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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (3 page)

BOOK: Muerte y juicio
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Por consiguiente, no fue una sorpresa para Brunetti que, a su llegada a la
questura,
los guardias de la puerta lo saludaran con la noticia:

—Él quiere verlo.

Si el
vicequestore
Patta quería verlo tan temprano, era señal de que la víspera habían avisado a Patta y no a alguno de los comisarios. Y si Patta estaba tan interesado en el crimen como para hallarse aquí a primera hora de la mañana, era señal de que Trevisan era más importante o tenía amistades más poderosas de lo que Brunetti imaginaba.

El comisario subió a su despacho, colgó la gabardina y revisó la mesa. No había en ella nada que no estuviera ya la noche antes, cuando él se fue, de manera que los papeles que hubiera podido generar el caso estaban abajo, en el despacho de Patta. Bajó por la escalera posterior al antedespacho del
vicequestore.
La
signorina
Elettra Zorzi se hallaba sentada a su mesa luciendo un vestido de crespón blanco azucena, con un sugestivo drapeado en diagonal en el pecho, como si estuviese allí con el único objeto de recibir a los fotógrafos de la revista
Vogue.


Buon giorno, commissario
—sonrió levantando la mirada de la revista que tenía encima de la mesa.

—¿Trevisan? —preguntó Brunetti.

Ella asintió.

—Hace diez minutos que está hablando por teléfono. El alcalde.

—¿Quién ha llamado a quién?

—El alcalde a él —respondió la
signorina
Elettra—. ¿Por qué? ¿Importa eso?

—Sí; probablemente significa que no hay pistas.

—¿Por qué?

—Si hubiera llamado él, sería señal de que podía asegurarle que teníamos a un sospechoso o que pronto conseguiríamos una confesión. El que haya llamado el alcalde indica que Trevisan era importante y que quieren que el caso se resuelva pronto.

La
signorina
Elettra cerró la revista y la apartó hacia un lado de la mesa. Brunetti recordó que, al principio de trabajar para Patta, la joven solía guardar las revistas en el cajón; ahora ya ni se molestaba en ponerlas boca abajo.

—¿A qué hora ha llegado? —preguntó Brunetti.

—A las ocho y media —y, sin darle tiempo de preguntar, ella añadió—: Yo ya estaba aquí y le he dicho que usted había salido a interrogar a la criada de los Leonardi.

Brunetti había hablado con la mujer la tarde anterior, en el curso de su investigación del contratista, pero no había averiguado nada.


Grazie
—dijo Brunetti, que más de una vez se había preguntado por qué una persona con una inclinación natural por la duplicidad como la que poseía la
signorina
Elettra había decidido trabajar para la policía.

Ella bajó la mirada a la mesa, y vio que en su teléfono había dejado de parpadear una luz roja.

—Ya ha terminado —dijo.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y fue hacia la puerta del despacho de Patta. Llamó con los nudillos y cuando oyó gritar
«Avanti»
entró.

A pesar de que el
vicequestore
había llegado temprano, era evidente que no había economizado el tiempo en su aseo personal, ya que en el aire flotaba el ácido aroma del
aftershave,
y el bello rostro de Patta relucía. La corbata era de lana y el traje de seda: el
vicequestore
no era esclavo de la tradición.

—¿Dónde estaba usted? —fue el saludo de Patta.

—En casa de Leonardi. Hablando con la criada.

—¿Ha averiguado algo?

—No sabe nada.

—Eso no importa ahora —dijo Patta, señalando la silla del otro lado de la mesa—. Siéntese, Brunetti. —Cuando el comisario estuvo sentado, Patta preguntó—: ¿Se ha enterado de esto?

No hacía falta preguntar qué era «esto».

—Sí, señor —respondió Brunetti—. ¿Cómo ocurrió?

—Lo mataron anoche, en el tren de Turín. Dos disparos, desde muy cerca. Al pecho. Uno debió de seccionar una arteria, porque había mucha sangre. —El «debió de» era señal de que aún no se había practicado la autopsia—. ¿Dónde estaba usted anoche? —preguntó entonces Patta, casi como si, antes de seguir adelante, quisiera eliminar a Brunetti de la lista de sospechosos.

—Fuimos a cenar a casa de un amigo.

—Me dijeron que habían llamado a su casa.

—Estaba en casa de un amigo —repitió Brunetti.

—¿Por qué no tiene contestador?

—Porque tengo dos hijos.

—¿Qué tiene que ver?

—Que, si tuviera contestador, me pasaría la vida escuchando los mensajes de sus amigos.

O escuchando las excusas de sus hijos por sus retrasos. También significaba que Brunetti consideraba que era responsabilidad de sus hijos tomar los recados para sus padres, pero no tenía intención de dar explicaciones a Patta.

—Tuvieron que avisarme a mí —dijo Patta sin disimular su indignación.

Brunetti supuso que ahora su superior esperaba una disculpa. Pero no se la dio.

—Fui a la estación. La policía de ferrocarriles hizo una chapuza, desde luego.

Patta miró a la mesa y acercó varias fotos a Brunetti.

El comisario se inclinó hacia adelante, tomó las fotos y las miró mientras Patta seguía enumerando las pruebas de la incompetencia de la policía de ferrocarriles. La primera foto había sido tomada desde la puerta del compartimiento y mostraba el cuerpo de un hombre tendido boca arriba entre los asientos. El ángulo impedía ver más que la parte posterior de la cabeza, pero las manchas rojo oscuro del abultado abdomen eran inconfundibles. La foto siguiente mostraba el cuerpo desde el otro lado del compartimiento y debía de haber sido tomada a través de la ventanilla. En ésta Brunetti vio que el hombre tenía los ojos cerrados y una estilográfica en la mano. Las otras fotos mostraban poco más, a pesar de estar hechas desde dentro del coche. El hombre parecía dormir, la muerte había borrado de su cara toda expresión, dejando sólo la beatitud del sueño de los justos.

—¿Le robaron? —preguntó Brunetti, cortando la diatriba de Patta.

—¿Cómo?

—¿Le robaron?

—Parece ser que no. Tenía la billetera en el bolsillo y la cartera de documentos, como usted puede ver, sigue en el asiento frente al que él ocupaba.

—¿La Mafia? —preguntó Brunetti, como era de rigor, como había que preguntar.

Patta encogió los hombros.

—Era abogado —respondió, dejando a criterio de Brunetti si esto lo hacía más o menos merecedor de una ejecución de la Mafia.

—¿La esposa? —preguntó entonces Brunetti, denotando con ello su doble condición de italiano y casado.

—No es probable. Es secretaria del Lions Club —respondió Patta, y Brunetti, ante lo absurdo de la observación, no pudo reprimir una carcajada que, al ver la expresión de Patta, trató de disfrazar de tos, y que acabó en un auténtico acceso de tos que lo dejó colorado y lloroso.

Cuando pudo volver a respirar con normalidad, Brunetti preguntó:

—¿Socios? ¿Negocios?

—No lo sé. —Patta golpeó la mesa con el índice, para llamar la atención de Brunetti—. He revisado los asuntos pendientes del departamento, y me parece que el que tiene menos que hacer es usted. —Una de las cualidades de Patta que más apreciaba Brunetti era este don para hallar indefectiblemente la expresión más afortunada—. Me gustaría asignarle el caso, pero antes quiero estar seguro de que lo llevará como es debido.

Brunetti comprendió que esto quería decir que Patta deseaba asegurarse de que él guardaría la debida consideración hacia el estatus social que implicaba una secretaria del Lions Club. Como sabía que él no estaría ahora en este despacho si Patta no hubiera decidido ya asignarle el caso, Brunetti optó por ignorar la recomendación implícita en estas palabras y preguntó:

—¿Qué hay de los pasajeros?

Después de su conversación con el alcalde, Patta consideró preferible no perder tiempo en adoctrinar a Brunetti, y respondió escuetamente:

—La policía de ferrocarriles anotó los nombres y direcciones de todas las personas que iban en el tren cuando entró en la estación. —Brunetti levantó el mentón con gesto inquisitivo, y Patta prosiguió—: Un par de ellos dijeron haber visto a personas sospechosas. Está en el informe —dijo golpeando con las yemas de los dedos la carpeta marrón que tenía delante.

—¿Qué juez instruye el caso? —preguntó Brunetti. Cuando conociera este dato, sabría cuánta consideración debería guardar al Lions Club.

—Vantuno —dijo Patta.

Era una mujer de la edad de Brunetti con la que él había trabajado satisfactoriamente. La juez Vantuno, siciliana lo mismo que Patta, sabía que la sociedad veneciana poseía matices y peculiaridades que ella nunca podría comprender, pero tenía en los comisarios locales confianza suficiente como para permitirles llevar las investigaciones como estimaran más conveniente.

Brunetti se limitó a mover la cabeza de arriba abajo. No quería que Patta supiera que esto le complacía.

—Quiero un informe diario —prosiguió Patta—. Trevisan era un hombre importante. Ya he recibido una llamada de la oficina del alcalde, y no le ocultaré que me ha dicho que desea que el caso se resuelva lo antes posible.

—¿Tenía el alcalde alguna sugerencia? —preguntó Brunetti.

Acostumbrado como estaba a las impertinencias de su subalterno, Patta se arrellanó en su sillón y miró fijamente a Brunetti antes de preguntar:

—¿Acerca de qué? —acentuando ásperamente la última palabra, para manifestar su desagrado.

—Acerca de cualquier asunto en el que Trevisan pudiera estar implicado —respondió Brunetti llanamente. Hablaba en serio. No por ser alcalde tenía uno que ignorar los chanchullos de los amigos, sino todo lo contrario, probablemente.

—No me ha parecido oportuno preguntárselo —respondió Patta.

—Pues quizá se lo pregunte yo —dijo Brunetti con naturalidad.

—Brunetti, no busque problemas.

—Me parece que los problemas ya los tenemos —dijo Brunetti, guardando las fotos en la carpeta—. ¿Desea usted algo más?

Patta tardó un momento en contestar.

—Nada más por el momento. —Alargó la carpeta a Brunetti—. Puede llevársela. Y no olvide que quiero un informe diario. —En vista de que Brunetti no se daba por enterado, Patta agregó—: O, si no, déselo al teniente Scarpa —mirando fijamente a Brunetti, para ver el efecto que causaba el nombre del aborrecido asistente de Patta.

—Sí, señor —dijo Brunetti con voz neutra, poniéndose de pie, con la carpeta en la mano—. ¿Adonde han llevado a Trevisan?

—Al Ospedale Civile. Supongo que esta mañana le harán la autopsia. Y no olvide que era amigo del alcalde.

—Descuide usted, señor —dijo Brunetti y salió del despacho.

6

La
signorina
Elettra levantó la mirada de la revista cuando Brunetti salía del despacho de Patta y le preguntó:


Allora?

—Trevisan. Y tengo que andar listo, porque era amigo del alcalde.

—La mujer es una fiera —dijo la
signorina
Elettra, y añadió, como para darle ánimo—: No le arriendo la ganancia.

—¿Hay en esta ciudad alguien a quien usted no conozca? —preguntó Brunetti.

—A ella no la conozco personalmente. Era paciente de mi hermana.

—Barbara —dijo Brunetti involuntariamente, recordando dónde había conocido a la hermana—, la doctora.

—La misma, comisario —dijo ella con una sonrisa de satisfacción—. No le ha costado mucho recordarla.

Cuando la
signorina
Elettra Zorzi llegó al departamento, su apellido pese a no ser corriente, resultó familiar al comisario. Pero él nunca hubiera relacionado a la vivaz y radiante —todos los adjetivos que se le ocurrían estaban asociados a la luz y la vistosidad— Elettra con la formal y discreta doctora que contaba entre sus pacientes al suegro del comisario y ahora, al parecer, a la
signora
Trevisan.

—¿Ha dicho usted que era paciente de su hermana? ¿Ya no lo es? —preguntó Brunetti, dejando para otra ocasión las reflexiones acerca de la familia de Elettra.

—Sí, hasta hace cosa de un año. Las visitaba a ella y a su hija. Pero un día la madre se presentó en el consultorio y montó un escándalo, exigiendo a mi hermana que le dijera de qué estaba tratando a su hija.

Brunetti escuchaba atentamente, pero no preguntó.

—La hija tenía sólo catorce años, y cuando Barbara se negó a decir a la
signora
Trevisan lo que quería saber, ella la acusó de haberle practicado un aborto a la niña o de haberla enviado al hospital para que abortara allí. Le estuvo gritando y al fin le tiró una revista a la cara.

—¿A su hermana?

—Sí.

—¿Y qué hizo entonces?

—¿Quién?

—Su hermana.

—Le dijo que se marchara de su despacho. Ella gritó un poco más y luego se fue.

—¿Y qué pasó después?

—Al día siguiente, Barbara le envió por correo certificado su historial y le dijo que se buscara otro médico.

—¿Y la hija?

—Tampoco ha vuelto. Barbara la encontró un día en la calle y la chica le dijo que su madre le había prohibido que volviera. La madre la llevó a una clínica particular.

—¿Qué tenía la hija? —preguntó Brunetti.

Observó cómo la
signorina
Elettra sopesaba la pregunta. Rápidamente, sacó la conclusión de que Brunetti lo averiguaría de todos modos y dijo:

—Una infección venérea.

—¿De qué tipo?

—Eso no lo recuerdo. Tendrá que preguntárselo a mi hermana.

—O a la
signora
Trevisan.

La respuesta de Elettra fue rápida y vehemente.

—Si ella lo sabe, no ha sido por Barbara.

Brunetti la creyó.

—Así que la hija tendrá ahora quince años.

—Eso es —asintió Elettra.

Brunetti reflexionó. A este respecto, la ley era imprecisa, ¿y cuándo no? No se podía obligar a un médico a facilitar información sobre el estado de salud de un paciente, pero sin duda tenía libertad para decir cómo se había comportado un paciente y por qué, especialmente si no se trataba de la salud del propio paciente. Sería preferible hablar personalmente con la doctora, en lugar de pedir a Elettra que lo hiciera en su nombre.

—¿Su hermana todavía tiene el consultorio cerca de San Barnaba?

—Sí. Allí estará esta tarde. ¿Quiere que la avise de su visita?

—¿Quiere decir que no le diría nada si yo no se lo pidiera,
signorina?

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