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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (21 page)

BOOK: Muerte y juicio
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—Sí —dijo Brunetti—. Sí.

—Y él dijo que quería casarse conmigo, pero que tenía que traerme a Italia, para que conociera a su familia. Me dijo que él se ocuparía de todo, que me conseguiría el visado y trabajo. Y que para mí sería fácil aprender el italiano. —Sonrió tristemente—. Probablemente, ésta fue la única verdad que me dijo aquel canalla.

—¿Qué ocurrió?

—Que vine a Italia. Firmé unos papeles, subí a un avión de Alitalia y cuando quise recordar ya estaba en Milán. Eduardo me esperaba en el aeropuerto. —Miró a Brunetti a los ojos—. Supongo que habrá oído esto mil veces.

—Algo por el estilo, sí. ¿Problemas con los papeles?

Ella sonrió casi humorísticamente al recordar su antiguo yo, su inocencia de entonces.

—Justo. Problemas con los papeles. La burocracia. Pero él me llevaría a su apartamento y todo se arreglaría. Yo estaba enamorada, y le creí. Aquella noche me pidió que le dejara el pasaporte, porque al día siguiente lo necesitaría para pedir los papeles para el matrimonio. —Sacó un cigarrillo, pero volvió a meterlo en el paquete—. ¿Podría tomar un café? —preguntó.

Nuevamente, Brunetti fue a la puerta, dio tres golpes y ahora pidió a Gravini que trajera café y bocadillos. Cuando volvió a la silla, la mujer estaba fumando otra vez.

—Volví a verlo, pero sólo una vez. Aquella noche vino y me dijo que había dificultades para conseguir el visado y que no podíamos casarnos hasta que se resolvieran. No sé en qué momento me di cuenta de lo que ocurría.

—¿Por qué no fue a la policía?

El asombro de la mujer era auténtico.

—¿A la policía? Él tenía mi pasaporte, y entonces me enseñó uno de los papeles que yo había firmado. Hasta se había preocupado de hacer legalizar mi firma por un notario, porque, decía él, eso simplificaría las cosas en Italia. Aquel papel decía que él me había prestado cincuenta millones de liras.

—¿Y después? —preguntó Brunetti.

—Me dijo que me había encontrado trabajo en un bar y que lo único que yo tenía que hacer era trabajar allí, para devolver el dinero.

—¿Y?

—Eduardo me llevó a ver al dueño del bar, que dijo que yo podía trabajar allí y dormir en una habitación que tenía encima del bar, que me pagaría un millón de liras al mes pero me descontaría el alquiler de la habitación. Yo no podía vivir en ningún otro sitio, porque no tenía pasaporte ni permiso de residencia. También me descontaría la comida y la ropa que me daría. Eduardo se quedó con mis maletas, y yo no tenía más que lo puesto. Al fin resultó que me quedarían limpias unas cincuenta mil liras al mes. Yo no hablaba italiano, pero sabía contar, y calculé que eso representaría unos treinta dólares para mi tía. Muy poco para que puedan vivir una mujer y una niña, incluso en Brasil.

Sonó un golpe y se abrió la puerta. Brunetti tomó una bandeja metálica de manos de Gravini. Cuando volvía hacia donde estaba Mara, ésta puso la tercera silla entre los dos e indicó a Brunetti que dejara en ella la bandeja. Ambos pusieron azúcar y removieron el café. Él indicó los bocadillos con la mirada, pero ella movió la cabeza negativamente.

—No hasta que termine lo que tengo que decir. —Tomó un sorbo de café—. Yo no era tonta y sabía las posibilidades que tenía. De modo que empecé a trabajar en el bar. Las primeras veces fue difícil, pero me acostumbré. De eso hace dos años.

—¿Qué ha pasado desde entonces? ¿Cómo ha llegado a Mestre?

—Enfermé. Pulmonía, creo. Hace mucho frío aquí —dijo ella estremeciéndose involuntariamente sólo de pensarlo—. Mientras estaba en el hospital, el bar se incendió. Fuego intencionado, dijeron. No sé. Ojalá. Pero cuando ya tenía que salir del hospital, Franco —señaló hacia la izquierda con la cabeza, como si supiera que Franco estaba en la celda de al lado—, pagó la factura del hospital y me trajo aquí. Desde entonces trabajo para él. —Apuró el café y dejó la taza en la bandeja.

Era una historia que Brunetti había oído más veces de las que podía recordar, pero era la primera vez que la oía contar sin asomo de autocompasión, sin el intento de convertir a la narradora en víctima involuntaria de fuerzas superiores.

—¿Tenía él…? —empezó Brunetti volviendo la cabeza hacia la misma pared, a pesar de que Franco se encontraba en el lado opuesto— ¿…alguna relación con el bar de Milán o con el que trabaja usted ahora? ¿O con Eduardo?

Ella miró al suelo.

—No lo sé. —Brunetti no dijo nada y al fin ella prosiguió—: Me parece que me compró. O compró mi contrato. —Y, levantando la cabeza, preguntó—: ¿Por qué desea saberlo?

Brunetti no vio razón alguna para mentirle:

—Durante otra investigación encontramos el número de teléfono del bar en el que ahora trabaja. Estamos tratando de descubrir si existe alguna relación.

—¿Qué otra investigación?

—Eso no puedo decírselo —respondió Brunetti—. Pero hasta este momento no parece tener algo que ver con usted, con Eduardo ni con nada de eso.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Desde luego.

—¿Tiene algo que ver con…? —empezó y se interrumpió buscando la palabra adecuada—. Con la muerte de algunas de nosotras.

—No sé a quién se refiere con lo de «nosotras».

—A las putas —explicó ella.

—No. —Su respuesta fue instantánea, y ella le creyó—. ¿Por qué lo pregunta?

—No hay una razón especial. Una oye cosas. —Alargó la mano y tomó uno de los bocadillos, mordió una punta con delicadeza y se sacudió distraídamente las migas de la blusa.

—¿Qué cosas?

—Mara —empezó él, sin saber qué tono utilizar—, si quiere decirme algo o preguntarme algo, quedará entre nosotros. —Y, antes de que ella pudiera hablar, agregó—: Siempre que no se refiera a un delito. Pero si es sólo algo que desee exponer o averiguar, será sólo de usted para mí.

—¿Nada oficial?

—No; nada oficial.

—¿Cómo se llama usted?

—Guido.

Ella sonrió porque la otra noche él le hubiera dado su nombre verdadero.

—¿Guido, el fontanero?

Él asintió.

Ella volvió a morder y, mientras masticaba, dijo:

—Oímos cosas. —Bajó la mirada y volvió a sacudir migas—. La gente hace comentarios cuando ocurre algo. Y nosotras oímos cosas, pero nunca puedes estar segura de lo que oyes ni de quién lo ha dicho.

—¿Qué oyó, Mara?

—Que alguien estaba matándonos. —Nada más decirlo, movió la cabeza—. No; no es eso. No es que nos maten. Pero nos morimos.

—No veo la diferencia —dijo Brunetti.

—La pequeña, no me acuerdo cómo se llamaba, era yugoslava… se mató este verano. Y luego Anja, que venía de Bulgaria, la palmó en el campo. A la pequeña no la conocía, pero a Anja, sí. Se iba con cualquiera. —Brunetti recordaba aquellas muertes, y sabía que la policía no había podido descubrir ni los nombres de las víctimas—. Y luego aquel camión que se salió de la carretera. —Ella lo miró. Brunetti recordaba el caso, pero sólo vagamente. En vista de que él no contestaba, la mujer prosiguió—: Una de las chicas dijo que había oído no sabía dónde que las muchachas venían aquí. Pero he olvidado de dónde.

—¿Para hacer de prostitutas? —preguntó él, e inmediatamente le pesó haberlo preguntado.

Ella se retrajo y dejó de hablar. La expresión de su cara cambió y sus ojos se velaron.

—No recuerdo.

El tono de su voz indicó a Brunetti que la había perdido, que su pregunta había cortado el delgado hilo que los había unido momentáneamente.

—¿Ha dicho algo de esto? —preguntó.

—¿A la policía? —Ella terminó la pregunta con un resoplido de incredulidad. Echó a la bandeja el resto del bocadillo—. ¿Va a acusarme de algo? —preguntó.

—No.

—¿Puedo marcharme entonces? —La mujer con la que él había estado hablando había desaparecido dejando en su lugar a la prostituta que lo había llevado a su habitación.

—Sí; puede marcharse cuando lo desee. —Antes de que la mujer se levantara, Brunetti preguntó—: ¿Será prudente que salga usted antes que él? —Volvió a mover la cabeza hacia la pared detrás de la que no estaba Franco.

—Ése —dijo ella resoplando con desdén.

Brunetti golpeó la puerta.

—La
signorina
se marcha —dijo cuando Gravini la abrió.

Ella tomó la chaqueta y se alejó pasando por delante de Brunetti sin decir ni una palabra. Cuando ella se hubo ido, Brunetti miró a Gravini.

—Gracias por el café —dijo recuperando la carpeta que el agente aún tenía en la mano.

—De nada,
dottore.

—Llévese la bandeja, por favor, mientras hablo con ese hombre.

—¿Quiere que le traiga cigarrillos? ¿O café? —preguntó Gravini.

—No; creo que no. Por lo menos, hasta que haya recuperado mis cincuenta mil liras —dijo Brunetti abriendo la puerta de la celda.

Le bastó una mirada para saber de Franco todo lo que necesitaba saber: Franco era un tipo duro, Franco tenía agallas, Franco no temía a la pasma. Pero, por los papeles que tenía en la mano y por lo que había dicho Della Corte, Brunetti sabía que Franco era heroinómano. Y llevaba más de diez horas bajo custodia de la policía.

—Buenos días,
signor
Silvestri —dijo Brunetti afablemente, como si viniera a comentar los resultados de fútbol de aquel fin de semana.

Silvestri descruzó los brazos, miró a Brunetti y lo reconoció inmediatamente.

—Fontanero —dijo escupiendo al suelo.

—Por favor,
signor
Silvestri —dijo Brunetti pacientemente, acercando una de las sillas y sentándose. Abrió la carpeta, leyó la hoja de encima, la levantó y consultó la de debajo—. Atraco, proxenetismo, y aquí veo que fue arrestado una vez por tráfico de drogas en… a ver… —se interrumpió, volviendo a la primera página para buscar la fecha— …enero del año pasado. Dos acusaciones por haber tomado el dinero ofrecido a una prostituta pueden ocasionarle bastantes problemas, pero imagino que…

—Señor fontanero —interrumpió Silvestri—, acabemos de una vez, ¿vale? Usted me acusa, yo llamo a mi abogado, él viene y me saca de aquí.

Brunetti miró al hombre con aparente indiferencia, y vio que mantenía los brazos pegados al cuerpo y los puños apretados y que la frente le relucía de sudor.

—Por mí, encantado,
signor
Silvestri. Pero me temo que lo de ahora es mucho más grave que las acusaciones que figuran en su ficha. —Brunetti cerró la carpeta y se golpeó con ella la rodilla—. En realidad, esto escapa a la competencia de la policía de la ciudad.

—¿Qué quiere decir? —Brunetti observó que el hombre trataba de relajarse, que abría las manos y las apoyaba en las rodillas.

—Quiero decir que, desde hace tiempo, el bar que usted frecuenta con sus… con sus colegas está bajo vigilancia, y que han intervenido el teléfono.

—¿Lo han intervenido? ¿Quiénes? —preguntó Silvestri.

—La SISMI —respondió Brunetti—. Concretamente, la unidad antiterrorista.

—¿Antiterrorista? —repitió Silvestri estúpidamente.

—Sí. Al parecer, el bar era utilizado por algunas de las personas implicadas en el atentado contra el museo de Florencia —explicó Brunetti, improvisando sobre la marcha—. En realidad, no debería decirle esto, pero estando usted complicado en el caso, no veo por qué no hemos de poder hablar de ello.

—¿Florencia? —Silvestri no podía sino repetir lo que oía.

—Sí, por lo poco que yo sé, el teléfono de ese bar ha sido utilizado para transmitir mensajes. Hace un mes que está intervenido. Legalmente, desde luego, por orden judicial. —Brunetti agitó la carpeta en alto—. Anoche, cuando mis hombres lo arrestaron, traté de decir a los otros que usted era un pez chico, asunto nuestro, pero no me hicieron caso.

—¿Qué significa eso? —preguntó Silvestri con una voz en la que no había ya ni asomo de irritación.

—Significa que le aplicarán la ley antiterrorista. —Brunetti cerró la carpeta y se puso de pie—. Es sólo una mala interpretación entre servicios, ¿comprende,
signor
Silvestri? Lo retendrán cuarenta y ocho horas.

—¿Y mi abogado?

—Entonces podrá llamarlo. Sólo serán cuarenta y ocho horas. Y ya han pasado… —Brunetti se subió el puño de la camisa para mirar el reloj— …diez. Así que no tiene más que esperar un día y medio y podrá llamar a su abogado que seguramente lo sacará de aquí enseguida.

—¿A qué ha venido usted? —preguntó Silvestri con suspicacia.

—Como el que lo arrestó era uno de mis hombres, me ha parecido que, puesto que yo lo he metido en esto, lo menos que podía hacer era venir a darle una explicación. Ya he tenido tratos con los del SISMI antes de ahora —dijo Brunetti con aire de cansancio—. No atienden a razones. La ley dice que pueden retenerlo cuarenta y ocho horas incomunicado y habrá que aguantarse. —Otra vez miró el reloj—. Pasarán pronto,
signor
Silvestri, estoy seguro. Si quiere revistas, pídalas al agente de la puerta, ¿de acuerdo? —Con estas palabras, Brunetti se levantó y dio media vuelta.

—Por favor —dijo Silvestri, y era la primera vez que utilizaba estas palabras para dirigirse a un policía—. Por favor, no se vaya.

Brunetti se volvió ladeando la cabeza con manifiesta curiosidad.

—¿Ya ha decidido qué revistas desea?
¿Panorama, Architectural Digest, Famiglia Christiana?

—¿Qué es lo que quiere de mí? —dijo Silvestri con voz ronca y no de cólera. El sudor de la frente había formado ya gruesas gotas.

Brunetti comprendió que no era necesario seguir jugando con él. Esto era todo lo que había resistido el bravo Franco, duro como una roca.

Con voz firme y severa, Brunetti inquirió:

—¿Quién le llama por teléfono al bar y a quién llama usted?

Silvestri se pasó las dos manos por la cara y el abundante pelo, pegándose el flequillo a las sienes. Se frotó los labios con la mano, insistiendo en las comisuras, como para quitar una mancha.

—Me llama un hombre, que me avisa cuándo van a llegar chicas nuevas.

Brunetti no dijo nada.

—No sé quién es ni de dónde llama. Pero llama una vez al mes o cosa así y me dice dónde tengo que recogerlas. Ya las han pasado, yo sólo tengo que recogerlas y ponerlas a trabajar.

—¿Y el dinero?

Silvestri no contestó. Brunetti se volvió hacia la puerta.

—Se lo doy a una mujer. Cada mes. Cuando el hombre me llama, me dice dónde tengo que encontrarme con ella y cuándo, y entonces le doy el dinero.

—¿Cuánto?

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