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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (3 page)

BOOK: Niebla roja
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Le entrego el sobre blanco que llevo en el bolsillo de atrás y ella saca una fotografía de Jack Fielding, lavando su adorado Mustang del 67 de color rojo cereza, sin camisa y en pantalón corto, sonriente y guapísimo cuando le hicieron la foto hará unos cinco años, en el período entre sus matrimonios y el posterior deterioro. A pesar de que no hice la autopsia, he diseccionado su existencia durante los cinco meses transcurridos desde su muerte, en parte tratando de averiguar qué podría haber hecho para prevenirla. No creo que hubiese podido hacer nada. Nunca fue capaz de detener ninguno de sus actos autodestructivos y, al mirar la imagen desde donde estoy sentada, rebrotan la rabia y la culpa, y entonces me siento triste.

—Supongo que es atractivo —dice la alcaide—. Admito que es un placer para los ojos. Señor, uno de esos obsesos por el culto al cuerpo. ¿Cuántas horas al día le llevaría?

Miro los certificados y las menciones de honor enmarcados en las paredes, porque no quiero mirarla mientras escudriña la foto, sin saber por qué me molesta tanto. Quizás es más difícil ver a Jack a través de los ojos de un extraño. Alcaide del año. Mérito sobresaliente. Premio por servicios distinguidos. Premio al servicio meritorio, excelencia continua. Supervisora del mes. Algunos de ellos los ha ganado más de una vez, y se licenció con matrícula de honor en la Universidad de Spaulding, en Kentucky, pero no suena como nativa; su acento parece más de Luisiana, y le pregunto de dónde es.

—Soy de Misisipi —responde—. Mi padre era el alcaide de la penitenciaría del estado, y pasé mis primeros años en quinientas hectáreas de tierra en el delta tan plano como una tortilla, sembradas con soja y algodón que cultivaban los reclusos. Luego le contrató la Penitenciaría del Estado de Luisiana en Angola, más tierras de cultivo lejos de la civilización, y yo vivía ahí mismo, lo que podría parecer extraño. Pero no me importó vivir a la sombra del trabajo de mi padre. Es sorprendente a lo que te acostumbras como si fuera la mar de normal. La GPFW se construyó aquí por recomendación suya, en medio de matorrales y pantanos, para que las mujeres trabajasen para mantenerla y el coste para los contribuyentes fuese el mínimo posible. Se podría decir que llevo las cárceles en la sangre.

—¿Su padre trabajó aquí en algún momento?

—No, nunca. —Sonríe con ironía—. No me puedo imaginar a mi padre supervisando a dos mil mujeres. Habría sido un tanto aburrido, si bien algunas de ellas son mucho peores que los hombres. Era algo así como Arnold Palmer dando consejos sobre el diseño de campos de golf, nadie mejor, de acuerdo con el punto de vista de cada uno, y era un progresista. Muchas instituciones correccionales le llamaban para pedirle consejo. Angola, por ejemplo, tiene un corral de rodeos, un periódico y una emisora de radio. Algunos de los reclusos son jinetes de rodeo muy conocidos y los hay expertos en diseños de cuero, metal y madera que se les permite vender en su propio beneficio. —No dice todo esto como si creyese que es necesariamente algo bueno—. Mi preocupación por estos casos del norte es si se han detenido todos los involucrados.

—Esperemos que sí.

—Por lo menos sabemos de Dawn Kincaid está encerrada y espero que siga estándolo durante mucho tiempo. Matar a personas inocentes sin ninguna razón —dice la alcaide—. He oído que tiene problemas mentales debido al estrés. Imagínese. ¿Qué pasa con el estrés que ha causado?

Hace unos meses, Dawn Kincaid fue trasladada al hospital estatal Butler, donde los médicos deben determinar si es apta para ser juzgada. Estratagemas. Fingimientos. Que comience el juego.

O como mi investigador jefe, Pete Marino, dice, la pillaron y ahora hace como si se le hubiese ido la olla.

—Es difícil de imaginar que todo lo hizo por su propia cuenta cuando pensaba las maneras de sabotear y destruir vidas inocentes, pero lo peor es aquel pobre niño. —Tara habla de lo que no es de su incumbencia y no tengo más remedio que dejarla—. ¿Matar a un niño indefenso que estaba jugando en el patio trasero de su casa, mientras los padres se encontraban allí mismo, dentro de la vivienda? No hay perdón para quien le hace daño a un niño o a un animal —añade, como si lastimar a un adulto pudiera ser aceptable.

—Me preguntaba si estará bien que Kathleen se quede con la fotografía. —No verificar o refutar su información—. Pensé que tal vez le gustaría tenerla.

—Supongo que no hay ningún mal en ello.

Pero ella no parece segura, y cuando tiende la mano por encima de la mesa para devolvérmela, veo lo que hay en sus ojos.

Está pensando: «¿Por qué quiere darle una foto de él?». Indirectamente, Kathleen Lawler es la razón por la que Jack Fielding está muerto. No, no de manera indirecta, me digo mientras hierve la ira en mi interior. Ella tuvo relaciones sexuales con un niño menor de edad y el bebé que engendraron creció hasta convertirse en Dawn Kincaid, su asesina. No se puede conseguir nada más directo.

—No sé lo que Kathleen ha visto recientemente —le explico, y guardo la fotografía en el sobre—. Es una imagen que elegí para recordarle cómo era en tiempos mejores.

No me puedo imaginar a Kathleen mirando esta fotografía sin inmutarse. Veremos quién manipula a quién.

—No sé lo que le han contado de por qué la he puesto en custodia para su propia protección —dice Tara.

—Solo sé que la han trasladado.

Mi respuesta es intencionadamente vaga.

—¿El señor Brazzo no se lo explicó?

Parece dudar mientras junta las manos sobre su pulcro escritorio cuadrado de roble.

Leonard Brazzo es un abogado criminalista y la razón por la que necesito uno es para cuando se celebre el juicio contra Dawn Kincaid por intentar matarme. No tengo la intención de confiar mi bienestar a ningún asistente del fiscal sobrecargado de trabajo ni a ningún novato. No tengo la menor duda de que el equipo de abogados que llevan su caso probarán que ser atacada dentro de mi propio garaje es de algún modo excusable. Afirmarán que fue culpa mía que ella me atacase por la espalda en la oscuridad.

Sigo viva por puro milagro, y mientras estoy sentada en el despacho de Tara Grimm, invadido de hiedras, me molesta más de lo que estoy dispuesta a admitir que en realidad no soy responsable de salvarme a mí misma.

—Tengo entendido que la han trasladado por su propia seguridad —le contesto y me imagino el chaleco de camuflaje de nivel 4A con las placas de Kevlar en el forro.

Recuerdo la recia textura del nailon de la armadura, el olor a nuevo y su peso cuando aquella noche me la eché al hombro dentro de mi garaje frío y oscuro, después de recogerla del asiento trasero del todoterreno.

—Parece como si haberla trasladado al Pabellón Bravo le haya hecho dudar sobre lo que podrá encontrarse aquí abajo, en Savannah —comenta Tara—. Puede que no se sienta inclinada a encontrarse con algo poco seguro después de lo que ha pasado.

Recuerdo el aluvión de intensas manchas blancas, tan pequeñas como el polen, en la resonancia magnética de la primera víctima que Dawn Kincaid apuñaló con un cuchillo de inyección.

Brillantes partículas blancas muy concentradas alrededor del orificio de la herida de entrada, que se abrieron paso en el interior de los órganos y las estructuras de los tejidos blandos del tórax.

Como una bomba que estalla internamente. Si hubiera terminado lo que había comenzado cuando ella vino a por mí con la misma arma, hubiese muerto antes de tocar al suelo.

—No es que entienda por qué llevaba un chaleco blindado en su propia casa. —La alcaide sondea porque puede.

Me callo que parte de mi trabajo en el Departamento de Defensa es la inteligencia médica, y que el general Briggs quería saber mi opinión sobre la eficacia de los chalecos desarrollados recientemente para proteger a las tropas femeninas. Resulta que sé a ciencia cierta que el chaleco puede detener una hoja de acero.

Suerte, pura suerte, y recuerdo que me impresionó lo que vi en el espejo cuando todo había terminado. Mi rostro teñido de rojo. Mi cabello teñido de rojo. Por un instante huelo el olor a hierro y oigo el siseo de la niebla roja mientras me empapaba cálida y húmeda en el interior de mi garaje oscuro y frío.

—Creo que el perro estaba con usted en el garaje cuando sucedió, si es verdad lo que dijeron en las noticias. ¿Cómo está Sock?

Oigo lo que dice la alcaide mientras me miro las manos. Mis manos limpias con sus funcionales uñas cortas cuadradas sin pintar. Respiro hondo y me concentro en los olores de la habitación.

No hay el olor a hierro de la sangre, solo el rastro del perfume de Tara Grimm. Youth Dew de Estée Lauder.

—Está muy bien.

Me concentro en ella de nuevo y me pregunto si me he perdido algo. ¿Cómo hemos llegado al tema del galgo rescatado?

—¿Así que todavía lo tiene?

Me mira con firmeza.

—Sí.

—Me alegra saberlo. Es un perro muy bueno. Pero todos lo son. Todo lo cariñosos que pueden ser. Sé que Kathleen no quiso entregarlo a cualquiera y tiene la esperanza de recuperarlo cuando salga.

—¿Cuando salga? —pregunto.

—Dawn adoptó a Sock porque Kathleen no quería que nadie más lo tuviese, quería mucho a ese perro —dice Tara—. Es buena con los animales. Por lo menos le reconozco ese mérito. Espero que saber todo esto la haya alertado a usted de que ambas, Kathleen y Dawn, tienen una relación, una alianza, a pesar de lo que le diga ahora Kathleen para hacerle pensar de otra manera, como está a punto de descubrir. Desde que soy la alcaide de esta prisión, Dawn ha sido una visitante casi asidua, venía a ver a su madre tres o cuatro veces al año, hacía ingresos en su cuenta de la penitenciaría. Por supuesto, se ha suspendido. Las dos se escribían, pero la policía se llevó las cartas, aunque no impide que las dos se comuniquen, una reclusa que le escribe a otra. Es probable que usted ya lo sepa.

—No tengo por qué saberlo.

—Kathleen miente ahora que Dawn tiene problemas. No admite ninguna culpabilidad por asociación, cuando se trata de alguien que podría estar en condiciones de ayudarla. Usted, por ejemplo. O un abogado prominente. Kathleen dirá lo que cree que debe decir en su propio beneficio.

—¿Qué quiere decir «cuando salga»? —repito.

—Ya sabe, en los tiempos que corren, todo el mundo ha sido condenado injustamente.

—No tenía conocimiento de ninguna sugerencia por el estilo respecto a Kathleen Lawler.

—No recuperará a Sock, a menos que llegue a ser un perro muy longevo —opina Tara Grimm, como si ella estuviera dispuesta a asegurarse de que así sea—. Me alegra que usted lo cuide. Lamentaría mucho que uno de los perros rescatados que entrenamos aquí volviera a encontrarse desamparado o terminara en manos equivocadas.

—Le garantizo que Sock nunca se encontrará sin hogar ni en las manos equivocadas. Nunca he tenido una mascota tan unida a mí, me sigue a todas partes como una sombra.

—La mayoría de nuestros galgos provienen de una pista de carreras en Birmingham, como el mismo Sock —dice—. Los retiran de la competición y nos los llevamos para que no sean sacrificados. Es bueno para las reclusas que se les recuerde que la vida es un regalo de Dios, no un derecho dado por Dios. No se puede dar ni quitar. Supongo que cuando usted recogió a Sock, no sabía que pertenecía a Dawn Kincaid.

—Estaba encerrado en un cuarto trasero de una casa en Salem, sin calefacción en pleno invierno y sin comida. —Puede preguntar todo lo que quiera. No voy decirle gran cosa—. Me lo llevé a mi casa hasta decidir qué hacer con él.

—Y entonces Dawn se presentó a buscarlo —dice la alcaide—. Fue a su casa esa misma noche para recuperar a su perro.

—Es interesante, si esa es la historia que ha oído —le contesto, y me pregunto de dónde habrá sacado una idea tan absurda.

—Su interés por Kathleen es un misterio para mí —añade—. No creo que sea el proceder sensato de alguien en su posición. Se lo dije al señor Brazz, pero por supuesto no iba a explicarme sus motivos reales para acceder a reunirse con Kathleen. O por qué ha sido tan amable con ella.

No tengo idea de lo que significan sus palabras.

—Seré un poco más clara —continúa la alcaide—. Hay unas horas durante el día en que las reclusas con permiso para utilizar el correo electrónico tienen acceso a la sala de ordenadores. Todo lo que envían a sus contactos o reciben de ellos tiene que pasar por el sistema de correo electrónico de la prisión, que se controla y tiene filtros. Sé lo que le ha enviado por correo electrónico en los últimos meses.

—Entonces también es consciente de que nunca le respondí.

—Estoy al tanto de todas las comunicaciones de las reclusas hacia y desde el mundo exterior, ya sean correos electrónicos o cartas escritas en papel y enviadas por correo. —Hace una pausa como si pensara que lo que acaba de decir significa algo para mí—. Tengo una idea de lo que está buscando y por qué está siendo amable y accesible con Kathleen. Desea obtener información. Lo que debe preocuparle es quién está realmente detrás de la invitación de Kathleen. Lo que esa persona podría desear. Estoy segura de que el señor Brazzo le habló de los problemas que ha tenido.

—Prefiero que usted me los diga.

—Los abusadores de niños nunca han sido muy populares en las cárceles —dice lenta, pensativamente, con su acento recortado—. Kathleen cumplió su sentencia por ese delito mucho antes de que yo viniese aquí, y después de salir la primera vez, se metió en un lío tras otro. Cumplió seis condenas diferentes desde la primera, todas ellas aquí mismo, en la GPFW, porque nunca se aleja más allá de Atlanta cuando sale. Delitos relacionados con drogas, hasta esta condena más reciente por matar a un adolescente que tuvo la desgracia de pasar por un cruce montado en su motocicleta en el mismo momento que Kathleen se saltaba un stop. Se trata de una condena de veinte años y es necesario cumplir el ochenta y cinco por ciento antes de que pueda solicitar la libertad condicional. A menos que haya una intervención, lo más probable es que pase aquí el resto de su vida.

—¿Quién puede intervenir?

—¿Conoce personalmente a Carter Roberts? ¿El abogado de Atlanta que llamó al suyo para invitarla a venir aquí?

—No.

—No creo que las otras reclusas supiesen nada de la primera condena de Kathleen por abuso de menores hasta que sus casos en Massachusetts comenzaron a aparecer en las noticias.

No recuerdo ninguna mención de Kathleen Lawler en las noticias, y la explicación que me dieron de por qué había sido trasladada al Pabellón Bravo es que se había peleado con otras reclusas.

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