Authors: Patricia Cornwell
—Estoy segura de que recuerdas Il Pasticcio a unas pocas calles de aquí. —Jaime saca las bandejas de aluminio cubiertas con tapas de plástico y recipientes de plástico llenos con lo que podría ser caldo, y el ático se llena con el aroma de hierbas, cebolla y tocino—. Ahora es Broughton & Bull. —Abre un cajón y saca los cubiertos y las servilletas de papel—. Preparan un pastel de cebolla estupendo. Conejo a la brasa. Sopa de gambas con aceite de tomate verde. Vieiras con jalapeños envueltos en tocino. —Abre un recipiente después de otro—. Pensé que podríais serviros vosotros mismos. Pero quizá sea más fácil si sirvo yo —reconsidera, y mira a su alrededor como si esperase que una mesa de comedor apareciera como por arte de magia, como si no conociese el espacio alquilado en que está.
—Espero que me hayas traído las gambas a la plancha —dice Marino desde el sillón.
—Y las patatas fritas —dice Berger, como si ella y Marino fueran compañeros de toda la vida, que se llevaran la mar de bien—. También los macarrones con queso y aceite de trufa.
—Paso —dice, y hace una mueca.
—Es bueno probar cosas nuevas.
—Olvídate de las trufas, el aceite de trufa o lo que sea. Yo no necesito probar cualquier cosa que huele como el culo.
Marino coge un archivador de acordeón marrón de la pila del suelo junto al escritorio, un archivador marcado con una etiqueta que pone B. L. R. escrito con rotulador negro.
—¿Quieres que te ayude? —le pregunto a Jaime, pero no me levanto.
Tengo la sensación de que no me quiere en su espacio, o quizá soy yo la que se siente intocable y distante.
—Por favor, no te muevas. Puedo abrir las bolsas y servir la comida en los platos. No estoy a tu altura como cocinera, pero por lo menos puedo hacer esto.
—El sushi está en el refrigerador —le avisa Marino.
—¿Mi sushi? Vale, ¿por qué no? —Abre la puerta de la nevera y saca los recipientes que guardó Marino—. Tienen mi tarjeta de crédito en el ordenador, porque confieso que soy adicta. Por lo menos tres noches a la semana. Supongo que debería preocuparme por el mercurio. ¿Todavía no comes sushi, Kay?
—Todavía no. No, gracias.
—Creo que serviré la sopa en tazas, si a nadie le importa.
¿Hasta dónde has llegado? —Mira a Marino—. Dime hasta dónde has llegado.
—Lo bastante lejos para saber la cantidad de molestias que os habéis tomado para hacer posible esta noche —respondo por él.
—De verdad que me disculpo —repite Jaime, pero no suena como si lo lamentase.
Suena muy segura de su derecho a hacer lo que ha hecho.
—Con toda sinceridad, era mi prerrogativa asegurarme de que entendías lo que estaba ocurriendo. Solo que debía ser precavida al máximo en cómo lo hacía. —Me mira mientras se mueve en la cocina—. Creo que es mi responsabilidad moral cubrirte las espaldas. Es obvio que siempre tiendo a la discreción y consideré poco prudente llamarte, enviarte un email o ponerme en contacto contigo directamente. Si me lo preguntan puedo responder con sinceridad que no. Me llamaste tú. ¿Pero quién va a saberlo a menos que tú decidas compartirlo?
—Si me decido a compartir, ¿qué? ¿Que una reclusa me entregó una nota y fui a buscar el teléfono público más cercano, como si estuviera en un campamento de verano jugando a la búsqueda del tesoro? —contesto.
—Entrevisté a Kathleen ayer y me recordó que estaba deseando verte hoy.
—¿Te recordó? —digo y miro a Marino—. Estoy segura de que de todos modos ya lo sabías. Es probable que Carter Roberts sea uno de tus asociados. Ya sabes, el abogado del proyecto Inocencia de Georgia, que llamó a Leonard Brazzo.
—Puedo decir con sinceridad que tú me llamaste cuando estabas aquí por asuntos personales —repite Jaime.
—Unos asuntos que tú montaste para hacer que viniese aquí —afirmo—. No hay nada de verdad en todo esto.
—Marino no te informó o divulgó nada que no debiera —continúa en defensa de lo que ha hecho—. No te transmitió ninguna invitación que ahora mismo pudiese ser poco prudente, dadas las circunstancias. Nadie transmitió nada que pudiese tener consecuencias negativas.
—Alguien lo hizo, desde luego. Por eso estoy sentada aquí —le respondo.
—En una conversación privilegiada con un testigo en un caso en el que estoy trabajando, insinué que me alegraría mucho que te pusieses en contacto conmigo —dice, como si todo estuviese bien justificado, al menos en su mente.
—Tengo serias dudas en lo que se refiere a que en la GPFW no estén filmadas o grabadas —señalo.
—Escribí una nota en mi bloc de notas en la que pedía a Kathleen que te diese mi número de móvil con la instrucción de que me llamases desde un teléfono público —dice Jaime—. Ella leyó la nota mientras estábamos sentadas a la mesa, de frente. No dijimos nada en voz alta. Nadie vio nada y el bloc de notas se largó conmigo. Kathleen estuvo muy dispuesta a hacer todo lo posible por ayudarme.
—Porque está convencida de que va a obtener una reducción de condena, según dijo la alcaide —comento.
—Sería una buena idea que te desprendieses de cualquier nota que alguien pueda haberte dado.
—De esto deduzco que te dijeron que no hablases conmigo y te preocupaba la seguridad de mis comunicaciones. —Llego al párrafo final—. Los teléfonos de casa y del despacho, el móvil, mi correo electrónico...
—No dijeron con claridad que no hablara con nadie —precisa Jaime—. Los agentes federales siempre alientan a los testigos y a otras partes interesadas a que no se comuniquen con el sujeto de una investigación. Pero no se me ordenó que no hablase contigo. Y siempre y cuando no se enteren, no lo hice, y prefiero que no, por si hay alguna repercusión. Creo que lo hemos logrado y que hemos superado este obstáculo. Mañana será un día diferente y una historia diferente, una misión del todo diferente. Si en la oficina de Colin Dengate se enteran en algún momento que estuvimos juntas, no tendrá ninguna consecuencia.
No pueden impedirnos trabajar juntas en un caso si resulta que andas por aquí.
—Trabajar en un caso —repito.
—Gilipollas —dice Marino que por lo visto desprecia al FBI mucho más desde que dejó la policía y ya no tiene el poder de arrestar a nadie. Su hostilidad también tiene que ver con Benton.
—Si se puede evitar, siempre es mejor no enfadar al FBI —añade Berger mientras saca los platos y las tazas de un armario—. Cabrearlos, me ayuda. Y parte de esto tiene que ver con Farbman, sobre los problemas que ha causado y los que es capaz de causar.
Dan Farbman es el comisionado adjunto de información pública del Departamento de Policía de Nueva York, y soy consciente de que él y Jaime han cruzado espadas en el pasado. Cuando trabajaba para la oficina de Nueva York del jefe médico forense, hace unos años, tampoco me llevaba bien con él. Pero no hay nada reciente, o lo que el comisionado adjunto Farbman podría tener que ver con cualquier supuesto problema que pueda tener conmigo el Departamento de Justicia. Se lo digo a Jaime. Le digo que no veo qué puede querer de mí Farbman.
—Lo ocurrido en Massachusetts, la posterior detención de Dawn Kincaid y las acusaciones no tienen nada que ver con el Departamento de Policía de Nueva York o Farbman —agrego mientras veo a Marino sacar documentos del archivador, buscar entre ellos y encontrar lo que parece ser algún tipo de documento oficial con párrafos resaltados con rotulador naranja.
—El tuyo es un caso federal —me explica Jaime—. Un ataque a un médico forense afiliado al Departamento de Defensa, y se acepta que este ataque fue dirigido contra un funcionario federal y, por lo tanto, es competencia federal y será juzgado en una corte federal. Que es algo bueno. Pero también hace que tú y el caso seáis de interés para el FBI.
—Lo sé muy bien.
—Se dice que el comisionado puede ser el próximo director del FBI, y Farbman cree que él le acompañará y será el responsable de las relaciones con los medios de comunicación. ¿Lo sabías?
—Tal vez oí algunos rumores.
—A menos que yo pueda impedir el nombramiento de Farbman, algo que tengo la intención de hacer. No necesitamos que manipulen nuestras estadísticas nacionales sobre la delincuencia y las alertas terroristas. No es uno de mis admiradores.
—Nunca lo fue.
—Ahora es peor. Yo diría que nuestra relación está en estado crítico, tengo la intención de ser yo quien sobreviva. No me perdona haberlo acusado de mentir sobre las estadísticas criminales del Departamento de Policía de Nueva York, de decir que había falseado las cifras. Y como recordarás, tú también tuviste tus diferencias con él por la misma razón.
Acomoda los platos en la encimera de mármol.
—Nunca nadie le acusó de trampear con los datos, ni a él ni a nadie del Departamento de Policía de Nueva York.
—Pues yo sí y me resulta difícil imaginar que te sorprendas de que lo haya estado haciendo.
Encuentra cucharas de servir en un cajón.
—Siempre ha tenido la costumbre de presentar las estadísticas y sesgar las historias de forma que resulten políticamente favorables. Pero yo no había oído que hubiera sido acusado de falsear los datos —contesto.
—En realidad no eras consciente.
—No lo era —repito, y tengo la sensación de que ella se pregunta si Lucy podría haber dicho algo acerca de esto.
Cuando Jaime al parecer se enfrentó con Farbman, ella y Lucy todavía estaban juntas.
Marino deja unos documentos a mi alcance en la mesa de centro y cojo la fotocopia de un documento con el sello de confidencial de la Prisión para Mujeres de Georgia.
Procedimientos recomendados para la ejecución por inyección letal de drogas
Materiales
Tiopental sódico kit 5 g/2%. Jeringa estéril de 50 cc Inyección de cloruro de potasio, USP (40 mEq). Jeringa estéril de 20 cc
Bromuro de pancuronio inyección (20 mg). Tubo intravenoso simple
A esto le siguen las instrucciones para la preparación de los medicamentos incluidos en el kit, las instrucciones para mezclar la solución y cómo colocar un tubo intravenoso con una aguja de calibre 18 y una bolsa de solución salina para mantener el tubo abierto. Estoy sorprendida por el tono informal, casi despreocupado, de un documento que es una guía paso a paso sobre cómo matar a alguien.
Asegúrese de expulsar el aire del tubo que quedará listo para la inyección.
—Hice lo correcto y me quejé directamente al comisionado en vez de ir a los medios de comunicación.
Jaime continúa describiendo su conflicto con Dan Farbman y el Departamento de Policía de Nueva York.
Recuerde observar con detenimiento al prisionero inmediatamente antes de la administración de cualquier medicamento, para asegurarse de que el catéter está puesto de forma correcta y no hay infiltración de la solución intravenosa...
—Por desgracia, el comisionado es amigo del alcalde. Las cosas se pusieron feas —explica Jaime—. Se unieron en mi contra.
—¿Así que el FBI decidió entrar en mi correo electrónico y pinchar mis teléfonos debido a tu batalla con Farbman? ¿Porque le acusaste de hacer trampas con los datos? ¿Y también porque hace unos años tuve unos cuantos encontronazos con él? —No me lo creo.
Marino deja otra página, y en cuanto acabo de leer la que tengo, la recojo y leo el párrafo resaltado:
Después de la inyección de tiopental sódico en el sistema, se «lava» el catéter con la solución salina normal. este paso es sumamente importante. Si el tiopental sódico permanece dentro del catéter y se inyecta el bromuro de pancuronio, se formará un precipitado que puede obturar el catéter.
—Es complicado cuando te haces enemigos. —Jaime no responde a mi pregunta, mientras saca los palillos de su envoltura de papel—. Ya ha sido bastante complicado dejar la oficina del fiscal en Nueva York. Mi apartamento está a la venta. Estoy pensando en otros lugares donde vivir.
—¿Dejaste tu vida en Nueva York debido a una situación enconada con Farbman? Me cuesta mucho de imaginar —señalo, con la mirada puesta en otros documentos relacionados con la envenenadora más infame de Georgia, The Deli Devil.
Entre 1989 y 1996, Barrie Lou Rivers envenenó a diecisiete personas, de las cuales fallecieron nueve, con el arsénico que consiguió en una empresa de pesticidas. Todas sus víctimas eran clientes habituales del restaurante que regentaba en un rascacielos de Atlanta, ocupado por varias empresas y firmas. Día tras día, los inocentes desprevenidos hacían cola en el atrio delante de su mostrador, la tienda de comida, para comprar el especial de atún que era la mejor oferta: bocadillo, patatas fritas, encurtidos y un refresco por 2,99 dólares. Cuando por fin descubrieron sus sádicos crímenes, dijo a la policía que estaba cansada de la gente, quejándose de la comida y decidió «darles algo de qué quejarse de verdad». Estaba harta y cansada de «imbéciles que me mandan como si yo fuera tía Jemima».
—Hay otros matices —añade Jaime Berger, y yo sigo leyendo—. Por desgracia, de carácter personal. Algunas de las cosas que me preguntaron los agentes del FBI que se presentaron en mi casa eran del todo inapropiadas. Era evidente que habían hablado primero con Farbman, y como te puedes imaginar su tema favorito era yo. Que tú y yo éramos casi parientes.
Echo un vistazo a la cadena de custodia que acompañó a las drogas para la ejecución prevista de Barrie Lou Rivers, DOC # 121195. La receta se elaboró a las 15:30 horas, el día 1 de marzo de 2009. Kathleen Lawler me dijo que Barrie Lou Rivers se asfixió con un bocadillo de atún en su celda. Si es cierto, tuvo que ahogarse hasta morir en algún momento después de las tres y media del día de su ejecución. La receta para el que sería su cóctel letal se había preparado, pero nunca la administraron porque murió antes de que los guardias de la prisión la ataran a la camilla. Se me ocurre que su última comida pudo haber sido la misma que sirvió a sus víctimas.
—Tú has estado yendo y viniendo de la GPFW para entrevistarte con Lola Daggette, una reclusa cuyos recursos se han agotado —le digo a Jaime—. Supongo que te ha estado hablando de algo importante o, si no, no te hubieses establecido en Savannah.
No imagino que tus problemas en Nueva York sean la razón por la que estás aquí.
—No se ha mostrado muy dispuesta a ayudar —comenta Jaime—. Cualquiera pensaría que en su situación miraría de colaborar un poco, pero la asusta menos la aguja que Payback, la persona que afirma que mató a la familia Jordan.