Niebla roja (22 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Niebla roja
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—Supongo que es más fácil si a Lola Daggette le clavan la aguja y entonces se acaba todo —dice Marino.

—Para algunas personas, sería más fácil y emocionalmente satisfactorio. —Entonces le pregunto—: ¿Quién es Anna Copper?

—Maldita sea, no sé por qué Jaime te lo ha mencionado —protesta Marino en voz alta mientras nos detenemos lenta y ruidosamente delante del hotel.

—Me pregunto quién o qué es Anna Copper o Anna Copper LLC —insisto.

—Una sociedad de responsabilidad limitada que Jaime ha utilizado en los últimos tiempos cuando no ha querido que su nombre apareciese.

—¿Como el apartamento alquilado aquí en Savannah?

—Estoy realmente sorprendido de que te la haya mencionado.

Hubiese dicho que ella consideraría que tú serías la persona a la que menos gracia le haría oír hablar de esa LLC —explica Marino.

Un aparcacoches se acerca con cautela a la ventanilla del conductor, como si no estuviese seguro de qué hacer con la camioneta, que no para de sacudirse y petardear, o de si quiere aparcarla.

—Será mejor que yo mismo aparque esta cosa en el garaje —le dice Marino.

—Lo siento, señor, pero nadie está autorizado a llevar su coche allí. Solo el personal autorizado puede acceder al aparcamiento subterráneo.

—No creo que quiera conducirla. ¿Qué le parece si aparco allí mismo junto a la palmera grande y la saco mañana a primera hora para llevarla a un taller?

—¿Es usted un huésped del hotel?

—Un VIP habitual. Dejé el Bugatti en casa. Demasiado equipaje.

—En realidad, se supone que no...

—Está a punto de morir. No querrá que se muera con usted al volante.

La camioneta resopla y se mueve a trancas y barrancas mientras Marino aparca a un lado del camino de coches de ladrillo.

—Anna Copper es una LLC que Lucy creó hace alrededor de un año —continúa—. Fue idea de ella y no lo hizo por lo que se dice una buena razón. Sucedió después de que ella y Jaime tuvieran un desacuerdo. Para entonces es probable que tuviesen unos cuantos.

—¿Es la LLC de Lucy o de Jaime? —le pregunto cuando él apaga el motor y permanecemos sentados en la oscuridad silenciosa, el aire que sopla a través de las ventanillas bajadas todavía es muy caliente para ser las dos de la madrugada.

—Es de Jaime. Lucy solo creó una cortina de humo para que Jaime se ocultase detrás. Se suponía que iba a ser divertido de una manera un tanto retorcida. Lucy entró en una de las webs legales de internet y, en un abrir y cerrar de ojos, Anna Copper LLC quedó constituida, y cuando llegó la documentación por correo, la metió en una gran caja preciosa con un lazo y se la dio a Jaime.

—¿Esta es la versión de Jaime? ¿O te lo dijo Lucy?

—Lucy. Me lo contó hace tiempo, más o menos cuando se trasladó a Boston. Así que me sorprendí cuando me di cuenta de que Jaime está utilizando la LLC.

—¿Cómo te enteraste?

—Papelería, una dirección de facturación. Cuando la estaba ayudando a montar su sistema de seguridad necesité saber cierta información —añade Marino en el momento de apearnos de la camioneta—. Es el nombre que utiliza en todo lo que hace aquí, y debo admitir que es un poco inusual, al menos creo que lo es. Ella es una maldita abogada. No le llevaría ni cinco minutos crear una nueva LLC. ¿Por qué usa una que tiene ciertos recuerdos asociados? ¿Por qué no olvidar el pasado y seguir adelante?

—Porque ella no puede.

Jaime no puede renunciar a Lucy, o al menos a la idea de Lucy, y me pregunto si Benton está pensando lo mismo. Cuando me envió un mensaje de texto sobre que la reputación de Anna Copper «está empañada», me pregunto si se refería a Jaime. Si es así, tuvo que haber hecho un chequeo en su edificio de apartamentos y se encontró con una residente llamada Anna Copper LLC, y luego al realizar otro descubrió de quién se trataba. Lo más probable es que no acepte como un accidente del destino que Jaime haya reaparecido en nuestras vidas y que podría saber algo sobre el problema en que se metió y la llevó a abandonar su vida en Nueva York.

Cruzamos el vestíbulo iluminado, donde a esta hora solo hay un empleado solitario en recepción, y unas pocas personas en el bar. Cuando llegamos al ascensor de cristal, Marino aprieta el botón varias veces como si así pudiese conseguir que las puertas se abrieran antes.

—¡Mierda! —exclama—. Me dejé las malditas bolsas de la tienda de comestibles en la camioneta.

—¿Lucy te dijo alguna vez qué significa Anna Copper? ¿De dónde sacó el nombre?

—Solo recuerdo que tenía algo que ver con Groucho Marx. ¿Quieres que te lleve una botella de agua a la habitación?

—No, gracias.

Me sumergiré en la bañera. Haré unas cuantas llamadas telefónicas. No quiero que Marino pase a mi habitación.

Entro en el ascensor y le digo que lo veré por la mañana.

15

Todavía hacía calor cuando salió el sol. Son las ocho de la mañana y estoy sudando en la ropa de campo negra y las botas negras mientras estoy sentada en un banco delante del hotel y bebo un café con hielo que compré en un Starbuck’s cercano.

La campana de la torre del Ayuntamiento suena en el primer día de julio, profundos y melodiosos toques que el eco devuelve con una reverberación metálica, y me fijo en un taxista que me está mirando. Huesudo y curtido, con los pantalones muy subidos y una barba desaliñada como el musgo, me recuerda a los personajes que he visto en las fotografías de la guerra civil. Me imagino que no ha emigrado lejos de la cuna de sus antepasados y aún comparte rasgos comunes con ellos, como tantas otras personas que veo en las ciudades y pueblos aislados del mundo exterior.

Me recuerda lo que dijo Kathleen Lawler sobre la genética. No importa lo mucho que nos esforcemos por ser en la vida, seguimos siendo quién y lo que las fuerzas de la biología nos llevan a ser. La suya es una explicación fatalista, pero no está del todo equivocada, y cuando recuerdo sus comentarios sobre la predeterminación y el ADN, tengo la sensación de que no solo se refería a sí misma. También aludía a su hija. Kathleen me estaba advirtiendo, tal vez tratando de intimidarme con Dawn Kincaid, con quien afirma no tener contacto y, sin embargo, según bastantes fuentes, no es verdad. Kathleen sabe más de lo que dice, guarda secretos que con toda probabilidad están relacionados con la razón por la que Tara Grimm la trasladó a una celda de aislamiento, y al mismo tiempo me atrajeron hasta aquí. Creo que Jaime Berger ha causado serios problemas.

Ella no sabe con qué está tratando, porque no tiene una motivación racional o está en contacto con ella misma como cree.

Aunque su razonamiento egoísta puede muy bien haber sido precipitado por su enfrentamiento con la policía y los políticos de Nueva York, la mayor parte de lo que la impulsa tiene que ver con mi sobrina, y ahora ninguno de nosotros ha acabado en un buen lugar, y desde luego no en un lugar seguro. Ni Benton ni Marino ni Lucy ni yo y menos aún Jaime, a pesar de que no lo verá o creerá si se lo señalo. Se engaña a sí misma y me lleva en su viaje y recuerdo lo que un viejo ayudante de la morgue me decía en mi época de Richmond: «Tienes que vivir donde te despiertas, incluso si alguien te soñó allí».

Cuando me desperté esta mañana después de dormir muy poco, me di cuenta de que no puedo permitirme el lujo de flaquear en mi decisión. Hay demasiado en juego y no confío en el análisis de Jaime de la mayoría de los asuntos ni tengo fe en su aproximación, pero haré lo que pueda para ayudar. Estoy involucrada no porque me ofrecí. Fui reclutada, casi abducida, y eso ya no tiene ninguna importancia. Mi urgencia no es por Lola Daggette, Dawn Kincaid y su madre, Kathleen Lawler.

No es por unos asesinatos cometidos hace nueve años, o los más recientes en Massachusetts, a pesar de que estos casos y aquellos relacionados con ellos son muy importantes y los investigaré lo mejor que pueda. Lo que está por encima de todo esto es la intromisión de Jaime en el círculo de las personas más cercanas a mí.

Tengo la sensación de que ha puesto en peligro a Lucy, Marino y Benton. Ha amenazado nuestras relaciones, que siempre han sido complejas y complicadas, sostenidas por hilos muy frágiles. La red que formamos es fuerte solo cuando lo es cada uno de nosotros.

Estas personas con las que juega Jaime son mi familia, mi única familia de verdad. Siento confesar que no cuento a mi madre ni a mi hermana. No puedo confiar en ellas y, con toda franqueza, nunca se me ocurriría encomendarme a su cuidado, ni siquiera en sus mejores días, cuando los tienen. Hubo un tiempo en que yo era feliz por ampliar mi círculo más cercano para incluir a Jaime, pero lo que no voy a permitir es que ella ronde por el perímetro y nos suelte las amarras o cambie lo que somos el uno para el otro. Abandonó a Lucy de una manera fría e injusta, y ahora Jaime parece decidida a redefinir la carrera de Marino, su propia identidad. En poco tiempo se las ha arreglado para inflamar de nuevo sus celos hacia Benton y suponer que mi marido me ha traicionado y es indiferente a mi seguridad y mi felicidad.

Incluso si no hubiera viejos asesinatos vinculados a los más recientes que parecen compartir el común denominador de Savannah, no me marcharé ahora mismo. Amplié mi reserva de hotel y reservé una habitación para Lucy, que despegó en su helicóptero con Benton de madrugada. Dije que necesitaba su ayuda. Les dije que no suelo pedirla, pero que los quiero aquí. La camioneta blanca de Marino entra en el camino de ladrillos del hotel, todavía ruidosa, pero al menos no corcovea ni se sacude. Me levanto del banco. Camino hacia el conductor del taxi con la barba desaliñada y le sonrío mientras dejo caer mi taza de Starbuck’s en la basura.

—Buenos días —le saludo. Él no deja de mirarme.

—¿Le molesta si le pregunto a qué cuerpo pertenece?

Me mira de pies a cabeza, apoyado en su taxi azul aparcado a la sombra de la misma palmera, donde Marino dejó su camioneta averiada unas siete horas antes.

—Investigación médica militar. —Le doy al taxista la misma respuesta sin sentido que le he dado a otras personas esta mañana cuando preguntaban en voz alta por qué llevo un pantalón cargo negro, una camisa de manga larga negra con el escudo del CFC bordado en oro y las botas.

La bolsa de emergencia que encontré en mi habitación cuando entré en ella cerca de las dos de la madrugada tenía todos los elementos esenciales que podría necesitar en la carretera trabajando en un caso, pero nada adecuado para el mundo civil, y desde luego no para uno localizado en las regiones subtropicales.

Reconozco la mano de Marino. De hecho, no tengo ninguna duda de que él mismo preparó la bolsa, cogió cosas del armario del despacho y de mi cuarto de baño y también de mi taquilla en el vestuario de la morgue. Mientras continúo con la reconstrucción de estos últimos meses y sobre todo de las dos semanas desde que él se marchó, recuerdo que me intrigó que parecieran faltar ciertos artículos. Creía tener más camisas de uniforme. Estaba segura de que tenía más pantalones cargo. Podría haber jurado que había dos pares de botas, no solo uno. El contenido de la bolsa sugiere que desde el punto de vista de Marino voy a pasar mi tiempo aquí en los laboratorios, el despacho de un médico forense o, mejor dicho, con él.

De haber sido Bryce quien me hubiese preparado la maleta, su rutina habitual cuando una emergencia me hace salir pitando de la ciudad o estoy bloqueada en algún lugar, habría incluido una bolsa con chaquetas, blusas y pantalones, todos muy bien doblados y envueltos con papel de seda para que nada se arrugara. Habría elegido los zapatos, las medias, la ropa de trabajo y los artículos de tocador; habría hecho su selección de forma concienzuda y con mucho más gusto que si la hubiese preparado yo misma, y lo más probable es que hubiese pasado por mi casa. Bryce no vacila en coger cualquier cosa que supone que puedo necesitar, incluida la ropa interior, que para él no tiene ningún interés personal más allá de sus comentarios ocasionales sobre las marcas y los tejidos, y los detergentes y los suavizantes. Pero él no me hubiera enviado a Georgia en verano con tres juegos de ropa de campo para clima frío, tres pares de calcetines blancos para hombre, un chaleco antibalas, botas, un desodorante y un repelente de insectos.

—No sé si ya has comido —dice Marino cuando abre la puerta de la camioneta, y de inmediato me doy cuenta de que el interior está mucho más limpio de lo que lo estaba la última vez.

Huelo el ambientador con aroma a cítrico y la mantequilla, la carne frita y los huevos—. Hay un Bojangles a unos tres kilómetros de aquí, cerca del aeródromo militar Hunter, que me dio una excusa para hacer una prueba. La camioneta está como nueva.

—Con la excepción menor del aire acondicionado.

Me abrocho el cinturón de seguridad y veo la bolsa que abulta en el suelo entre los asientos mientras bajo del todo el cristal de la ventanilla.

—Necesitaría hacerme con un compresor nuevo, pero al demonio con él. No te creerás la ganga que es esta camioneta y te acostumbras a no tener aire. Como en los viejos tiempos. Cuando era pequeño, muchos coches no lo tenían.

—Tampoco cinturones de seguridad, airbags, ABS o sistemas de navegación —le recuerdo.

—Te he comprado un bocadillo de tortilla francesa, pero hay unos cuantos de carne, y de queso y huevo, si tienes hambre. Hay agua en la nevera portátil. —Señala con el pulgar el asiento trasero—. No tienen aceite de oliva en Bojangles, así que tendrás que apañártelas. Sé lo que opinas de la mantequilla.

—Me encanta la mantequilla y por eso me mantengo alejada de ella.

—¡Jesús! No sé qué diablos tiene de malo que te guste la grasa.

De momento, no me preocupo. Estoy aprendiendo a no luchar contra algunas cosas. Si no luchas contra ellas, no se defienden.

—La mantequilla se defiende cuando trato de abrocharme los pantalones. Debes haber estado despierto toda la noche. ¿De dónde sacaste tiempo para que repararan esta cosa y darle un baño?

—Como te dije, encontré un mecánico, conseguí el número de teléfono de su casa en internet. Me esperó en su taller a las cinco de la mañana. Cambiamos el alternador, equilibramos los neumáticos, limpiamos los pasos de las ruedas, ajustamos los cables de las bujías y, ya puestos, reemplacé las escobillas de los limpiaparabrisas y la limpié un poco —explica mientras conducimos por West Bay, y pasamos delante de restaurantes y tiendas de estuco, ladrillo y granito, la calle flanqueada de robles, magnolias y mirtos.

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