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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (33 page)

BOOK: Niebla roja
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kay scarpetta, md, jd

col usaf

jefa médica forense y directora

centro forense de cambridge

La solapa autoadhesiva está abierta con un cortapapeles, probablemente por el personal penitenciario que controla todo el correo entrante, y en el interior hay una hoja doblada con el membrete de mi oficina. La nota está escrita a máquina y firmada en tinta negra por quien se supone que soy yo:

26 de junio

Estimada Kathleen

Le agradezco mucho sus emails donde habla de Jack y solo puedo imaginar su dolor y el impacto por lo que debe ser un confinamiento opresivo desde que la han puesto en custodia preventiva.

Espero con ansia hablar con usted el 30 de junio y compartir confidencias del hombre tan especial que teníamos en común. Sin duda fue una gran influencia en nuestras vidas y es importante para mí que crea que solo quería lo mejor para él y que nunca le herí con intención.

Espero con interés poder conocernos después de todos estos años y seguir manteniendo el contacto. Como siempre, hágame saber si hay algo que necesita.

Saludos,

Kay

22

Intuyo la presencia de Marino y luego veo que está a mi lado mirando la carta que tengo en las manos cubiertas con los guantes de nitrilo violado, y leyendo lo que dice. Le miró a los ojos y apenas sacudo la cabeza.

—¿Qué demonios? —pregunta en voz baja.

Le respondo señalando las palabras escritas «el impacto». El uso es inadecuado. Debería ser posesivo, debería ser su y no el. Sin embargo, Marino no lo entiende, y ahora mismo no voy a explicarle las inconsistencias o que el texto no parece que lo haya escrito yo y que no firmaría una carta con «Saludos, Kay», como si Kathleen Lawler y yo fuésemos realmente amigas.

Es imposible imaginar que le escribiese o dijese de Jack Fielding que «nunca le herí con intención», como dando a entender que pude haberle herido sin querer, y pienso en lo que Jaime dijo ayer por la noche. Dawn Kincaid, la hija de Kathleen, se ha inventado un caso donde me presenta como una persona inestable y violenta. Pero es imposible que Dawn Kincaid escribiese esta carta falsificada. No es posible que pudiese hacerlo en el Butler State Hospital, donde estaba confinada.

Sostengo la hoja de papel al trasluz, y dirijo la atención de Marino a la ausencia de la marca de agua del CFC, para asegurarme de que entiende que el documento es falso. Entonces coloco la hoja de papel sobre la mesa y comienzo a hacer algo que no es probable que él vea muy a menudo. Me quito los guantes y los guardo en un bolsillo de mi mono blanco. Comienzo a tomar fotografías con el móvil.

—¿Quieres la Nikon? —pregunta, desconcertado—. ¿Una regla...?

—No —le interrumpo.

No quiero la cámara de treinta y cinco milímetros, un granangular, un trípode ni focos. No quiero una regla de quince centímetros para una escala. Tengo un motivo distinto para tomar estas fotos. No le digo nada, pero me siento obligada a decirle algo a Chang, que está mirando todo esto con atención desde su puesto en la puerta abierta.

—Supongo que tienen un laboratorio de documentos falsificados, ¿verdad?

Me acerco a él.

—Así es.

Mira como escribo un mensaje de texto para Bryce, mi jefe de personal.

—Esta noche recibirán en su laboratorio por mensajería urgente de FedEx muestras de nuestra papelería de oficina. ¿Quién firmará la recepción?

—Supongo que yo mismo.

—Vale. Sammy Chang, División de Investigación del GBI.

—Escribo mientras hablo—. Estoy dispuesta a apostar que un examen mostrará diferencias significativas entre el papel auténtico del CFC y este. —Señalo lo que está en el escritorio—. La falta de una marca de agua, por ejemplo. Me estoy asegurando de que mi jefe de personal envíe el papel con el mismo membrete, el mismo sobre, de inmediato, para que las comparare usted mismo y disponga de una prueba irrefutable de lo que estoy diciendo.

—¿Una marca de agua?

—No la tiene. Con toda probabilidad es un papel distinto, que se puede determinar con la ampliación o mediante el análisis de los aditivos químicos. Quizá de una procedencia un tanto diferente.

No sé. Vaya sorpresa. No hay cobertura. Lo reenviaré más tarde.

El mensaje y las fotografías adjuntas para Bryce se guardan como borrador. Miro más allá de Chang y observo que no hay nadie en la ventana de cristal de la celda, al otro lado. Ellenora ya no nos mira. Guarda silencio.

—Es obvio que la prisión comprueba la correspondencia cuando se recibe —le digo a Chang—. En otras palabras, alguien verificó el contenido de este sobre cuando se recibió. Lo escanearon, o lo abrieron delante de Kathleen, sea cual sea el protocolo habitual. ¿Es posible que usted pueda averiguar qué más podría haber en el sobre? El franqueo costó un dólar y setenta y seis centavos y es más de lo necesario para una sola hoja de papel y un sobre Tyvek grande, a menos que contuviese algo más. Por supuesto es posible que el remitente lo franquease de más.

—Así que usted no... —empieza a decir y mira detrás de él.

—Por supuesto que no. —Sacudo la cabeza, no. Yo no escribí esta carta. No la eché al correo, ni tampoco cualquier otra cosa que pudiese contener el sobre—. ¿Dónde están todos?

—La llevaron a un lugar tranquilo donde el doctor Dengate pueda interrogarla sobre lo que observó. Por supuesto, su historia se vuelve más compleja cada vez. —Se refiere a Ellenora—. Pero el guardia Macon está aquí —dice lo bastante fuerte para que Macon le oiga bien.

—Quizá pueda preguntarle sobre la correspondencia que Kathleen Lawler recibió en los últimos días.

Me abstengo de decirle a Chang que no espere oír la verdad sobre una carta o cualquier otra cosa que pase en este lugar.

Me pongo guantes nuevos y recojo la carta escrita en lo que se parece a mi papelería de oficina, la sostengo otra vez a contraluz, más tranquila al ver que no hay una marca de agua, y al mismo tiempo sospecho que quien falsificó la carta no parece saber que el CFC utiliza papel reciclado de bajo coste con un veinticinco por ciento de fibra de algodón y una marca de agua personalizada para proteger nuestra correspondencia y los documentos de esta amenaza. Si bien sería posible crear un facsímil bastante bueno de mi papel con membrete, o cualquier otro documento que pueda generar, es imposible falsificar la marca de agua y salirse con la suya, a menos que uno tenga acceso al papel del CFC auténtico.

Se me ocurre que a quien envió esta carta no le importe si la policía, los científicos o incluso yo nos llevamos a engaño. Con toda probabilidad, el único propósito de esta carta falsificada era engañar a Kathleen Lawler y hacerle creer que yo se la había enviado.

Doblo la carta de la manera que la encontré, y la devuelvo al sobre grande, intrigada, de nuevo, por el tamaño, y me pregunto si contenía algo más. Si es así, ¿qué otra cosa pudieron enviarle a Kathleen Lawler? ¿Qué más recibió creyendo que era yo quien se lo enviaba? ¿Quién me está suplantando y cuál es el objetivo final?

Recuerdo las referencias oblicuas de Tara Grimm sobre mi disponibilidad, y que luego Kathleen mencionó mi generosidad. Sus comentarios me dejaron perpleja y trato de recordar con exactitud lo que dijo Kathleen. Algo sobre las personas como yo, que no olvidan a las personas como ella, sobre la atención que al parecer le dedicaba, y en aquel momento creí que se refería a mi visita.

Pero lo que realmente estaba diciendo era que agradecía mi carta y el envío de algo. Recibió la carta falsificada antes de mi visita de ayer. Está matasellada en Savannah el 26 de junio a las cuatro menos cuarto de la tarde, y echada al correo en una estafeta, con el código postal 31401. Hace cinco días, un domingo, yo estaba en casa, y Lucy me llevó con Benton a un bar de tequila que se ha convertido en su lugar favorito, Lolita Cucina. El personal, sin duda, podría dar testimonio de que yo estaba allí esa noche.

No podía estar mil kilómetros al sur en Savannah a las quince cuarenta y cinco y en Back Bay, Boston, a las siete para la cena.

—Voy a recoger un par de cosas y a buscar el cuarto de los chicos.

Marino se encoge para pasar a mi lado.

—Tendré que acompañarle —oigo que dice Macon, y se me ocurre que alguien podría afirmar que Marino envió la carta por mí. Él estaba aquí el 26 de junio, o al menos cerca, en Carolina del Sur.

Mi atención se vuelve hacia Chang. Está de pie ante la puerta abierta, y sus ojos oscuros me vigilan.

—Si está de acuerdo con que revise unas cuantas cosas más, habré acabado y le mostraré lo que me gustaría llevarme.

Consulta su reloj. Mira detrás mientras Macon escolta a Marino al lavabo de hombres.

—¿Ha llegado la furgoneta? —pregunto.

—Preparada para cuando usted diga.

—¿Qué pasa con Colin?

—Creo que espera a que usted termine. No hay nada más que él pueda hacer hasta que nos la llevemos.

—Está bien. Le pondré las bolsas en las manos y la fotografiaré, si le parece bien.

—Tengo un montón de fotos.

—No lo dudo. Pero, como puede ver, me gusta exagerar las cosas —le digo.

—¿Qué tal una cámara de verdad? Y ya que estamos exagerando las cosas, hay también un cofre.

—¿Un cofre?

Echo una mirada a la celda para ver de qué habla.

—Sujeto a la pata de la cama. —Señala—. Oculto por las mantas.

—Me gustaría echar un vistazo.

—Usted misma.

—Iré deprisa para que pueda entrar y recoger las pocas cosas que deben ir a los laboratorios. Estoy segura de que tiene ganas de salir de aquí.

—Yo no. Me encantan las cárceles. Me recuerdan mi primer matrimonio.

Reanudo el examen de lo que hay en la mesa de Kathleen, una pila de papel blanco barato y sobres comunes, un bolígrafo Bic transparente, un libro de sellos de correos y una libreta pequeña con la tapa levantada que parece ser una libreta de direcciones. No reconozco ningún nombre, pero busco entre las páginas para ver si aparecen Dawn Kincaid y Jack Fielding. No los encuentro. De hecho, la mayoría de los nombres tienen direcciones de Georgia y cuando me encuentro con una del Triple R Ranch en las afueras de Atlanta, me doy cuenta de lo vieja que es la libreta de direcciones.

El Triple R es donde Kathleen trabajaba de terapeuta cuando se involucró con Jack a mediados de la década de 1970. Por lo menos, es de hace treinta años, pienso, y sigo pasando las páginas. Decido que las direcciones de las personas con las que se ha escrito recientemente lo más probable es que no estén aquí. Si ella tenía una libreta de direcciones actualizada, al parecer, ha desaparecido.

—Esto debería ir también —le digo al investigador Chang.

—Sí, me fijé en ella.

—Vieja.

—Así es. —Sabe lo que estoy dando a entender—. Por supuesto, quizá ya no tenía amigos, a nadie a quién escribir o llamar.

—Se me dijo que le gustaba escribir cartas. —Abro el libro de sellos de correos y veo que faltan seis de los veinte originales—. Trabajó en la biblioteca para pagar la cuenta del economato. Quizá, de vez en cuando, recibía algunas contribuciones de la familia.

Me refiero a Dawn Kincaid.

—No de la familia en los últimos cinco meses y tampoco desde que la trasladaron aquí, no en la máxima seguridad.

—No. —Estoy de acuerdo en que Kathleen no estaba en condiciones de financiar su cuenta desde que la trasladaron al Pabellón Bravo y, por supuesto, Dawn no podía hacerlo desde Butler, y, antes, desde la cárcel de Cambridge—. Podría ser interesante ver cuánto dinero queda en esa cuenta y lo que pudo haber comprado en los últimos tiempos —sugiero.

—Buena idea.

Hay un diccionario de bolsillo y otro de sinónimos, y dos libros de poesía de la biblioteca, Wordsworth y Keats, y luego me acerco a la cama. Me agacho a los pies, aparto la manta y la sábana, y soy consciente de las piernas de Kathleen Lawler que cuelgan a un lado. Mi hombro izquierdo roza su cadera y la noto caliente, pero no caliente como en vida. Se sigue enfriando minuto a minuto.

Abro el cofre, un cajón de metal lleno con un batiburrillo de efectos personales. Dibujos y poesía, fotografías de la familia incluidas varias de una niña rubia preciosa, que se hace más hermosa a medida que crece, y de repente es una tentación, demasiado maquillada, con un cuerpo voluptuoso y los ojos muertos. Encuentro la fotografía de Jack Fielding que le di a Kathleen ayer, junto con las demás, como si fuera su familia. Hay unas cuantas de él cuando era joven, quizá las que él envió en los primeros años, y las fotografías están ajadas y rotas en los bordes como si se hubieran manoseado con frecuencia.

No encuentro ningún otro diario, pero hay un librillo de sellos de correos de quince centavos y papelería con un borde festivo de sombreros de cotillón y globos, que parece una extraña elección para una reclusa, quizás el sobrante de alguien que lo utilizó para las invitaciones a una fiesta de cumpleaños o algún evento divertido. La papelería no es algo que se venda en el economato de una cárcel y supongo que también es posible que Kathleen la tenga desde un tiempo que precede a la condena por homicidio involuntario. Puede que sea esa la explicación de los sellos de quince centavos que muestran una playa de arena blanca con una sombrilla a rayas rojas y amarillas brillantes y debajo de un cielo azul intenso, y una gaviota que vuela muy alto.

La última vez que pagué quince centavos por un sello de correos fue por lo menos hace veinte años, así que los estaba guardando por una razón especial o alguien se los mandó, y recuerdo que Kathleen mencionó la dificultad de pagar el franqueo.

El librillo original contenía veinte sellos y falta la primera hilera de diez. Recojo la primera hoja de la delgada pila de papel blanco que hay en la mesa y la sostengo a contraluz, pero no encuentro las marcas hechas por la escritura en una hoja que estaba encima.

Pruebo con la primera hoja de la papelería adornada y la muevo en diferentes direcciones, y distingo unas marcas profundas y visibles: la fecha del 27 de junio y el saludo «Querida hija».

—... Sí, porque me gustaría saber exactamente lo que hizo.

—Oigo que Colin le dice a Tara Grimm más allá de la puerta abierta de la celda—. Le dijeron que ella caminó en la jaula durante toda la hora. Muy bien. Me doy cuenta, pero, como le he dicho, necesito oírlo del guardia que estaba presente. ¿Bebió agua?

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