Authors: Patricia Cornwell
Sea lo que sea que esta persona hizo, la cámara fue inutilizada por algo, y es un hecho, blanqueó del todo la cabeza en el instante en que se acercó lo suficiente para que la cámara pudiera captar su rostro, y Lucy dice que no se puede reparar o restaurar la filmación. Como hacen los malditos chinos que ciegan nuestros satélites espías con rayos láser. Deberías llamarle.
—Haría sonar una alarma que podría acabar en el despacho oval —repito lo de antes—. El general Briggs tendrá que pasar la información por la cadena, directamente al Pentágono, a la Casa Blanca, si hay la más mínima posibilidad de que el objetivo mayor sean nuestras tropas; si esto es la etapa preliminar, o quizá la definitiva, de un complot terrorista —le explico cuando aparece Benton.
—Ella no va a decirlo abiertamente. —Me resume su conversación con la agente especial Douglas Burke, que es una mujer—. Sin embargo, leyendo entre líneas, la respuesta es sí. Encontraron en la celda de Dawn Kincaid unos sellos de correos de quince centavos que coinciden con la descripción que tenemos. Una tira de diez con tres cortados, que se encuentran en el sobre de una carta que no llegó a enviar. Una carta dirigida a uno de sus abogados.
—La pregunta es: ¿dónde pudo haber conseguido los sellos?
—Dawn recibió ayer por la tarde una carta de Kathleen Lawler —responde Benton—. Douglas no pudo confirmar si contenía los sellos, pero el hecho de que me haya contado lo de la carta lo sugiere.
—¿Escrita en papel de fiesta? —pregunto.
—No lo dijo.
—¿Mencionó algo acerca de una persona non grata y un soborno? ¿En otras palabras, comentarios despreciativos, lo más probable sobre mí?
—Douglas no entró en ese nivel de detalle.
—Encontré fragmentos de marcas de escritura que pude leer cuando estaba en la celda de Kathleen. Palabras que me parecieron sarcásticas, y comprensibles si creía que había sido quien le había enviado los sellos de correos y la papelería, restos baratos de algo que no quería —digo, y recuerdo el comentario sarcástico de Kathleen sobre las personas que envían a los presos sus sobrantes, cosas viejas y caducadas que ya no quieren—. Como si hubiese pretendido halagarla o sobornarla con un regalo tan tacaño —continúo—. Solo que yo no lo envié. La carta falsificada que acompañó estos artículos se envió desde Savannah el veintiséis de junio, es decir, con tiempo suficiente para que Kathleen enviase a Dawn una tira de estos mismos sellos.
—Al parecer lo hizo, pero Douglas no quiso entrar en detalles y no se refirió a ti —responde Benton—. Aunque fue muy claro sobre los documentos falsificados y una campaña por parte de un individuo o individuos para presentarte como culpable, y que nada de eso es plausible.
—Un accidente —decido—. La madre encarcelada envía a su hija encarcelada sellos de correo para que puedan ser amigas por correspondencia, sin tener idea de que el pegamento en el dorso ha sido manipulado. Pero Kathleen era demasiado mezquina para enviarle los buenos.
—¿Qué buenos?
Marino frunce el entrecejo.
—Tenía sellos actuales, de cuarenta y cuatro centavos en su celda, pero no los compartió. Solo los que eran, entre comillas, la mierda que las personas no quieren. Aquellos que ella creía que eran de una persona no grata. De mí.
—Eso es lo que consigues con la avaricia. Parió a su hija y veintitrés años más tarde le da el botulismo —comenta Marino mientras Benton vacía la fuente de la pasta que cae a la basura como una masa sólida.
—Lo siento —se disculpa mi marido, que es bastante inútil en la cocina—, y lavar la lechuga en agua caliente tampoco resultó ser la mejor idea.
—Tienes que hervir la lechuga diez minutos largos para destruir la toxina botulínica, que es muy resistente al calor —le informo.
—Así que la estropeaste para nada.
Marino está feliz de hacérselo saber a Benton.
—Si Dawn no era la víctima señalada, eso nos dice algo —opina Benton.
—Los sellos no envenenaron a Kathleen. No parece que hubiese llegado a tocarlos, y eso también nos dice algo —afirma Marino cuando volvemos a la mesa del comedor, donde Lucy trabaja en su ordenador y ha cometido el único acto que considera un delito.
El papel. Se niega a imprimir, pero hay demasiada información para clasificar, mucho que ver y relacionar. Las imágenes, las facturas y los registros de la compañía de seguridad, los árboles de decisiones, los grupos de datos, y su búsqueda continúa.
Por consideración hacia el resto de nosotros, hace todo lo posible para facilitarlo, y envía los archivos a la impresora en la otra habitación.
—Parece como si la causa de su muerte fuera algo que comió, ¿verdad? Quizás el pollo con pasta y el queso de untar, y no los sellos. —Marino acerca una silla y se sienta—. Eso ya es algo.
Quizá tuvo la suerte de no enterarse de que su hija lamió tres de los sellos que puso en la carta a su abogado. ¿Cuánto botulismo puedes poner en tres sellos?
—Unos trescientos cincuenta gramos de toxina botulínica es suficiente para matar a toda la población del planeta —le informó.
—Vaya, qué mierda.
—Por lo tanto no hay que poner mucho en el dorso de los sellos para crear un potente veneno que provocaría la rápida aparición de los síntomas —agrego—. Diría que en cuestión de horas Dawn Kincaid se sintió muy mal. Si Kathleen hubiese utilizado los sellos cuando los recibió, no hubiese podido entrevistarla porque hubiese estado muerta.
—Quizá fuera la intención —apunta Benton.
—No lo sé —admito—. Pero te hace pensar.
—No murió por lamer los sellos y eso es lo raro. —Lucy reparte las pilas de lo que ha impreso hasta el momento—. Alguien le envía sellos espolvoreados con la toxina botulínica, pero no espera a que los use. ¿Por qué? A mí me parece que acabaría por usarlos en algún momento, y cuando lo hiciera, moriría.
—Podría sugerir que quien los envió no trabaja en la cárcel —señala Benton—. Si no tienes acceso a Kathleen, a lo que está en su celda o no eres testigo de que haya enviado una carta, puedes creer que los sellos no son eficaces, sin darte cuenta de que solo se trata de que aún no los ha utilizado. En consecuencia, la persona que realiza la manipulación decide probar otra vez.
—Los sellos seguro que no son eficaces —opina Marino.
—¿Cómo podría el envenenador saber que es efectivo? —señala Benton—. ¿Cómo pruebas tus venenos para asegurarte de que funcionan? Desde luego, no contigo mismo.
Pero podrías probar su veneno con las internas —una posibilidad que he considerando desde hace horas— y que una alcaide podría estar dispuesta a permitir en ciertos casos, si se siente impulsada por la necesidad de controlar y castigar, como podría ser el caso de una persona como Tara Grimm. Recuerdo la dureza en sus ojos, que su encanto sureño no alcanzaba a disimular, cuando estuve ayer en su despacho, y su evidente descontento con la idea de que una mujer condenada injustamente, que iba a ser ejecutada pronto, pudiera salir en libertad o que pudiera estar en marcha un acuerdo que reduciría la condena de Kathleen Lawler. No hay duda de que Tara detestaba a Jaime Berger por su intromisión en la vida de las reclusas y por pasar por encima de los deseos de su muy respetada y distinguida alcaide, la hija de otro destacado alcaide que diseñó la cárcel que ella cree que es suya con todo derecho.
Ya no parece posible que Tara Grimm no se percatara de la cometa que me pasó Kathleen. La alcaide lo sabía todo y no solo no le importó, sino que consideró el encuentro con Jaime un regalo, la oportunidad ideal para que alguien me interceptase con una bolsa de comida, que sospecho que contenía una potente dosis de toxina botulínica serotipo A, inyectada en el sushi o la ensalada de algas. Tara estaba al corriente desde hacía dos semanas de que acabaría visitando su cárcel, y de alguna manera la mujer con la bolsa de comida sabía que vendría al apartamento de Jaime y, quizá como Lucy ha sugerido, esta persona estaba esperándome en la oscuridad, quizás esperó toda la noche y hasta bien entrada la madrugada, vigilando la silueta de su víctima que pasaba por delante de las ventanas, a la espera de que las luces se apagasen y volvieran a encenderse, a la espera de la muerte.
Personas acosadas, seguidas, espiadas y manejadas como títeres por alguien que es astuto y minucioso, un envenenador que es paciente, preciso y frío como el hielo, y no se me ocurre una población más vulnerable, una población cautiva como ratones de laboratorio, sobre todo si cualquier persona que trabaje en la cárcel está en connivencia con quien es la mente que hay detrás de una investigación tan siniestra. Averiguar qué funciona y qué no, mientras preparas un ataque mucho más grande, esperas tu hora, y lo vas afinando durante meses, años.
Barrie Lou Rivers murió de repente mientras esperaba su ejecución. A Rea Abernathy la encontraron muerta en su celda, tumbada sobre el inodoro, y Shania Plames, que parecía ser una asfixia suicida, y se supone que se amarró como un cerdo con los pantalones del uniforme de la cárcel. A continuación, Kathleen Lawler, y Dawn Kincaid, y ahora Jaime Berger, todas las muertes con una similitud inquietante. No se encuentra nada en la autopsia, el diagnóstico por exclusión. No había ninguna razón, al menos no en los casos anteriores, para sospechar de un envenenamiento homicida que eludiría los análisis de toxicología normales.
Son casi las dos de la madrugada y no recuerdo la última vez que llamé al general John Briggs a esta hora. Cada vez que le he molestado como estoy a punto de hacer, he tenido una razón de peso. He tenido la prueba. Lucy añade más páginas al montón y me las llevo conmigo. Voy al dormitorio y cierro la puerta y me imagino a Briggs que levanta el móvil donde quiera que esté durmiendo o trabajando. Podría ser en la base aérea de Dover, Delaware, la sede de la AFME y su puerto mortuorio de cadáveres, donde transportan a nuestras bajas militares y se las recibe con todos los honores, y se las somete a sofisticados exámenes forenses, entre ellos las tomografías computarizadas en tres dimensiones y escaneos de artefactos explosivos. Podría estar en Pakistán, Afganistán o África, puede que no en la estación espacial MIR, pero no lo descartemos, porque cualquiera del AFME puede acabar en cualquier lugar donde las muertes sean de la jurisdicción del gobierno federal. Lo que Briggs no necesita es un caso más que le preocupe sin necesidad. No me necesita ni a mí ni a mi intuición.
—John Briggs —responde su voz profunda en mi auricular inalámbrico.
—Soy Kay —digo, y le explico por qué llamo.
—¿En base a qué? —pregunta lo que yo ya sabía.
—¿Quieres la respuesta corta o una más completa?
Acomodo las almohadas en mi espalda y continúo ojeando la información que Lucy ha impreso.
—Estoy a punto de subir a un avión en Kabul, pero tengo unos minutos. Luego no podrás hablar conmigo durante unas veinticinco horas. Las respuestas cortas son mis favoritas, pero adelante.
Le doy las historias clínicas comenzando por las muertes sospechosas en la GPFW que Colin me ha contado, y de allí paso a lo que ha sucedido en las últimas veinticuatro horas. Señalo la preocupación obvia acerca de que el envenenamiento confirmado con toxina botulínica serotipo A de Dawn Kincaid sugiere un sistema de entrega mejorado, algo que nunca hemos visto antes.
—Si bien es teóricamente posible que la muerte o enfermedad grave debido a la toxina botulínica pueda ocurrir en un plazo de dos a seis horas —explico—, por lo general tarda entre doce y veinticuatro. Incluso puede tardar más de una semana.
—Debido a que los casos que estamos acostumbrados a ver provienen de los alimentos —dice Briggs.
Y yo continúo pasando las hojas y me detengo en una imagen ampliada de la mujer que entregó la bolsa de sushi ayer por la noche. Una sádica, una envenenadora, pienso.
—No vemos los casos de exposición a la toxina pura —añade Briggs—. No recuerdo ni uno.
La cabeza y el cuello de la mujer son una mancha blanca, pero Lucy ha conseguido imágenes muy definidas y ampliadas del resto de ella, incluida la bicicleta plateada que cruzó a través de la calle y apoyó en la farola. Viste pantalones oscuros sin cinturón, zapatillas y calcetines, y una blusa de manga corta de color claro.
La única carne a la vista es la de los antebrazos y las manos, y un primer plano de su dedo anular izquierdo muestra un anillo cuadrado con un diamante, que puede ser oro blanco o amarillo o platino. No puedo saberlo porque todas las imágenes son de infrarrojos y en tonos blancos y grises.
—Los alimentos contaminados por las esporas de Clostridium botulinum que producen la toxina —añade Briggs— tienen que abrirse camino a través del tracto digestivo, y por lo general son absorbidos en el intestino delgado antes de que lleguen al torrente sanguíneo y comiencen a atacar a las proteínas neuromusculares; básicamente atacan al cerebro e impiden la liberación de los neurotransmisores.
La mujer en el vídeo de vigilancia también lleva un reloj, que en las otras imágenes ampliadas a través de otros archivos de imagen no se veía, es un reloj Tonthon de esfera negra y caja de resina de alto impacto, sumergible y a prueba de polvo, hecho por contrato con los gobiernos de Estados Unidos y Canadá para uso del personal militar.
—¿Qué pasa si una toxina pura muy potente fuera expuesta a la membrana mucosa? —pregunto, y me preocupa que la asesina tenga algún tipo de vinculación militar.
Alguien con acceso a personal militar, tal vez su verdadero objetivo.
—Piensa en las personas que utilizan medicamentos en la boca, la vagina, el recto —añado—. La cocaína, por ejemplo. Sabemos lo que sucede. Imagínate un veneno como la toxina botulínica.
—Un problema muy grande —opina Briggs—. No son casos que conozca, no hay precedentes, en otras palabras, nada con que compararlo. Sin embargo, solo puede ser malo.
—La toxina pura en la membrana mucosa de la boca.
—Una absorción mucho más rápida en comparación con la ingestión del microbio real, la bacteria Clostridium botulinum y sus esporas, que contaminan los alimentos —manifiesta Briggs—. Las bacterias tienen que crecer y producir la toxina, y todo lleva horas y quizá días antes de que la parálisis comience en la cara y se extienda hacia abajo.
—Nada se abrió camino a través del tracto digestivo, John. Al parecer, estas personas sufrieron una exposición que en realidad indujo la gastroparesia —contesto y veo lo que Lucy quiere que advierta de la bicicleta.