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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Muerte en Hamburgo (3 page)

BOOK: Muerte en Hamburgo
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—¿Dónde está Holger Brauner? —preguntó, refiriéndose al jefe del departamento forense.

—No trabaja hasta el fin de semana.

Fabel deseó que Brauner hubiera estado de servicio. Brauner interpretaba la escena de un crimen como un arqueólogo interpreta un paisaje: veía los rastros, invisibles para todos los demás, de quienes habían pasado antes por allí.

—¿Puede alguno de tus chicos meter todo esto en bolsas?

—Por supuesto, Herr Hauptkommissar.

—¿En el cajón de abajo no había nada más?

El jefe del equipo forense frunció el ceño.

—No. Todo lo que hemos cogido para examinar y buscar huellas ha sido devuelto a su sitio. No había nada más.

—¿Habéis encontrado su agenda de citas? —De nuevo, el técnico parecía atónito.

—Era puta, pero no de la calle —le explicó Fabel—. Daría hora a sus clientes, probablemente quedaba con ellos por teléfono. Debía de tener una agenda de citas.

—Nosotros no hemos encontrado ninguna.

—Yo diría que, si tenía una agenda, estaba ahí dentro —dijo Fabel señalando el tercer cajón todavía abierto—. Si no la encontramos en otro sitio, diría que nuestro hombre se la ha llevado.

—¿Para protegerse? ¿Crees que se la ha cargado un cliente? —preguntó Paul.

—Lo dudo. Nuestro hombre, porque se trata de él, no sería tan estúpido como para elegir a alguien que lo conociera de antes.

—Así que no hay duda de que se trata del mismo tipo que se cargó a Kastner.

—¿Quién podría ser si no? —respondió Werner, señalando el cadáver con la cabeza—. Es evidente que ésta es su firma.

Se hizo un silencio mientras cada uno se sumía en sus pensamientos sobre las implicaciones que tendría el hecho de que se tratara de un asesino en serie. Todos sabían que no acortarían la distancia entre ellos y aquel monstruo hasta que volviera a matar; y más de una vez. Cada escena del crimen los acercaría un poquito más: serían pequeños pasos en la investigación que pagarían con la sangre de víctimas inocentes. Fue Fabel quien rompió el silencio.

—En cualquier caso, si nuestro hombre no se llevó la agenda, quizá fue Klugmann, que se la afanó para proteger las identidades de sus clientes.

Móller, el patólogo, seguía inclinado sobre el cuerpo, examinando la grieta vacía del abdomen de la chica. Se puso derecho, se quitó los guantes ensangrentados y se volvió hacia el Hauptkommissar.

—Es obra del mismo hombre, Fabel… —Con una dulzura sorprendente, Móller apartó el pelo rubio de la cara de la chica—. Exactamente el mismo modus operandi que en la otra víctima.

—Eso ya puedo verlo yo mismo, Möller. ¿Cuándo murió?

—Este tipo de despedazamiento tan brutal hace que las lecturas de la temperatura sean…

Fabel le cortó.

—¿Tú cuándo calculas?

Móller echó la cabeza hacia atrás. Era bastante más alto que Fabel y lo miraba como si examinara algo que no merecía su atención.

—Calculo que entre la una y las tres de la madrugada.

Una mujer alta y rubia, que llevaba un elegante traje pantalón gris, entró desde el pasillo. Daba la impresión de que se sentiría más cómoda en la sala de juntas de un banco corporativo que en la escena de un crimen. Era la Kriminaloberkommissarin Maria Klee, la adquisición más reciente que Fabel había hecho para su equipo.

—Jefe, será mejor que veas esto.

Fabel la siguió por el pasillo hasta una cocina pequeña y sumamente estrecha. Como el resto del piso, parecía que la cocina apenas había sido utilizada. Había una tetera y un paquete de bolsas de té sobre la encimera. Una sola taza limpia descansaba boca abajo en el escurreplatos. Aparte de eso, no había rastro alguno del arte de la cotidianidad: ni platos en la pila, ni cartas sobre la encimera o encima de la nevera; nada que sugiriera que aquel espacio contenía el ciclo de una vida humana. Maria Klee señaló la puerta abierta de un armario empotrado. Cuando Fabel miró dentro, vio que habían retirado el enlucido y que un cristal proporcionaba una vista diáfana del dormitorio. Fabel se descubrió mirando directamente a la cama empapada en sangre.

—¿De una dirección? —le preguntó Fabel a Maria.

—Sí. En el otro lado está el espejo de cuerpo entero. Mira esto. —Maria se apretó contra Fabel, metió la mano enguantada en el armario y sacó un cable eléctrico—. Creo que aquí dentro había una cámara de vídeo.

—¿Así que podrían haber grabado a nuestro hombre?

—Sólo que, ahora, aquí dentro no hay ninguna cámara —dijo Maria—. Quizá la ha encontrado y se la ha llevado.

—De acuerdo. Pide a los chicos del equipo forense que lo examinen bien.

Fabel se dispuso a marcharse, pero Maria lo paró.

—Recuerdo que, cuando era pequeña, fuimos de excursión con el colegio a los estudios de la cadena de televisión NDR. Nos enseñaron el plató de una serie de televisión, ya sabes, un culebrón del tipo
Lindenstrasse
o
Gute Zeiten Schlechte Zeiten
. Recuerdo lo real que parecía esa habitación…, hasta que te acercabas. Entonces te dabas cuenta de que el cielo que veías por las ventanas estaba pintado y de que las puertas del armario no podían abrirse…

—¿Qué intentas decir, Maria?

—Todo el mundo esperaría que el piso de una prostituta tuviera todo lo que hay aquí…, pero es como si fuera la idea que tendría un diseñador artístico de cómo debe ser el piso de una prostituta. Y es como si nadie hubiera vivido aquí en realidad.

—Por lo que sabemos, aquí no vivía nadie. Simplemente podría ser el local de «negocios» de un grupo de chicas…

—Ya lo sé…, pero aun así hay algo que no parece real. ¿Sabes qué quiero decir?

Fabel respiró hondo y aguantó la respiración un instante antes de soltar el aire.

—La verdad es que sé exactamente qué quieres decir, Maria.

Fabel volvió a la habitación principal. El fotógrafo de la escena del crimen estaba tomando instantáneas detalladas del cuerpo. Había colocado una lámpara sobre un soporte; la luz blanqueadora enfocaba el cuerpo, lo cual provocaba que la sangre que salpicaba la habitación tuviera un color más intenso y se sumara a la sensación de violencia explosiva. El joven policía de uniforme seguía en la puerta, con la mirada fija en el cadáver. Fabel se colocó entre el joven agente y el cuerpo.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Beller, señor. Uwe Beller.

—Muy bien, Beller. ¿Has hablado con algún vecino?

Beller había empezado a desviar la mirada más allá del hombro de Fabel para fijarla de nuevo en el horror de la habitación. Reaccionó.

—¿Qué? Ah, sí. Lo siento, señor, sí. En la planta baja vive una pareja, y en el piso de abajo, una anciana. Nadie oyó nada. Pero, bueno, la
Orna
de abajo está prácticamente sorda.

—¿Te han dado un nombre para la chica?

—No. Tanto la anciana como la pareja dicen que apenas la habían visto. Antes el piso pertenecía a otra anciana que murió hará un año. Estuvo vacío unos tres meses, y luego volvieron a alquilarlo.

—¿Han visto entrar o salir a alguien esta noche?

—No. Sólo al tipo que llegó a las 2:30… El que nos llamó. La pareja de la planta baja se despertó por el golpe que da la puerta de la entrada al cerrarse; hay una bisagra que está floja y al cerrarse hace un ruido que retumba un poco en el vestíbulo… Pero antes de eso nadie oyó nada. Además, la pareja de la planta baja estaba durmiendo y, como le he dicho, la anciana de abajo está un poco sorda. —Beller ladeó la cabeza para mirar por encima del hombro de Fabel hacia el cuerpo—. El que ha hecho esto es un verdadero psicópata. Claro que la chica se estaba buscando problemas al dedicarse a la prostitución, trayendo aquí a toda clase de pervertidos que encontraba en la calle.

Fabel cogió la fotografía con la esquina doblada que estaba apoyada en la lámpara del tocador. Un fragmento raído de la vida de alguien, de una vida real. No pegaba nada en aquel apartamento sin alma. A Fabel le pareció que la fotografía la habían sacado en el parque Planten un Blomen de Hamburgo un día soleado. Era una foto vieja, la calidad no era buena y la habían tomado desde cierta distancia, pero podía adivinar las facciones de una adolescente de unos catorce años de pelo castaño. No era una cara ni bonita ni fea, simplemente un rostro que pasaría desapercibido por la calle. Con ella había un chico mayor, de unos diecinueve años, y una pareja de unos cuarenta y cinco años. Se percibía entre ellos esa familiaridad y esa paz que llevaba de inmediato a deducir que se trataba de una familia.

—Aun así es una persona —contestó Fabel sin mirar al joven Polizeimeister—, la hija de alguien. La cuestión es de quién. —Sacó una bolsa del bolsillo de la chaqueta y metió la fotografía dentro. Luego se volvió hacia Móller.

—Entrégame el informe lo antes posible.

Miércoles, 4 de junio. 6:00 h

SANKT PAULI (HAMBURGO)

Al salir, Fabel le dijo a Beller que lo acompañara al piso de abajo. En la casa ya había un agente de uniforme, tomando el té con una anciana con aspecto de pajarillo y piel de papel. El apartamento era una copia exacta, al menos en cuanto a la distribución, del de encima; pero en éste, décadas de asentamiento habían impregnado las paredes, hasta convertirlo en una extensión de la anciana que vivía en él. Por el contrario, era la muerte de alguien, no su vida, lo que había dejado la única marca dramática en el piso de arriba.

El agente se levantó del sillón cuando Fabel entró, pero éste le indicó que se relajara. Beller le presentó a la mujer, que se llamaba Frau Steiner. Ésta alzó la vista hacia Fabel y lo miró con unos ojos grandes, redondos y llorosos. La combinación de su mirada y su fragilidad de pajarillo hizo que Fabel pensara en una lechuza. Contra una pared, había una mesa y unas sillas. Fabel cogió una de las sillas y se sentó delante de la anciana.

—¿Se encuentra bien, Frau Steiner? Sé que habrá sido un golpe para usted. Es un asunto horrible. Y estoy seguro de que le molestará que andemos por aquí revolviéndolo todo. Todo este ruido…

Mientras Fabel hablaba, la anciana se inclinó hacia delante y frunció el ceño por encima de sus ojos de lechuza, como si se esforzara por concentrarse en sus palabras.

—No pasa nada, el ruido no me molesta… Estoy un poco sorda, ¿sabe?

—Comprendo —dijo Fabel, alzando un poco la voz—. Entonces, ¿anoche no oyó nada?

De repente, Frau Steiner pareció muy triste.

—Ésa es la cuestión, seguramente oí algo. Seguramente oí algo, pero no me di cuenta.

—No la entiendo —dijo Fabel.

—El acufeno. Me temo que va con la sordera. Cuando me voy a dormir, me quito el audífono… Todas las noches oigo ruidos: golpes, aullidos agudos…, incluso sonidos que parecen gritos. Pero sólo es el acufeno. Mejor dicho, nunca sé si se trata del acufeno o no.

—Comprendo, lo siento. Debe de ser desagradable.

—No le hago caso. O me volvería loca. —Sacudió despacio la pequeña cabeza, de pajarillo, como si un movimiento demasiado brusco fuera a dañarla—. Lo tengo desde hace mucho, mucho tiempo, joven. Desde julio de 1943, para ser exactos.

—¿Desde el bombardeo británico?

—Me alegra que conozca su historia. Me temo que yo tengo que vivir con la mía. O al menos con los ecos de la misma.

La primera incursión me sorprendió fuera. Me reventaron los dos tímpanos, ¿sabe? Y esto… —Se levantó la manga de lana negra para dejar al descubierto un brazo increíblemente delgado. Tenía la piel arrugada y con manchas rosas y blancas—. Tuve quemaduras en una tercera parte del cuerpo. Pero lo que más me ha marcado es el acufeno. —Se quedó un momento callada; una gran tristeza pareció asomar a sus ojos de lechuza—. No soporto pensar que esa pobre chica estuvo gritando pidiendo ayuda y yo no la oí. —Fabel miró detrás de la mujer y observó la colección de fotografías en blanco y negro del aparador: la anciana de niña y de joven, ya con ojos de lechuza; la anciana con un hombre de pelo negro; otra fotografía del mismo hombre vestido con lo que al principio Fabel pensó que era un uniforme de la Wehrmacht y que luego vio que era el del batallón de la reserva policial en tiempos de guerra. Ningún hijo. Ninguna fotografía que tuviera menos de cincuenta años.

—¿La veía mucho?

—No. De hecho, sólo hablé con ella una vez. Yo estaba barriendo el descansillo y ella subió para arriba.

—¿Habló con ella?

—En realidad, no. Me saludó, me dijo algo sobre el tiempo y siguió subiendo. La habría invitado a pasar a tomar el té, pero me pareció que tenía prisa. Parecía una mujer de negocios o algo así; iba muy elegante. Llevaba zapatos caros, me parece recordar. Unos zapatos preciosos. Extranjeros. Aparte de ese día, sólo la oía de vez en cuando en las escaleras. Pensé que seguramente pasaba mucho tiempo fuera en viajes de negocios o algo así.

—¿Recibía muchas visitas? ¿Hombres, en concreto?

Su rostro volvió a concentrarse.

—No… no, no puedo decir que viera mucho a nadie.

—Sé que es un asunto muy desagradable, pero tengo que preguntárselo, Frau Steiner. ¿Hubo algo que le hiciera pensar que la chica pudiera ser prostituta?

Parecería imposible, pero los ojos de lechuza de la anciana se abrieron aún más.

—No. Por supuesto que no. ¿Lo era?

—No lo sabemos. Si lo era, cabría esperar que usted hubiera visto a más hombres entrando y saliendo.

—No, puedo decir con toda sinceridad que sólo vi que tuviera dos o tres visitas. Pero ahora que lo menciona, todos eran hombres. No vi nunca a ninguna mujer.

—¿Puede describirlos?

—No, la verdad es que no. —Volvió a negar con la cabeza, despacio—. Ni siquiera puedo estar segura de si fueron más de dos los hombres que la visitaron… Puede que viera a la misma persona más de una vez. —Señaló más allá de Fabel, por el pasillo, hacia el panel de cristal de bronce opaco de la puerta del piso—. Sólo vi unas formas a través de la puerta, unas figuras más bien.

—Entonces, ¿no podría reconocer a ninguno de ellos?

—Sólo al joven que le realquilaba el piso.

—Debe de referirse a Klugmann, señor —terció Beller—. Fue quien descubrió el cuerpo y nos llamó.

—¿Venía a menudo? —preguntó Fabel.

La anciana encogió sus hombros insignificantes.

—Sólo lo vi un par de veces. Como le he dicho, pudo ser una de las figuras que vi subir y bajar, o quizá sólo estuvo aquí el par de veces que lo vi. —Miró en dirección al panel de cristal de la puerta que había al final del pasillo—. Eso es lo que significa hacerse viejo, joven. Tu mundo se encoge y se encoge hasta que queda reducido a unas sombras que pasan por delante de tu puerta.

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