Read Muerte y juicio Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (5 page)

BOOK: Muerte y juicio
6.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Lotto, después de una pausa, preguntó:

—¿Cuándo?

—Esta tarde —respondió Brunetti, y se abstuvo de añadir: «si fuera posible».

Hubo otra pausa.

—Un momento, por favor —dijo Lotto, dejando el teléfono. Tardó tanto en volver que, para entretener la espera, Brunetti sacó un papel del cajón y se puso a escribir los nombres de los distintos países del este de Europa que habían estado al otro lado del Telón de Acero y con los que Trevisan hubiera podido mantener relaciones. Había tenido tiempo de terminar la lista cuando volvió a oír la voz de Lotto—: Si viene esta tarde a las cuatro, podrá hablar con mi hermana o conmigo.

—Las cuatro —repitió Brunetti—. Hasta luego —dijo lacónicamente antes de colgar. La experiencia le había enseñado que era mala política mostrarse afable con un testigo, por simpático que pareciera.

Brunetti miró el reloj y vio que eran más de las diez. Llamó al Ospedale Civile y habló con cinco personas por tres extensiones distintas, sin conseguir información acerca de la autopsia. Con frecuencia había pensado que la única operación a la que podía someterse una persona en el Ospedale Civile sin peligro era una autopsia.

Reafirmado en su opinión acerca de la pericia de los facultativos, Brunetti abandonó su despacho para acudir a la cita con la
dottoressa
Zorzi.

7

Al salir de la
questura,
Brunetti torció hacia la derecha en dirección al
b
acino
de San Marco y la Basílica, notando con sorpresa lo mucho que calentaba el sol. Antes, con la impresión causada por la noticia del asesinato de Trevisan, no había reparado en el claro día que embellecía la ciudad, con la luz diáfana de principios del invierno, y ahora, mediada la mañana, le pesaba la gabardina.

La poca gente que transitaba por la calle parecía agradecida por aquel regalo inesperado de sol y calor. ¿Quién diría que ayer mismo la ciudad estaba envuelta en una niebla tan densa que los
vaporetti
tenían que usar el radar hasta para hacer la corta travesía del Lido? Y ahora Brunetti hubiera agradecido unas gafas de sol y un traje más ligero. Cuando llegó al borde del agua, el reverbero del sol lo deslumbró. Vio frente a sí la cúpula y la torre de San Giorgio, que no estaban allí la víspera, como si se hubieran colado subrepticiamente en la ciudad durante la noche. Qué grácil y esbelta aparecía la torre de San Marco, libre del andamiaje que la había aprisionado durante los últimos años y que le daba aspecto de pagoda. Brunetti había empezado a sospechar que las autoridades municipales habían vendido la ciudad a los japoneses y éstos ya empezaban a imprimirle su sello característico.

Mientras subía hacia la
piazza,
Brunetti se sorprendió a sí mismo al mirar con benevolencia a los turistas que se cruzaban con él y aflojaban el paso boquiabiertos. Aún podía quitar el hipo la vieja seductora, y Brunetti, deseoso de protegerla en su ancianidad como buen hijo, sintió una oleada de orgullo y alegría, y ansió que aquella gente lo viera y reconociera en él a un veneciano, uno de los herederos de todo aquello.

Las palomas, que solían parecerle antipáticas y estúpidas, ahora se le antojaban casi encantadoras, revoloteando a los pies de sus muchos admiradores. Bruscamente, sin causa aparente, cientos de ellas alzaron el vuelo, dieron la vuelta a la plaza y volvieron a posarse en el mismo sitio, para seguir contoneándose y picoteando. Una mujer robusta, con tres de ellas en los hombros, hurtaba la cara con regocijo, o quizá con horror, mientras el marido la grababa con una videocámara poco mayor que una pistola. Unos metros más allá, alguien abrió una bolsita de maíz y lo esparció en un amplio círculo, y otra vez las palomas se echaron a volar y se posaron en el centro del maíz.

Brunetti subió los tres peldaños y franqueó las vidrieras grabadas del Florian's. Aunque llegaba con diez minutos de adelanto, miró en los saloncitos de la derecha y luego en los de la izquierda, pero la doctora Zorzi aún no había llegado.

Pidió al camarero de chaqueta blanca que se le acercó una mesa junto a una de las grandes ventanas. En este día espléndido, una parte de él quería sentarse con una mujer joven y atractiva junto a una ventana del Florian's y otra parte de él quería ser visto sentado con una mujer joven y atractiva junto a una ventana del Florian's. Tiró del respaldo de la delicada silla negra y la giró de cara a la
piazza,
para gozar de la vista.

La fachada de la Basílica estaba parcialmente cubierta por andamios, tal como había estado desde que Brunetti pudiera recordar. ¿La habría visto alguna vez completamente despejada, quizá en su ya lejana niñez? Probablemente, no.

—Buenos días, comisario —dijo una voz a su espalda, y él se levantó para saludar a la
dottoressa
Barbara Zorzi, una mujer esbelta que le estrechó la mano con una fuerza sorprendente. Él la hubiera reconocido en cualquier sitio, a pesar de que ella llevaba ahora el pelo más corto, como un prieto casco de rizos castaños. Los ojos eran tan oscuros que casi era imposible distinguir el iris de la pupila. Tenía cierto parecido con Elettra —la nariz recta, la boca carnosa, el mentón redondeado—, pero su belleza era menos llamativa, más discreta.

—Celebro que haya usted podido dedicarme un poco de tiempo,
dottoressa
—dijo él mientras la ayudaba a quitarse el abrigo.

Ella sonrió por toda respuesta y dejó un maletín marrón en una silla, al lado de la ventana. Brunetti dobló el abrigo y lo dejó en el respaldo de la misma silla. Mirando el maletín, comentó:

—El médico que venía a visitarnos cuando éramos niños llevaba un maletín como ése.

—Supongo que debería modernizarme y llevar una cartera —dijo ella—, pero este maletín me lo regaló mi madre cuando terminé la carrera y lo he usado desde entonces.

El camarero se acercó a la mesa y los dos pidieron café. Cuando el camarero se alejó, ella preguntó:

—¿Por qué cree que puedo ayudarle?

Brunetti comprendió que no ganaría nada con ocultar la forma en que había conseguido la información y dijo sencillamente:

—Me ha dicho su hermana que la
signora
Trevisan era paciente suya.

—Y su hija también —agregó la doctora alargando la mano hacia el maletín, del que sacó un arrugado paquete de cigarrillos. Mientras hurgaba en el maletín en busca de un encendedor, a su izquierda apareció un camarero que, inclinándose, le ofreció lumbre—.
Grazie
—dijo ella volviendo la cabeza hacia la llama, como habituada a esta clase de atenciones. El camarero se alejó de la mesa silenciosamente.

Ella aspiró el humo con fruición, cerró el maletín y miró a Brunetti:

—¿He de suponer que esto tiene algo que ver con el asesinato?

—En esta fase de la investigación, no estoy seguro de qué tiene y qué no tiene que ver con el asesinato. —Ella frunció los labios, y Brunetti advirtió lo forzado y formal de su propio tono—. Es la verdad. En este momento, no tenemos nada, nada aparte del hecho tangible de la muerte.

—¿Le dispararon?

—Sí. Dos veces. Una de las balas debió de romper una arteria, porque la muerte sobrevino rápidamente.

—¿Qué quiere saber de su familia? —preguntó ella, sin precisar, según observó él, el miembro de la familia en el que pudiera estar interesado.

—Quiero saber cosas de su trabajo, de sus amistades, de su familia, de todo lo que me permita comprender qué clase de persona era.

—¿Piensa que eso le ayudará a descubrir quién lo mató?

—Es la única manera de averiguar por qué alguien había de querer matarlo. Después será relativamente fácil deducir quién lo hizo.

—Parece muy optimista.

—No lo soy. —Brunetti sacudió la cabeza—. En absoluto, ni lo seré hasta que pueda empezar a hacerme una idea de cómo era él.

—¿Y cree que la información sobre su esposa y su hija le ayudará a conseguirlo?

—Sí.

Por la izquierda reapareció el camarero, que puso en la mesa dos tazas de
espresso
y un azucarero de plata. Ellos echaron cada uno dos terrones de azúcar en la taza y removieron el café, marcando una pausa en la conversación con esta pequeña ceremonia. La doctora tomó un sorbo de café, dejó la taza en el platillo y dijo:

—Hará poco más de un año, la
signora
Trevisan me trajo a la consulta a su hija, que entonces tenía catorce años. Era evidente que la niña no deseaba que su madre supiera qué tenía. La
signora
Trevisan quería entrar en la sala de reconocimiento, pero yo se lo impedí. —Sacudió la ceniza y agregó con una sonrisa—: Aunque no fue fácil. —Tomó otro sorbo de café. Brunetti no dijo nada para apremiarla—. La niña tenía un episodio de herpes genital. Yo le hice las preguntas habituales, si su pareja utilizaba un profiláctico, si había tenido relaciones sexuales con otros y cuánto tiempo hacía que tenía los síntomas. Normalmente, en el herpes, la primera manifestación es la peor, y yo quería saber si aquél era el primer brote. Ello me permitiría determinar la gravedad de la infección. —Hizo una pausa y aplastó el cigarrillo en el cenicero. Hecho esto, tomó el cenicero y, sin dar ninguna explicación, lo dejó en la mesa vecina.

—¿Era el primer brote?

—Ella dijo que sí, pero me pareció que mentía. Yo entonces le expliqué por qué tenía que saberlo, le dije que no podía recetar sin saber la gravedad de la infección. Tardó, pero al fin confesó que era la segunda vez, y que la primera había sido mucho peor.

—¿Por qué no fue a verla la primera vez?

—Estaban de vacaciones, y ella temía que, si iba a otro médico, él dijera a sus padres lo que ocurría.

—¿Eran fuertes los síntomas?

—Fiebre, escalofríos, dolor genital.

—¿Qué hizo ella?

—Dijo a su madre que tenía calambres y estuvo dos días en cama.

—¿Y la madre?

—¿Qué quiere saber de la madre?

—¿La creyó?

—Aparentemente.

—¿Y esta vez?

—La chica dijo que volvía a tener calambres y que quería que yo la visitara. Yo era su médico desde que tenía siete años.

—¿Por qué la acompañaba su madre?

Ella miraba el fondo de la taza al contestar.

—La
signora
Trevisan ha sido siempre una madre sobreprotectora. Cuando Francesca era pequeña, me llamaba en cuanto tenía un poco de fiebre. Había inviernos en los que me pedía que fuera a su casa dos veces al mes.

—¿Iba usted?

—Al principio, sí. Hacía poco que había terminado la carrera. Después he ido descubriendo cuáles son las personas que te llaman cuando están realmente enfermas y cuáles las que… en fin, te llaman sin tanta necesidad.

—¿La
signora
Trevisan también la hacía ir a su casa cuando no se encontraba bien?

—No. Nunca. Ella iba al consultorio.

—¿Y qué tenía?

—Eso me parece que no hace al caso, comisario —dijo ella, sorprendiéndole con el tratamiento. Él no insistió.

—¿Qué contestó la muchacha a sus otras preguntas?

—Dijo que su pareja no usaba condón. Que, según él, eso restaba placer. —Sonrió torciendo la boca, como si le doliera oírse a sí misma repetir un tópico tan egoísta.

—¿Pareja, en singular?

—Sí; según ella, era uno solo.

—¿Le dijo quién era?

—No pregunté. No era asunto mío.

—¿La creyó? ¿Que era uno solo?

—No tenía por qué no creerla. Como le he dicho, la conozco desde niña. Por lo que yo sabía de ella, me pareció que decía la verdad.

—¿Y la revista que la madre le arrojó a la cara? —preguntó Brunetti.

Ella lo miró con evidente sorpresa.

—Ah, mi hermana. Cuando ella cuenta algo, no se calla nada. —Pero no parecía haber enojo en su voz, sólo la admiración que debía de sentir, aun a regañadientes, a Brunetti no le cabía duda, quien hubiera pasado la vida al lado de Elettra—. Eso fue después —prosiguió la mujer—. Aquel día, cuando salimos del gabinete de reconocimiento, la
signora
Trevisan exigió que le dijera qué le pasaba a Francesca. Yo respondí que se trataba de una pequeña infección que se resolvería rápidamente. Pareció satisfecha y se fueron.

—¿Cómo se enteró ella de la verdad? —preguntó Brunetti.

—Por el medicamento, Zovirax. Es específico para el herpes. No podía tomarlo por otra razón. La
signora
Trevisan tiene un amigo farmacéutico y le preguntó, estoy segura que con la mayor naturalidad e inocencia, cuáles eran las indicaciones. Él se las dijo. No se usa para nada más, o muy raramente. Al día siguiente volvió al consultorio, sin Francesca, y me dijo cosas muy ofensivas. —Se interrumpió.

—¿Qué cosas?

—Me acusó de haber preparado un aborto para Francesca. Yo le dije que se marchara del consultorio, y entonces fue cuando ella agarró la revista y me la tiró. Dos pacientes, hombres mayores, que estaban en la sala de espera, la agarraron uno de cada brazo y la sacaron de allí. No he vuelto a verla.

—¿Y la chica?

—Como le decía, la he visto en la calle un par de veces, pero ya no es paciente mía. Un médico me llamó, para pedirme la confirmación del diagnóstico, y se la di. Yo ya había enviado los dos historiales médicos a la
signora
Trevisan.

—¿Sospecha usted de dónde pudo ella sacar la idea de que usted había preparado un aborto?

—Ni por asomo. De todos modos, yo no podría hacer tal cosa sin el consentimiento de los padres.

Chiara, la hija de Brunetti, tenía catorce años, los mismos que tenía entonces Francesca. Se preguntó cómo reaccionarían él y su mujer a la noticia de que la niña tenía una infección de transmisión sexual. Desechó el pensamiento con un sentimiento que identificó como horror.

—¿Por qué es usted reacia a hablarme del historial de la
signora
Trevisan?

—Ya se lo he dicho, porque me parece que no hace al caso.

—Y yo he dicho también que cualquier cosa puede ser importante —dijo él tratando de suavizar el tono y quizá consiguiéndolo.

—¿Y si le dijera que sufre de dolor de espalda?

—De ser así, no hubiera tenido inconveniente en decirlo la primera vez que se lo he preguntado.

Ella no dijo nada durante un momento y luego movió la cabeza.

—No. Era paciente mía, y no puedo decir nada.

—¿No puede o no quiere?

Ella le miraba sin pestañear.

—No puedo —repitió, y entonces desvió la mirada para consultar su reloj. Él observó que era de Snoopy—. Tengo que hacer otra visita antes del almuerzo.

BOOK: Muerte y juicio
6.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Somebody's Lover by Jasmine Haynes
London Under by Peter Ackroyd
The Tycoon's Captured Heart by Elizabeth Lennox
Rissa and Tregare by F. M. Busby
The Vanished by Tim Kizer
How To Tail a Cat by Rebecca M. Hale
It Only Takes a Moment by Mary Jane Clark
Fun With Problems by Robert Stone