Read Niebla roja Online

Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (47 page)

BOOK: Niebla roja
9.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No mencionó sentirse mal o rara. No me dijo nada.

Lucy sacude la cabeza.

—Puedo reproducirlos todos si quieres, pero no dice nada de eso.

Me imagino a Jaime con su albornoz marrón caminando de habitación en habitación en su apartamento, con una copa de whisky caro, y mirando a través de la ventana cómo se aleja la camioneta de Marino. No sé la hora exacta, pero no pudieron ser más de treinta minutos después de que llamó a Lucy a su antiguo número de teléfono y dejó el mensaje. Está claro que sus síntomas no se agravaron hasta más tarde, y me imagino la mesita de noche con la bebida derramada y la base del teléfono vacía, y el aparato debajo de la cama y lo que vi en el baño principal, los medicamentos y los artículos de tocador desparramados por todas partes. Sospecho que Jaime se quedó dormida y, quizás, en torno a las dos o las tres de la madrugada, se despertó casi sin aliento y apenas capaz de tragar o hablar. Es probable que en este momento comenzase la búsqueda frenética de algo para tomar que pudiese aliviar sus terribles síntomas.

Unos síntomas que se me ocurre que son de una similitud siniestra con aquellos que Jaime describió cuando hablábamos de Barrie Lou Rivers y lo que podían tener reservado para Lola Daggette si la ejecutaban el día de Halloween. Cruel e inusual, una manera horrible de morir, y de acuerdo con Jaime, cruel con toda intención. Creí que estaba inventando una historia melodramática para forjar su caso, pero quizá no. Quizás haya más verdad en lo que alegaba que en lo que sabía. No estaba muerta de miedo pero sí asustada.

—Tienes la mente despierta, pero no puedes hablar. No puedes moverte o hacer el más mínimo gesto y tienes los ojos cerrados. Te ves inconsciente. Pero los músculos de tu diafragma están paralizados y eres consciente mientras sufres el dolor y el pánico de la asfixia. Te sientes morir y tu sistema funciona a tope. El dolor y el pánico. No solo de la muerte, sino por el castigo sádico.

Le describo lo que Jaime dijo sobre la muerte por inyección letal y qué pasa si el efecto de la anestesia desaparece.

Pienso en cómo un asesino puede exponer a alguien a un veneno que detiene la respiración y hace que la persona no pueda hablar o pedir ayuda. Sobre todo si la víctima está encarcelada.

—¿Por qué alguien enviaría a una reclusa sellos de correo de hace veintitantos años? —Me levanto de la silla—. ¿Por qué no venderlos? —pregunto—. ¿No valdrían algo para un coleccionista? Quizá los compraron hace poco a un coleccionista o a una casa de filatelia. Limpios de pelusas, polvo, suciedad, nada pegado al dorso, sin arrugas o manoseados, como podría ser si hubieran estado guardados en un cajón durante décadas. ¿Al parecer enviados por mí en un sobre del CFC falsificado que incluye una carta falsificada en mi papel con membrete falso? ¿Posible, quizás? Ella parecía creer que yo había sido generosa con ella cuando no era así. Un sobre grande que suponía que le había enviado yo y con un franqueo excesivo. Había algo más en el interior. Quizá los sellos.

Lucy por fin me mira a los ojos y veo lo que hay en ellos. Un verde profundo, y están inmensamente tristes y brillantes de furia.

—Lo siento —digo, porque es terrible imaginar que la muerte de Jaime ocurrió de la manera que acabo de describir.

—¿Qué clase de sellos? —pregunta—. Descríbemelos con la mayor exactitud que puedas.

Le digo lo que encontré en la celda de Kathleen Lawler, guardado en un cofre en la base de su cama de acero, una única tira de diez sellos de correos de quince centavos emitidos hace mucho tiempo, cuando había que lamer o mojar con una esponja el pegamento en el dorso de los sellos, en las etiquetas y las solapas de los sobres. Describo la carta a Kathleen que yo no escribí y la curiosa papelería de fiesta que no podría haber comprado en el economato. Alguien le envió sellos y la papelería, y muy bien pude haber sido yo, o mejor dicho, alguien que me suplantaba.

Entonces el sello aparece en la pantalla del ordenador. Una amplia playa blanca con tallos de hierbas y una sombrilla roja y amarilla apoyada en una duna, debajo de una gaviota que vuela por el cielo sin nubes sobre el agua azul brillante.

31

Es medianoche y picoteamos una cena ajada y recocida por Benton, pero nadie protesta ni se preocupa por la comida, al menos no en el buen sentido. Ahora mismo no me cuesta imaginar que no quiero comer nunca más porque todo lo que veo se convierte en una fuente potencial de enfermedades y muerte.

La salsa boloñesa, la lechuga, el aderezo de ensaladas, incluso el vino, me recuerdan que la convivencia pacífica y sana en este planeta es sorprendentemente frágil. Se necesita tan poco para provocar un desastre. El movimiento de las placas tectónicas en la tierra que crean un tsunami, el choque de las temperaturas y la humedad que desata huracanes y tornados, y lo peor de todo son las catástrofes que los humanos pueden causar.

Colin Dengate me envió un email hace casi una hora con una información que, con toda probabilidad, no debería pasarme, pero él es así, un paleto, como se describe a sí mismo. Armado y peligroso, le gusta decir, y circulando a toda pastilla en aquel viejo Land Rover suyo bajo un calor sofocante y sin miedo a nada, ni siquiera a los burócratas o los «burosaurios», como llama a las personas que dejan que las políticas, los políticos y las fobias se interpongan en el camino de hacer lo que es correcto. Él no me va a excluir de ninguna investigación, menos todavía cuando los esfuerzos para tenderme una trampa son tan flagrantes, que bastan para borrar cualquier duda razonable de que soy quien corre por ahí envenenando a la gente.

Colin me hace saber que Jaime murió en buen estado de salud, como también lo hizo Kathleen Lawler. No había nada en el examen macroscópico que mostrase qué causó la muerte de Jaime, pero su contenido gástrico estaba sin digerir, incluidas unas tabletas o pastillas de colores rosa, rojo y blanco, que él y yo sospechamos que son Ranidine, Zantac, Sudafed y Benadryl. Añade que Sammy Chang le pasó los resultados de laboratorio que probablemente no significan nada, a menos que fuera posible que Kathleen muriese por intoxicación de metales pesados, y Colin por supuesto no lo cree, y tiene razón, no lo hizo. Él quiere saber si los rastros de magnesio, hierro y sodio podrían tener un significado especial para mí.

—Lo comprendo. —Benton va y viene por delante de las ventanas con vistas al río Savannah, las luces dispersas a lo largo de la orilla opuesta donde las grúas de los astilleros contrastan débilmente en el cielo oscuro—. Pero lo que debes entender es lo siguiente. Podría ser un veneno mortal —le dice al agente especial Douglas Burke de la oficina del FBI en Boston.

Me doy cuenta, por lo que oigo, de que Douglas Burke, miembro del grupo que ha estado trabajando con los homicidios de Mensa, se resiste a responder a las preguntas de Benton, más allá de confirmar el comunicado de prensa del Hospital General de Massachusetts. Dawn Kincaid tiene botulismo. Permanece en cuidados intensivos y su cerebro no funciona. Benton ha preguntado a quemarropa si han aparecido en su celda de Butler unos sellos de correos de quince centavos que muestran una sombrilla de playa.

—Ella ingirió la toxina de alguna manera —insiste—. En otras palabras, la envenenaron, a menos que lo ingiriese con la comida de Butler, lo que dudo mucho. ¿Alguien más en Butler tiene botulismo? Exacto. El pegamento de los sellos podría ser la fuente de la exposición.

—Estaba muy bueno, pero, sin ofender a Benton, debería permanecer fuera de la cocina. —Marino hace a un lado su plato de salsa boloñesa, que no se acaba, y su pasta, que está pasada—. La dieta Botox. Solo tienes que pensar en el botulismo. Te hará perder peso. Doris preparaba sus propias conservas —añade; habla de su exesposa—. Ahora me asusta solo de pensarlo. Puedes pillarlo de la miel, ya sabes.

—Sobre todo es un riesgo para los bebés —contesto, distraída, atenta a la conversación de Benton—. Ellos no tienen un sistema inmunológico bien desarrollado como tenemos los adultos.

Creo que es bueno que comas miel.

—Ni hablar. Me mantengo alejado del azúcar, los edulcorantes, y te aseguro que no quiero la miel, las conservas caseras y quizá tampoco las ensaladas de los bares.

—Puedes comprarlo por poco más de veinte dólares el frasco en China. —Lucy tiene su MacBook en la mesa del comedor. Escribe con una mano mientras mordisquea un trozo de pan que tiene en la otra—. Un nombre falso, una cuenta de correo electrónico falsa, y no tienes que ser médico o trabajar en un laboratorio.

Pides lo que quieres desde la privacidad de tu propia casa. Podría hacerlo desde aquí mismo. Me sorprende que algo así no haya sucedido hasta ahora.

—Gracias a Dios que no lo ha hecho.

Comienzo a recoger los platos, mientras continúo debatiendo conmigo misma si debería llamar al general Briggs.

—El veneno más potente del planeta no debería de ser tan fácil de conseguir —opina Lucy.

—No lo era —señalo—. Sin embargo, la toxina botulínica tipo A se ha convertido en omnipresente desde su introducción en el tratamiento de numerosas enfermedades. No solo en los tratamientos estéticos, sino también para las migrañas, tics faciales y otros tipos de espasmos, salivación excesiva, babeo, en otras palabras, estrabismo, contracciones musculares involuntarias, palmas sudorosas.

—¿Cuánto tendrías que utilizar, suponiendo que pudieras comprar los frascos por internet?

Se oye el chocar del vidrio cuando Marino deja caer las botellas vacías en la bolsa de reciclaje que está en la cocina, adonde me ha seguido.

—Se suministra cristalizado, un polvo blanco, Clostridium botulinum tipo A secado al vacío, que reconstituyes.

Abro el grifo del agua en el fregadero y espero a que salga caliente.

—Después, por ejemplo, solo tienes que inyectarlo en un paquete de comida —dice Marino— o en una bandeja para llevar.

—Muy simple. Tan sencillo que asusta.

—Así que si puedes hacerte con la cantidad suficiente podrías acabar con miles de personas.

Marino encuentra un paño de cocina y comienza a secar mientras friego.

—Podrías, si manipulas algún producto como la comida precocinada, o bebidas que no se calientan lo suficiente para destruir la toxina —explico, y es lo que me asusta.

—Entonces creo que debes llamar a Briggs.

Me coge un plato de las manos.

—Es lo que tú harías —señalo—. Pero no es así de simple.

—Claro que lo es. Llámale de una puñetera vez y ponle al corriente.

—Pondremos las cosas en marcha antes de tener los resultados de laboratorio.

Le paso una copa de vino para que la seque.

—Dawn Kincaid tiene botulismo. Ya tienes tu resultado de laboratorio. —Abre los armarios y comienza a guardar los platos—. Yo diría que es la única confirmación que necesitas si piensas en todo lo que estamos descubriendo y que hemos empezado a encajar las piezas. Como aquella mierda en el lavabo de Kathleen Lawler que encaja con las quemaduras en su pie.

—Solo conjeturo que podría encajar.

—La persona con la que deberías conjeturar es él.

Se refiere al general Briggs, jefe de los médicos forenses de las Fuerzas Armadas, mi comandante y un viejo amigo de mis primeros días, cuando comenzaba mi carrera en el Walter Reed Army Medical Center. Marino quiere que diga a Briggs que el contenido gástrico de Kathleen Lawler parece ser pollo, pasta y queso no digeridos, que posiblemente fueron envenenados con la toxina botulínica, y que los análisis del residuo con un olor extraño recuperado de su lavabo, realizados con el microscopio electrónico de barrido y los rayos X de energía dispersiva, revelaron la presencia de magnesio, hierro y sodio. La respuesta a la pregunta de Colin Dengate sobre si el hallazgo de estos elementos en el residuo calcáreo significa algo para mí es afirmativa. Por desgracia, lo es.

Cuando se añade agua al hierro utilizado en los alimentos, el magnesio y el sodio o sal, el resultado es una reacción exotérmica que genera calor al instante. La temperatura puede alcanzar hasta los cien grados centígrados y esta tecnología es la base de los calentadores sin llama que se utiliza para cocinar o calentar las raciones de los soldados en campaña. Las raciones ofrecen decenas de menús diferentes, incluido el pollo con pasta, y en muchas de las bolsas de plástico duro de color canela hay una ración adicional como el queso de untar. Todas estas comidas incluyen un calentador sin llama envasado en una bolsa de plástico resistente, un ingenioso dispositivo que solo requiere que el soldado corte la parte superior, añada agua y luego ponga encima la ración a calentar, apoyando ambas en «una roca o algo así», según las instrucciones de uso.

Me doy cuenta de la posibilidad de dar otras explicaciones para que las muestras recogidas en el lavabo de Kathleen contengan rastros de hierro, magnesio y sodio, pero es la combinación de las pruebas la que ofrece una posible respuesta de pesadilla sin explicación. El olor desagradable que me recordó el de un secador fundido o un aislamiento recalentado me parece consistente con una reacción química que genera calor, y Kathleen tenía unas quemaduras en el pie izquierdo, que, según afirmaron los guardias de la prisión, no podía haber hecho durante su encarcelamiento en el Pabellón Bravo. Yo creo que ella vertió por accidente un líquido caliente sobre su piel desnuda y muy bien puede haber sido el agua hirviendo de un calentador sin llama.

Las quemaduras de primer grado eran recientes, y no puedo borrar de mis pensamientos su obsesión por la comida y algunos comentarios que hizo, y me pregunto si en el diario que falta, o más de uno, Kathleen escribió lo que hacía, pensaba y quizá comía desde su traslado al Pabellón Bravo. Tara Grimm cuidaba de ella, era buena con ella, y Kathleen estaba muy feliz de ser toda una cocinera. Tenía bollos dulces y paquetes de fideos en la celda y sabía cómo convertir PopTarts en pastel de fresas, y se veía a sí misma como la «Julia Child de la trena». Quizá Tara Grimm se ocupaba de que Kathleen recibiese de vez en cuando un manjar a cambio de cooperación u otros favores, y esta mañana el manjar consistió en una comida precocinada, inyectada con veneno.

—Además, está la mierda de la cámara. —Marino continúa sermoneándome sobre lo que debo hacer—. Eliminar los infrarrojos con infrarrojos, una tira de LED infrarrojos diminutos en el casco del ciclista, en el supuesto de que Lucy esté en lo cierto.

BOOK: Niebla roja
9.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Her Marine Bodyguard by Heather Long
Mayhem in Bath by Sandra Heath
Hearths of Fire by Kennedy Layne
The Last Patrician by Michael Knox Beran
Out Of Line by Jen McLaughlin
Legacy: The Girl in the Box #8 by Crane, Robert J.
Green Thumb by Ralph McInerny