Authors: Patricia Cornwell
Jaime se quita los mocasines de cuero azul, se levanta del sofá, y sus pies enfundados en las medias pisan en silencio el antiguo suelo de pino viejo cuando va a la cocina para buscar la botella de vino. Me hace saber que tiene un whisky muy bueno si prefiero algo más fuerte.
—Para mí no —contesto, al pensar en lo que traerá mañana.
—Creo que algo más fuerte vendría muy bien.
—No, gracias. Pero tú bebe lo que quieras.
La veo abrir un armario donde está la botella de Johnny Walker Blue.
—¿Qué puede tener contra mí el FBI o cualquier otro? —pregunto.
—Yo creo en el tratamiento proactivo —responde, como si le hubiese hecho una pregunta diferente—. No dar nunca nada por sentado.
Desenrosca la tapa de metal de un whisky de tanta calidad que me cuesta imaginar que lo comprara para beberlo a solas. Es probable que pensase que pasaría la mitad de la noche conmigo para conseguir que bajase las defensas y asintiese a lo que sea que quiere.
—La percepción puede ser un arma letal —añade—. ¿Cuál puede ser su objetivo?
—¿El objetivo de quién? —pregunto, porque no estoy segura de que la persona en cuestión no sea Jaime.
Se sirve con generosidad, puro, sin hielo, y vuelve de la cocina con la botella de vino en una mano y el vaso de whisky en la otra.
—El objetivo de Dawn Kincaid. El objetivo de sus abogados —continúa Jaime—. Según ellos, lo que sucedió con Dawn fue en defensa propia. Pero no tu defensa propia. La suya.
—No es difícil predecir lo que alegarán —respondo—. Que fue Jack quien apuñaló hasta matar a Wally Jamison el pasado Halloween y luego clavó los clavos en la cabeza de Mark Bishop, que tenía seis años, antes de ir a matar a Eli Saltz, un estudiante de posgrado del MIT, y por último se suicidó con su propia arma.
Mi desquiciado director delegado que ya no está por aquí para defenderse lo hizo todo.
—Y después, tú, su jefa desquiciada, atacó a Dawn Kincaid.
Jaime se sienta otra vez y huelo el olor de la turba y la fruta quemada cuando deja su copa en la mesa.
—No me sorprende que pueda inventarse una historia como esa. Me gustaría escuchar la parte de su presencia en mi propiedad y la emboscada en el interior de mi garaje durante la noche después de desactivar el sensor de movimiento en el camino de entrada.
—Ella se presentó en tu casa de Cambridge para recoger a su perro —responde Jaime—. Tú tenías a Sock, su galgo rescatado, y lo quería recuperar.
—Por favor.
Siento una oleada de irritación.
—Tú te habías llevado el cuchillo de inyección de la bodega de Jack aquel mismo día mientras trabajabas en la escena del crimen.
—El cuchillo había desaparecido antes de que yo llegase allí —le interrumpo con creciente impaciencia—. La policía te dirá que encontró la funda rígida vacía y los cartuchos de C02 y eso fue todo.
—La policía quiere que la juzguen con éxito, ¿no? —Llena mi copa de vino—. Tienen prejuicios contra Dawn Kincaid, ¿no? Y el caso en su contra se complica porque tu marido, que es del FBI, está involucrado. No es lo que se dice imparcial y objetivo, ¿verdad?
—¿Estás insinuando que Benton puede haber retirado el cuchillo de inyección de la escena o que sabía que yo lo había hecho y mentiría sobre algo así? ¿Que cualquiera de nosotros manipularía las pruebas u obstruiríamos a la justicia de alguna manera?
Me enfrento a ella, y es difícil saber de qué lado está, pero no parece que sea el mío.
—No estamos hablando de mí o de lo que yo podría insinuar —dice Jaime—. Estamos hablando de lo que Dawn dirá.
—No estoy segura de entender cómo es posible que tú sepas lo que va a decir.
—Dirá que aquella noche, mientras tú esperabas su llegada a tu propiedad, te aseguraste de llevar puesto el chaleco antibalas —contesta Jaime—. Te aseguraste de que la linterna que llevabas no funcionaba y aflojaste la bombilla del sensor de movimiento junto al garaje, para después poder afirmar que no pudiste ver lo que pasó. Afirmaste que descargaste a ciegas los golpes con la pesada linterna de metal en la oscuridad, un reflejo instintivo cuando supuestamente fuiste atacada, cuando en realidad fuiste tú quien emboscó a Dawn.
—Era una linterna vieja y no comprobé si funcionaba antes de salir de casa. Debería haberlo hecho. Y desde luego no fui yo la que aflojó la bombilla del sensor de movimiento.
Cada vez me cuesta más disimular mi enfado.
—Estabas preparada y a la espera cuando ella se presentó para recoger a Sock.
Jaime se pone más cómoda en el sofá, coloca un cojín en su regazo y descansa los brazos encima.
—¿Tiene sentido que se pusiera en contacto conmigo para preguntar si podía venir a recoger a su perro cuando la policía, los federales, todo el mundo la estaba buscando? —comento—. ¿Quién va a creer algo tan ilógico?
—Dirá que no era consciente de que la policía la estuviese buscando. Dirá que nunca imaginó que nadie la estuviese buscando dado que no había hecho nada malo.
Jaime coge su bebida. El whisky caro es como oro pulido en la copa barata, y ella comienza a sonar un tanto borracha.
—Ella dirá que su querido galgo rescatado, entrenado por su madre y confiado a su cuidado, estaba en la casa de su padre en Salem —continúa Jaime—. Dawn dirá que te llevaste el perro a tu casa, que se lo robaste, y que ella lo quería recuperar. Dirá que la atacaste y se las arregló para arrebatarte el cuchillo, pero en el proceso se hizo un corte grave en la mano, que significó la pérdida de parte de un dedo y lesiones en los nervios y los tendones, y luego la golpeaste en la cabeza con la pesada linterna de metal.
Dirá que si Benton no hubiese aparecido en el garaje cuando lo hizo, tú hubieses terminado la faena. Ella estaría muerta.
—¿Ella dirá, o lo ha dicho?
Dejo mi plato y la miro, y mi apetito se ha ocultado en un lugar difícil, fuera de mi alcance, y acabado por esa noche. No podría tragar un bocado más aunque lo intentara.
Si no lo tuviese claro, pensaría que Jaime Berger es la abogada de Dawn Kincaid y me ha atraído a Savannah para decírmelo.
Pero sé que no es verdad.
—Lo dirá y lo ha dicho —responde Jaime, y coge ensalada de algas con la punta de los palillos—. Lo dijo a sus abogados y se lo dijo en las cartas a Kathleen Lawler. Los reclusos pueden escribir a otros internos cuando son familia. Dawn es lo bastante lista para haber comenzado a tratar a Kathleen de mamá. «Querida mamá», escribe, y firma: «Tu hija que te quiere» —dice Jaime como si hubiese visto estas cartas, y tal vez las ha visto.
—¿Kathleen también le escribió? —pregunto.
—Ella dice que no tiene cartas de Kathleen, pero no dice la verdad. Estoy segura de que no quieres oírlo, Kay, pero Dawn Kincaid está interpretando el personaje a la perfección. Una científica brillante que ha perdido el uso de una mano y sufre problemas mentales y emocionales debido a un trauma y una conmoción cerebral, que está siendo descrita como un traumatismo encefálico grave con efectos secundarios duraderos.
—Se hace la enferma.
—Guapa, encantadora, y que ahora sufre estados disociativos.
Delirios y trastornos cognitivos, por lo que fue trasladada a Butler.
—Fingimiento deliberado.
—Sus abogados te atribuyen todo esto y puedes esperar después una demanda civil —dice Jaime—. Tu contacto de hoy con su madre y las comunicaciones del pasado, en mi opinión, han sido poco prudentes. Solo sirven para hacer tu comportamiento más cuestionable.
—Contacto que tú has orquestado. —Le recuerdo que no soy tonta—. Estoy aquí por ti.
Me quería en una posición debilitada.
—Nadie te retorció el brazo para que vinieses aquí.
—Nadie necesitaba hacerlo —respondo—. Sabías que lo haría y me tendiste una trampa.
—Desde luego pensé que podrías venir y te recomiendo que no tengas más contactos con Kathleen. De ningún tipo. —Jaime me instruye como si ahora fuese mi abogado—. Si bien creo que una causa penal en tu contra es ir demasiado lejos, me preocupa el litigio.
Continúa pintando escenarios catastróficos.
—Si un ladrón se lesiona mientras saquea tu casa, te demanda —contesto—. Todo el mundo demanda. El litigio es la nueva industria nacional y se ha convertido en la secuela inevitable de prácticamente cualquier acto criminal. Primero alguien intenta robarte, violarte o matarte. O quizá tienen éxito. Entonces te demandan a ti o a tus herederos por si acaso.
—No estoy tratando de agraviarte, asustarte o de ponerte en una situación comprometida.
Deja los palillos y la servilleta en su plato vacío.
—Por supuesto que sí.
—¿Crees que estoy mintiendo?
—Yo no he dicho eso.
—Cuando el FBI vino a mi apartamento, Kay, querían saber si alguna vez había observado en ti inestabilidad, violencia o cualquier otro rasgo que me hubiese preocupado. ¿Eres sincera? ¿Abusas del alcohol o las drogas? ¿No es verdad que alardeaste de que podrías salirte con la tuya con el crimen perfecto?
—Por supuesto que nunca me he jactado de tal cosa. Y lo que pasó en mi garaje distó mucho de ser perfecto.
—Entonces estás admitiendo que tenías la intención de asesinar a Dawn Kincaid.
—Estoy admitiendo que si yo creía que iba a ser atacada, me habría armado con algo más que una linterna que encontré en un cajón de la cocina. Estoy admitiendo que todo el episodio no habría ocurrido si hubiera estado prestando atención, si no hubiera estado tan distraída y muerta de sueño.
—El FBI quería averiguar qué sabía yo de tu relación con Jack Fielding —prosigue Jaime—. ¿Si alguna vez habíais sido amantes y si podrías haber sido posesiva, estar unida a él de una manera antinatural, o sentirte rechazada por él y tenido ataques de celos?
Bebe otro sorbo de whisky y me siento tentada de levantarme y servirme yo misma. Pero no sería inteligente. No puedo permitirme el lujo de hacerme todavía más vulnerable ante ella ni de tener resaca mañana.
—¿Sacaron a relucir esta historia fantástica de la defensa propia? —pregunto.
—No. Nunca harían nada tan generoso. El FBI es muy hábil cuando se trata de obtener información y nada dispuesto a devolver el favor. Se negaron a decirme por qué preguntaban por ti.
—Esto no es quid pro quo —repito.
—Yo diría que te gustaría ayudar a alguien que está a punto de ser ejecutado por un crimen que no cometió —manifiesta Jaime—. Quizás a la luz de la situación en la que te encuentras te resulte más fácil comprender lo que es ser acusado falsamente de matar a alguien o intentarlo —agrega con énfasis.
—No necesito ser acusada falsamente de un delito para tener el sentido del bien y del mal —respondo.
—Lola morirá de una manera horrible. Ellos no harán que sea una muerte indolora o piadosa. El doctor Clarence Jordan pertenecía a la vieja aristocracia de Savannah, un buen cristiano, un hombre moral y generoso en extremo. Conocido por dar atención médica gratuita a las personas necesitadas o como voluntario en la sala de emergencias, los comedores, el banco de alimentos el Día de Acción de Gracias, la Nochebuena. Un santo según algunos.
Supongo que es posible que un hombre de una gran fe, un santo, no se molestaría en conectar la alarma antirrobo. Me pregunto si él mismo instaló el sistema de alarma o si lo hizo el dueño anterior de su casa histórica.
—¿Conoces los detalles del sistema de alarma en la casa de Jordan? —pregunto.
—Al parecer no estaba conectada la madrugada de los asesinatos.
—¿Eso te extraña?
—La pregunta me sigue interesando. ¿Por qué no estaba conectada?
—¿Lola no dio ninguna explicación?
—Ella no fue la que entró —me recuerda Jaime—. No tengo ninguna explicación creíble.
—¿Alguien ha tratado de averiguar si era costumbre de los Jordan no conectar la alarma?
—No hay nadie vivo para declarar con veracidad cuáles podían ser sus hábitos. Pero hice que Marino lo averiguase, entre otras cosas.
—Si la alarma estaba activada y conectada a una empresa de seguridad a través del teléfono, deberían de haber registros de si la conectaban y desconectaban de manera rutinaria —señalo—. Debería de haber un registro de las falsas alarmas, problemas en la línea, cualquier cosa que pueda indicar que la familia Jordan la usaba y pagaba una factura mensual.
—Un punto muy bueno y que no está tratado satisfactoriamente en los registros que he revisado —responde Jaime—. Ni tampoco en las entrevistas.
—¿Has hablado con el investigador?
—El agente especial del FBI, Billy Long, se retiró hace cinco años y dice que sus informes y los registros hablan por sí mismos.
—¿Has hablado con él en persona?
—Marino lo hizo. Según el investigador Long la alarma no estaba conectada aquella noche y la suposición era que los Jordan eran confiados y no tenían una preocupación particular por la seguridad —contesta Jaime—. Y que estaban cansados de las falsas alarmas.
—¿Por lo tanto, dejaron de conectarla del todo, incluso por la noche? Me parece un poco extremo.
—Imprudente, pero quizá comprensible. Dos hijos de cinco años de edad y te puedes imaginar lo que sucede. Abren las puertas y se activa la alarma. Después de que la policía aparece unas cuantas veces, te hartas de la alarma y te despreocupas de conectarla. Tienes un cerrojo de seguridad que requiere una clave y te preocupa más que los niños pequeños se queden encerrados si hay un incendio. Así que cedes a la mala costumbre de dejar la llave en la cerradura de seguridad, y haces que sea posible que un intruso rompa el cristal, meta la mano y abra la puerta desde el interior.
—Todas estas explicaciones para la aparente despreocupación de los Jordan, ¿en qué se basan? —pregunto.
—Se basan en las suposiciones que el agente especial Long hizo en su momento —responde Jaime, y yo continúo profundizando en un caso en el que no quiero tener ninguna participación.
Porque he sido engañada.
Jaime Berger apeló a una serie de jugarretas para asegurarse de que estuviera sentada en esta sala de estar manteniendo esta conversación.
—Por desgracia, las suposiciones son fáciles de hacer cuando crees que un caso ya está resuelto —afirmo.
—Así es. Tenían el ADN de los Jordan encontrado en las prendas llenas de sangre que Lola Daggette estaba lavando en el baño de su casa de acogida —asiente Jaime.