dije que no tengo ni idea de dónde está.
Fabel comprendió que a Kolski le molestara esta visita a Yilmaz: ¿qué hacían ellos buscando a Klugmann?
—Sí. Pero no es el mismo caso. Yo investigo el asesinato de una joven prostituta a la que Klugmann alquilaba un piso. Sólo la conocemos por Monique.
Yilmaz bebió un sorbo de café sin dejar de mirar a Fabel. No mostró ningún tipo de reacción al oír el nombre. Ni un parpadeo. Nada.
—¿Trabajaba Monique para usted? —preguntó Fabel—. ¿Aunque fuera indirectamente, a través de Klugmann?
—No, Herr Fabel, no trabajaba para mí.
—Escuche, Herr Yilmaz, no me interesan en absoluto ni su negocio ni sus otras actividades. Lo único que intento es atrapar a un asesino en serie antes de que vuelva a matar. Todo lo que me diga es extraoficial.
—Se lo agradezco, Herr Fabel, y se lo reitero: esta chica no trabajaba para mí ni directa ni indirectamente. Me dedique a lo que me dedique, mi negocio no son las prostitutas callejeras baratas…
—¿Es posible que Klugmann le hiciera de chulo por su cuenta?
—Es posible. La verdad es que yo no lo habría sabido. Klugmann no es uno de mis hombres, aunque sus colegas de la división de crimen organizado del LKA7 insistan en que sí.
—Tiene que admitir que alguien con su historial laboral sería muy útil para su organización.
—Herr Hauptkommissar, hemos sido sinceros el uno con el otro hasta ahora. Con el mismo espíritu de franqueza, le diré algo, y como dice usted, extraoficialmente. Klugmann es alguien que vive al margen de la sociedad. Tiene razón, sus antecedentes especiales lo convierten en alguien muy útil, pero nadie de nuestro lado ha confiado nunca plenamente en él. Siempre hay dudas en torno a un ex policía. —Yilmaz bebió un sorbo de café—. Mi primo Erin utilizaba a Klugmann como autónomo, pero eso es todo.
—Entonces, ¿cómo se gana la vida?
—Mi organización no es el único negocio de la ciudad, Herr Fabel. Además, trabajaba de forma regular como subdirector de uno de nuestros clubes, el Paradies-Tanzbar. Todo bastante legal. —Yilmaz esbozó una media sonrisa y bebió otro sorbo de café—. Bueno, casi.
—Creemos que en el piso de la chica había una cámara de vídeo escondida. Desapareció junto con las cintas. Usted dice que no tiene ningún negocio de prostitutas que hagan la calle. Bueno, yo no colocaría a esta chica en esa categoría. Era una puta de alto standing. ¿Qué me dice del chantaje? ¿Se dedica a ese negocio?
Sentado en el sillón de piel, la postura de Yilmaz se volvió más tensa.
—Me estoy empezando a cansar con todo esto, Herr Fabel. Ya le he dicho que no sabía de la existencia de esta chica, ni mucho menos de los planes que tuvieran ella y Klugmann. —Hizo una pausa, se recostó en el sillón y relajó su postura—. Mire, voy a explicarle algo. Llevo más de media vida viviendo en este país. Cuando llegué aquí, descubrí muy deprisa que sólo algunas puertas estaban abiertas a los Gastarbeiter turcos. La persona que me abrió una puerta fue Ersin, mi primo. Trabajé durante veinte años en su organización o vinculado a ella. Durante los últimos diez años he ido legalizando aquellas actividades que estaban bajo mi control. Ahora que Ersin ha muerto, yo controlo todo el negocio y lo estoy legalizando.
—Pero seamos sinceros, usted sigue siendo responsable de una parte enorme del negocio de las drogas de Hamburgo…
—Espero que no quiera sacarme una confesión —dijo Yilmaz con frialdad—. Sé que Buchholz me considera una especie de Al Capone turco, y admito con total libertad que he infringido y que continúo infringiendo la ley, pero soy un criminal más por casualidad que porque lo tuviera planeado. Aunque parezca mentira, soy un hombre de una gran moralidad, pero para mí la ley puede ser algo muy distinto a lo correcto y a la justicia. A veces creo que lo que más irrita al Hauptkommissar Buchholz es que un turco y delincuente, como él me ve, pueda conseguir de golpe lo que él lleva años intentando hacer: borrar del mapa la organización criminal Ulugbay. Admito que Ersin consideraría la posibilidad del chantaje, sobre todo si podía ejercer influencia en la víctima además de sacarle dinero. Pero yo no.
Yilmaz se puso en pie de repente y se dirigió hacia la chimenea de mármol ornamentado. Cogió un marco plateado con una fotografía y se lo llevó a Fabel. Era una foto de un chico sonriente, de unos catorce años. La suavidad infantil de su rostro ya estaba desapareciendo para revelar la misma mandíbula pronunciada que Yilmaz.
—¿Es su hijo?
—Sí. Johann. Un nombre alemán para un futuro alemán. Sólo habla un poco de turco y con un acento alemán muy fuerte. Su identidad tiene que estar en este país, Herr Fabel. Me estoy asegurando de que cuando se haga cargo del negocio familiar, éste sea un negocio limpio. Un negocio legal. Un negocio alemán.
Fabel le devolvió la fotografía.
—Le creo, Herr Yilmaz. Pero mientras tanto, sigue vendiendo drogas a los niños y luchando en guerras callejeras con los ucranianos.
El rostro de Yilmaz se tensó.
—No hay ninguna guerra con los ucranianos. Todo eso ha acabado.
—Pensaba que ellos eran los principales sospechosos del asesinato de su primo.
Algo parecido a una sonrisa irrumpió en el rostro de Yilmaz, pero sus ojos oscuros brillaron con frialdad y permanecieron clavados en Fabel.
—Herr Fabel, ¿quiere que le diga lo que pienso de usted?
Fabel se quedó un poco sorprendido, pero se encogió de hombros.
—De acuerdo. Adelante.
—Es usted policía. Un policía honesto y franco, creo yo. Es obvio que es un hombre inteligente, pero la forma que tiene de ver su función es simplista. De hecho, usted no la llamaría función, sino deber. Considera que su trabajo es proteger a los inocentes y atrapar a aquellos que les harían daño. A gente como yo. O a psicópatas u otras personas malas que rebasan la concepción simple del bien y del mal. Y para usted, la ley lo es todo. Es su escudo, el escudo con el que proteger a los demás.
—¿Y cree que es una visión equivocada?
—Yo he dicho simplista. Es un daltonismo moral. Para usted, las fuerzas de la ley son las fuerzas del bien, mientras que las personas como yo somos el mal. Algunos de sus compañeros, sin embargo, son más conscientes de las sombras que hay en medio. A veces ellos son las sombras que hay en medio.
—¿Está usted diciendo que hay agentes de policía implicados en la muerte de Ulugbay?