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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (2 page)

BOOK: Niebla roja
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Mientras conduzco la camioneta alquilada que da bandazos a través de un terreno pantanoso cubierto por una vegetación densa, que probablemente no se veía tan diferente en la era de los dinosaurios, me pregunto qué batir de las alas de una mariposa, qué insignificante perturbación creó a Kathleen Lawler y el caos que desencadenó. La imagino dentro de una celda de dos metros cuarenta por metro ochenta, con su váter de acero brillante, la cama de metal gris y la ventana estrecha cubierta por una malla metálica que da a un patio de la prisión de hierba dura, mesas y bancos de hormigón y lavabos portátiles. Yo sé cuántas mudas de ropa tiene, no «prendas del mundo libre» como me explica en los mensajes de correo electrónico que no contesto, sino los pantalones y los tops que son el uniforme de la prisión, dos de cada. Que ha leído todos los libros en la biblioteca de la cárcel al menos cinco veces, me comenta que es una escritora de talento, y hace unos meses me envió por correo electrónico un poema que dice que escribió sobre Jack:

destino

volvió como aire y yo como tierra

y nos encontramos el uno al otro, no al principio.

(En realidad no estaba mal,

solo un tecnicismo

que ninguno de nosotros atendió

o Dios sabe que necesitábamos.)

Los dedos, dedos de los pies de fuego.

Acero frío, frío.

El horno bosteza,

el gas está encendido...

encendido como las luces de un motel acogedor.

He leído el poema obsesivamente, lo analicé palabra por palabra, en busca de un mensaje escondido, preocupada al principio por si la referencia inquietante a un horno de gas encendido podía sugerir que Kathleen Lawler tenía tendencias suicidas. Tal vez la idea de su propia muerte es bienvenida, como un motel acogedor. Se lo pasé a Benton y él dijo que el poema mostraba su sociopatía y sus trastornos de personalidad. Ella cree que no hizo nada malo. Tener relaciones sexuales con un niño de doce años, en un rancho para jóvenes con problemas, donde era la terapeuta, era una cosa hermosa, una mezcla de amor puro y perfecto.

Era el destino. Era su destino. Es la forma ilusoria de cómo ella lo ve, declaró Benton.

Hace dos semanas, los correos electrónicos que me enviaba cesaron abruptamente, y mi abogado me llamó con una solicitud.

Kathleen Lawler quiere hablar conmigo de Jack Fielding, el protegido al que preparé durante los primeros días de mi carrera y con quien trabajé a temporadas a lo largo de veinte años. Estuve de acuerdo en reunirme con ella en la prisión de Georgia para mujeres, la GPFW, pero solo como amiga. No voy a ser la doctora Kay Scarpetta. No voy a ser la directora del Centro Forense de Cambridge, médico forense de las Fuerzas Armadas, experta forense o experta en nada. Hoy seré Kay, y lo único que Kay y Kathleen tienen en común es Jack. Ningún privilegio protegerá lo que nos digamos la una a la otra, y ningún abogado, guardia u otro personal de la prisión estará presente.

Un cambio en la luz, y el denso bosque de pinos comienza a ralear antes de abrirse en un claro sombrío. Lo que parece ser una zona industrial se anuncia con unas señales de metal verde donde me advierten que el camino rural por donde circulo está a punto de acabarse, y no se permite el paso de intrusos. Si no está autorizado para estar aquí, dé la vuelta ahora. Paso junto a un desguace repleto de montañas de camiones y coches retorcidos y destrozados, un vivero con invernaderos y grandes tiestos de hierbas ornamentales, bambúes y palmeras. Más hacia delante hay una extensa zona de césped con las letras GPFW perfectamente trazadas con canteros de petunias y caléndulas, como si acabase de llegar a un parque urbano o un campo de golf. El edificio de ladrillos rojos y columnas blancas de la administración no podría estar más fuera de contexto junto a los pabellones de hormigón y tejados metálicos pintados de azul y rodeados por vallas muy altas. Los acordeones dobles de alambre de espino brillan y resplandecen al sol como las hojas de un bisturí.

La GPFW es el modelo para una serie de prisiones, algo que he aprendido en mi exhaustiva investigación. Está considerada como el mejor ejemplo de rehabilitación progresista y humana de las reclusas, muchas de ellas formadas durante el cumplimiento de la condena para ser fontaneras, electricistas, cosmetólogas, carpinteras, mecánicas, instaladoras de tejados, jardineras, cocineras y restauradoras. Las reclusas se ocupan del mantenimiento de los edificios y terrenos. Preparan la comida y trabajan en la biblioteca, en el salón de belleza, ayudan en la clínica, publican su propia revista y se espera que aprueben al menos el examen de Enseñanza General Básica mientras están entre rejas. Aquí todo el mundo se gana la manutención y se les ofrecen oportunidades a excepción de las alojadas en las celdas de máxima seguridad, conocidas como Pabellón Bravo, donde Kathleen Lawler fue reasignada hace dos semanas, casi al mismo tiempo que cesaron bruscamente los correos electrónicos que me enviaba.

Aparco en una de las plazas para visitantes. Ojeo los mensajes en mi iPhone para asegurarme de que no hay nada urgente que atender, con la esperanza de recibir uno de Benton, y ahí está.

«Un calor infernal ahí donde estás y se anuncian tormentas. Ten cuidado y hazme saber cómo va. Te amo», escribe mi, de hecho, siempre práctico marido, que nunca deja de darme un parte meteorológico o cualquier otra actualización útil cuando está pensando en mí. Le respondo que yo también le quiero, que estoy bien, que le llamaré dentro de un par de horas, y mientras escribo me fijo en varios hombres en traje y corbata que salen del edificio de la administración, escoltados por un celador. Los hombres tienen pinta de ser abogados, decido que quizá son funcionarios de prisiones, y espero hasta que se los llevan en un coche camuflado; me pregunto quiénes son y qué les trae por aquí. Guardo el móvil en el bolso, lo escondo debajo del asiento y me apeo sin llevar nada conmigo, salvo mi carné de conducir, un sobre sin nada escrito y las llaves de la camioneta.

El sol de verano me aplasta como una pesada mano caliente y las nubes aparecen por el suroeste, cada vez más espesas y negras.

El aire tiene la fragancia de la lavanda y la pimienta dulce mientras camino por una acera de cemento a través de los arbustos en flor y más canteros de flores, seguida por las miradas de ojos invisibles que espían a través de las cortinas, alrededor de todo el patio de la prisión. Las reclusas no tienen nada mejor que hacer que mirar, observar un mundo del que ya no pueden formar parte y del que recogen conocimientos con más astucia que la CIA. Intuyo una conciencia colectiva que toma nota de mi ruidosa camioneta blanca con matrícula de Carolina del Sur, y la forma en que voy vestida, que no es mi traje chaqueta habitual o las prendas para investigación de campo, sino unos pantalones de lona, una camisa de algodón azul y blanca a rayas, unos mocasines y un cinturón a juego. No llevo joyas, excepto el reloj de titanio con la correa de caucho negro y mi alianza de boda. No sería fácil de adivinar mi situación económica o quién o qué soy, a excepción de la camioneta que no encaja con la imagen que yo tenía en mente para el día de hoy.

Mi intención era parecer una mujer rubia de mediana edad, con un peinado normal, que en la vida no hace nada que sea de una importancia espectacular o ni tan siquiera interesante. ¡Pero entonces aparece esa maldita camioneta! Una monstruosidad blanca con rayones y vidrios polarizados tan oscuros que son casi negros en la trasera, como si yo trabajase para una empresa de construcción, hiciera las entregas, o tal vez hubiese venido a la GPFW para transportar a una reclusa, viva o muerta. Todo esto se me ocurre mientras intuyo las miradas de las mujeres. Nunca conoceré a la mayoría de ellas a pesar de que sé los nombres de unas pocas, aquellas cuyos casos tan infames han aparecido en las noticias y cuyos actos atroces han sido presentados en las reuniones profesionales a las que he asistido. Me resisto a mirar a mi alrededor o a revelar que soy consciente de que me observan y me pregunto cuál de las rendijas negras en una de las ventanas es la de ella.

Qué emocionante debe de ser para Kathleen Lawler. Sospecho que no ha pensado en otra cosa en los últimos días. Para las personas como ella, soy la conexión final con aquellos que han perdido o matado. Soy la sustituta de sus muertos.

2

Tara Grimm es la alcaide, y su oficina, al final de un largo pasillo azul, está amueblada y decorada por las internas que guarda.

El escritorio, la mesa de centro y las sillas están lacadas de color roble miel y tienen una forma sólida y para mí un cierto encanto, porque casi siempre prefiero ver algo hecho a mano, no importa lo rústico que sea. Las hiedras de hojas con forma de corazón llenan los tiestos de las ventanas y trepan desde ellos a la parte superior de las estanterías de construcción casera, para cubrir los lados como banderines y caer en masas enredadas de las cestas colgantes. Cuando comento la buena mano que Tara Grimm debe de tener para la jardinería, me informa con una mesurada voz melodiosa que las reclusas se ocupan de sus plantas de interior. Ella no sabe el nombre de las enredaderas, como las llama, pero podrían ser filodendros.

—Potos de oro. —Toco una hoja marmolada verde amarillo—. Comúnmente conocida como hiedra del diablo.

—No deja de crecer y no dejaré que ellas la poden —dice desde la estantería detrás de su escritorio, donde está devolviendo un volumen a un estante, La economía de la reincidencia—. Empezó con un tallo pequeño en un vaso de agua, y lo uso como una importante lección de vida con todas estas mujeres que optaron por ignorarla a lo largo del camino que las trajo aquí. Ten cuidado con lo que echa raíces o un día será todo lo que hay. —Coloca otro libro. El arte de la manipulación—. No sé. —Observa las hiedras que festonean la habitación—. Creo que este despacho comienza a estar un tanto abarrotado.

Deduzco que la alcaide pasa de los cuarenta, alta y esbelta, y curiosamente fuera de lugar con su vestido de cuello redondo negro que cae hasta la mitad de la pantorrilla y un collar con monedas de oro alrededor del cuello como si hoy hubiese prestado una atención especial a su apariencia, quizás a causa de los hombres que acaban de salir, unos visitantes con toda probabilidad importantes. Ojos oscuros, con los pómulos altos y el pelo negro largo, recogido hacia atrás, Tara Grimm no se parece a lo que hace, y me pregunto si ella u otro se han dado cuenta del absurdo. En el budismo, Tara es la madre de la liberación, y se podría argumentar que esta Tara no lo es. Aunque su mundo es sombrío.

Se alisa la falda mientras se sienta detrás de su escritorio, y yo ocupo una silla de respaldo recto delante de ella.

—Sobre todo necesito ver cualquier cosa que quizá tenga intención de mostrar a Kathleen. —Es la razón por la que me dirigieron a su despacho—. Estoy segura de que conoce la rutina.

—No es habitual que visite a personas en la cárcel —le contesto—. A menos que sea en la enfermería o algo peor.

Lo que quiero decir es si un interno necesita un examen físico forense o está muerto.

—Si ha traído informes u otros documentos, cualquier cosa que vaya a mostrarle, primero debo aprobarlos —añade, y yo le repito que he venido como amiga, lo que es legalmente correcto, pero no cierto al pie de la letra.

Yo no soy amiga de Kathleen Lawler y seré intencionada y prudente mientras le sonsaco información. La animaré a que me diga lo que quiero saber, sin revelarle cuánto me importa. ¿Tuvo contactos con Jack Fielding a lo largo de los años y qué ocurrió durante los episodios de libertad cuando ella estaba fuera? Una relación sexual continuada entre una delincuente y su víctima, un chico joven, es algo que sin duda ha ocurrido en otros casos que he investigado, y Kathleen estuvo dentro y fuera de la cárcel durante todo el tiempo que conocí a Jack. Si continuaron los interludios románticos con esta mujer que abusó sexualmente de él cuando era niño, me pregunto si el momento en que ocurrieron podría estar relacionado con los períodos en que se volvió loco y desapareció, y provocó que yo saliese a buscarle y, finalmente, a contratarle de nuevo.

Quiero saber cuándo descubrió que Dawn Kincaid era su hija y por qué después se relacionó con ella en Massachusetts, le permitió vivir en su casa en Salem y por cuánto tiempo, y si esto tiene relación con que abandonara a su esposa y a su familia.

¿Jack sabía que estaba siendo trastornado por las drogas peligrosas, o fue parte del sabotaje de Dawn, y él era consciente de que su comportamiento era cada vez más errático? Y ¿de quién fue la idea de que él participase en actividades ilegales en el Centro Forense de Cambridge, el CFC, mientras yo estaba fuera de la ciudad?

No puedo predecir lo que Kathleen puede saber o contar, pero llevaré la conversación de la manera que he planeado y ensayado con mi abogado, Leonard Brazzo, y no le daré nada a cambio. No se la puede obligar a que declare contra su propia hija y no sería admisible en el juicio, pero no voy a revelar un solo hecho que podría llegar hasta Dawn Kincaid y ser utilizado para ayudar en su defensa.

—De acuerdo. Supongo que no trae nada relacionado con aquellos casos —dice Tara Grimm y tengo la sensación de que se siente decepcionada—. Confieso que tengo un montón de preguntas sobre lo que pasó allá arriba, en Massachusetts. Admito que siento curiosidad.

La mayoría de las personas, la tiene. Los crímenes de Mensa, como la prensa ha bautizado a los homicidios y otros actos sanguinarios cometidos por personas con cocientes de inteligencia de genios o casi genios, son casi tan grotescos que cuestan horrores de imaginar. Después de más de veinte años de trabajar con muertes violentas, todavía no lo he visto todo.

—No voy a discutir con ella ningún detalle de la investigación—le digo a la alcaide.

—Estoy segura de que Kathleen le preguntará, ya que es de su hija, después de todo, de quien estamos hablando. ¿Dawn Kincaid supuestamente mató a esas personas y luego trató de asesinarla a usted también? —Sus ojos están fijos en los míos.

—No voy a discutir con Kathleen los detalles de esos casos o de ningún otro caso. —No le doy nada a la alcaide—. No estoy aquí por eso —reitero con firmeza—. Pero sí que le traigo una fotografía que me gustaría que tuviese.

—Si me permite verla.

Tiende la mano de huesos finos, las uñas impecables, pintadas de color rosa fuerte, como si acabasen de salir de la manicura, y lleva varios anillos y un reloj de oro con el bisel de cristal.

BOOK: Niebla roja
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