Authors: Patricia Cornwell
—Así que en algún momento después de los asesinatos, quizá Roberta Price cambió de trabajo, y acabó en una farmacia pequeña muy cerca de la GPFW —me dice Benton a mí y le dice a alguien que irá enseguida—. No hay causa probable para ir detrás de una farmacéutica solo porque atendió las recetas de Gloria Jordan, de la GPFW y, sin duda, de decenas de miles de personas en esta zona, Kay. No estoy diciendo que no vayamos a ocuparnos, porque lo haremos.
—Una farmacia que tiene problemas para ayudar en las ejecuciones en la GPFW, y quizá también en la cárcel de hombres. Es inusual —señalo—. Muchos farmacéuticos se ven a sí mismos como gestores de la terapia de fármacos, responsables de promover los mejores intereses del paciente. Matar a tu paciente por lo general no está incluido.
—Nos dice que Roberta Price no tiene problemas morales al respecto o solo piensa que está haciendo su trabajo.
—O se complace en él, sobre todo si el efecto de la anestesia desaparece o va mal alguna otra cosa. Tuvieron un caso así no hace mucho aquí en Georgia. Tardaron al menos el doble del tiempo habitual para matar al condenado, y sufrió. Me pregunto quién sirvió los fármacos letales.
—Lo averiguaremos —dice Benton, pero él no lo hará ahora mismo.
—Y alguien tiene que contactar con el laboratorio de ADN que utilizó Jaime —añado sin importarme si considera que es una prioridad o no mientras camino hacia el ruidoso Land Rover de Colin—. Sospecho que no contarán con las nuevas tecnologías utilizadas por los militares.
Me refiero al laboratorio de identificación de ADN de las Fuerzas Armadas, el AFDIL, en la base Dover de las Fuerzas Aéreas, donde la tecnología del ADN ha alcanzado un elevado nivel de sofisticación y sensibilidad gracias a los desafíos planteados por nuestros muertos en la guerra. ¿Qué ocurre cuando dos gemelos terminan en el teatro de operaciones y uno de ellos pierde la vida o, Dios no lo quiera, ambos? Las pruebas de ADN estándar no pueden distinguirlos y, aunque es cierto que sus huellas digitales no serán las mismas, puede que no quede nada de sus dedos para compararlas.
—Artefactos explosivos improvisados y lesiones devastadoras, en algunos casos la aniquilación casi total —añado—. Los retos de la identificación cuando lo único que queda es una niebla de sangre contaminada en un jirón de tela o un fragmento de hueso quemado. Si AFDIL tiene la tecnología para analizar fenómenos epigenéticos, con la metilación y la acetilación de las histonas, puede hacer comparaciones de ADN que no son posibles con otros tipos de análisis.
—¿Por qué tenemos que hacer algo por el estilo en estos casos?
—Porque los gemelos idénticos pueden comenzar la vida con un ADN idéntico, pero los gemelos mayores van a tener unas diferencias significativas en la expresión de los genes, si tienes la tecnología para buscar las diferencias, y cuanto más tiempo pasan los gemelos separados, mayor se hacen estas diferencias. El ADN determina quién eres y, finalmente, tú eres quien determina tu ADN —explico mientras abro la puerta del pasajero, y el ventilador me envía un chorro de aire caliente.
El hombre que abre la puerta suda a mares y las venas se destacan como cuerdas en sus grandes bíceps bronceados como si estuviera en medio de una sesión de gimnasia cuando nos presentamos sin previo aviso.
No disimula el desagrado al encontrarse con dos extraños en su galería, uno con pantalones de motociclista y un polo del GBI, y el otro con un uniforme caqui, y un viejo Land Rover aparcado a la sombra de un roble junto a las espalderas de los jazmines que separan su propiedad de la vecina.
—Lamento molestarlo. —Colin abre la billetera y le muestra la placa de médico forense—. Nos encantaría que pudiese dedicarnos unos minutos de su tiempo.
—¿De qué va esto?
—¿Es usted Gabe Mullery?
—¿Pasa algo?
—No estamos aquí en acto de servicio y no pasa nada. Esta es una visita informal y nos iremos si usted nos lo pide. Pero si me da un minuto para que se lo explique, le estaríamos muy agradecidos —dice Colin—. ¿Es Gabe Mullery el dueño de la casa?
—Soy yo. —No se muestra dispuesto a darnos la mano—. Esta es mi casa. ¿Le ha ocurrido algo a mi esposa? ¿Todo va bien?
—Supongo que sí. Discúlpenos, si le hemos asustado.
—No me han asustado. ¿Qué desean?
Muy atractivo, con el pelo oscuro, los ojos grises y una mandíbula poderosa, viste unos pantalones de chándal cortos y una camiseta blanca estampada con la leyenda «U.S. NAVY NUKE: si me ve corriendo ya es demasiado tarde». Tapa la puerta con su cuerpo musculoso, y salta a la vista que no le gusta en absoluto que los extraños se presenten sin llamar primero, no importa la razón.
Sin embargo, no quiero dar al hombre que vive en la antigua casa de los Jordan la oportunidad de negarse. Tengo que ver el jardín y averiguar qué hacia Gloria Jordan la tarde del 5 de enero.
No creo que podara, y quiero saber por qué regresó a su jardín muy temprano a la mañana siguiente, lo más probable para ir a la vieja bodega bajo tierra, seguramente forzada a volver allí en la oscuridad total más o menos a la hora en que ella y su familia fueron asesinados. Tengo un escenario imaginario basado en mi interpretación de las pruebas, y la información que Lucy me envió por email en el trayecto hasta aquí solo refuerza mi conclusión de que la señora Jordan no fue una víctima inocente, y decir esto es quedarse corto.
Sospecho que en la noche del 5 de enero ella pudo echar clonazepam en la bebida de su marido para asegurarse de que dormiría como un leño. Alrededor de las once, bajó las escaleras y desconectó la alarma para dejar la mansión y a su familia vulnerables ante un robo que no podía haber previsto que acabaría de la manera que lo hizo. Lo que tenía en mente estaba mal y en su mayor parte era una tontería, no tan diferente de una gran cantidad de planes elaborados por personas infelices que quieren escapar de sus matrimonios y son seducidas a creer que tienen derecho a tomar aquello que consideran merecido.
La señora Jordan con toda probabilidad nunca tuvo la intención de que sus hijos fueran a sufrir ningún daño y mucho menos ella misma, y quizá ni siquiera su marido, contra quien sospecho había llegado a experimentar un resentimiento profundo por no decir odio. Es posible que estuviese decidida a alejarse de él, pero probablemente lo que quería era tener un dinero oculto, algo propio, y no necesariamente verle muerto. Un plan sencillo, un simple robo en una noche de enero, después de un día de tormentas intermitentes y fuertes vientos helados, como señalaba la información meteorológica que me envió Lucy. Nadie decide limpiar el jardín en tales condiciones, y no hay ninguna prueba de que la señora Jordan llegase a podar ni una rama seca la tarde antes de su muerte.
¿Qué estaba haciendo junto a las paredes derrumbadas y la tierra hundida, que a mí me parecieron en las fotografías las ruinas de un sótano de un siglo anterior? Quizás intentaba ser más astuta que su cómplice o cómplices, y la triste ironía es que ella no hubiera sobrevivido, incluso si hubiera sido honrada. No reconoció al diablo en la persona con quien había hecho amistad y en quien había llegado a confiar, y debió de suponer que todo quedaría perdonado si la fortuna en oro que sospecho que había prometido compartir no aparecía por ninguna parte, porque había decidido quedársela para ella y la había escondido.
—Escuche, no le culpo por no querer que le molesten —dice Colin en la calurosa galería con sus majestuosas columnas blancas y una vista de un cementerio que data de la revolución americana.
Las ráfagas de aire caliente traen el olor a césped recién cortado.
—Estoy harto del maldito caso —afirma Gabe Mullery—. Ustedes y los periodistas, y lo peor son los turistas. La gente que llama al timbre y quiere hacer un recorrido por la casa.
—No somos turistas y no queremos ese tipo de recorrido.
Colin me presenta, y agrega que regresaré a Boston en un par de días y queremos echar un vistazo en el jardín de atrás.
—No quiero ser grosero, pero ¿para qué diablos? —protesta Mullery y, más allá de él, a través de la puerta abierta, está la escalera de madera de abeto, y el rellano cerca del vestíbulo donde encontraron el cuerpo de Brenda Jordan.
—Tiene todo el derecho a ser grosero —contesto—, y no está obligado a dejar que vea la propiedad.
—Es cosa de mi esposa y ella la reformó por completo. Ahí tiene su despacho. Por lo tanto, cualquier cosa que espere encontrar es probable que ya no exista. No entiendo su objetivo.
—Si le parece bien, me gustaría una mirada rápida de todos modos —digo—. He estado revisando algunos datos...
—Es por el caso —exhala con fuerza, llevado por la exasperación—. Sabía que era un error comprar esta casa ahora con su ejecución que será nada menos en la mierda de Halloween. Como si nos gustase quedarnos en la ciudad para eso. Si por mi fuese, cerraría este puñetero lugar, llamaría a la Guardia Nacional, y me largaría a Hawái a esperar a que todo pasase, no sé si lo entiende.
Está bien.
Se aparta para dejarnos entrar.
—Es ridículo tener esta conversación —continúa, irritado—, y menos afuera con este calor y que te vea todo el mundo. Comprar este maldito lugar. Jesús. No debería haber escuchado a mi esposa. Le dije que estaríamos en la ruta turística y que no era una buena idea, pero ella es la que está aquí la mayor parte del tiempo. Yo viajo mucho. Ella debe vivir donde quiera, y me parece justo. Lamento que unas personas murieran aquí, pero los muertos están muertos y lo que detesto es que la gente viole nuestra intimidad.
—Le comprendo muy bien —asiente Colin.
Entramos en el gran vestíbulo de una casa que parece tan familiar que es como si hubiera estado en ella antes, y me imagino a Gloria Jordan en las escaleras, descalza y con su camisón de franela azul con motivos florales, que va hacia la cocina donde esperó a que llegase compañía y se pusiera en marcha una conspiración. Quizás estaba en alguna otra parte de la casa cuando rompieron el cristal de la puerta y entró una mano para abrir la cerradura con la llave que no debería haber estado allí. No sé dónde estaba cuando asesinaron a su esposo, pero no en la cama. No es allí donde ella se encontraba cuando la apuñalaron veintisiete veces y la degollaron, un exceso que asocio con la lujuria y la ira.
Lo más probable es que el ataque tuviese lugar en la zona del vestíbulo, donde pisó descalza su propia sangre y la sangre de su hija asesinada.
—Supongo que se habrán dado cuenta de que no soy de aquí —comenta Mullery. Al principio pensé que podría ser inglés, pero su acento suena más a australiano—. Sidney, Londres y luego a Carolina del Norte para especializarme en medicina hiperbárica en Duke. Terminé aquí en Savannah mucho tiempo después de los asesinatos, por lo que las historias sobre este lugar no significan mucho para mí o les aseguro que nunca hubiese venido a verla cuando la pusieron a la venta hace unos años. La miramos y para Robbi fue amor a primera vista.
«No era el matrimonio perfecto que pintaron», me escribió Lucy en su mensaje con el añadido de la información recopilada en los archivos consultados, que muestran el retrato de una mujer desgraciada, con un pasado autodestructivo, que se casó con Clarence Jordan en 1997 y de inmediato tuvo mellizos, un niño y una niña llamados Josh y Brenda. Una historia de Cenicienta le debió de parecer a sus conocidos cuando a la edad de veinte años fue contratada como recepcionista en la consulta del doctor Jordan, y al parecer fue así como se conocieron. Quizás él creyó que podía salvarla, y por un tiempo ella debió de estar estabilizada, lejos de sus primeros años de caos y problemas, perseguida por las agencias de cobro mientras pagaba con talones sin fondos, se emborrachaba en público, y se mudaba de un apartamento barato a otro cada seis meses o un año.
—¿Kings Bay?
Colin supone que Gabe Mullery está en la base de los submarinos Trident II de la flota del Atlántico, que llevan armamento nuclear, a menos de ciento cincuenta kilómetros de aquí.
—Oficial médico de buceo en la reserva —dice—. Pero mi trabajo está aquí en el Hospital Regional. Medicina de emergencia.
Otro médico de la casa, pienso, y espero que sea más feliz que Clarence Jordan dedicado a controlar a su esposa con la mayor discreción, quizá confiando en su pública amistad con el presidente de la agencia de noticias que en aquel entonces era propietario de varios periódicos, cadenas de televisión y emisoras de radio, alguien que estaba con el doctor Jordan en los comités y fundaciones de caridad y que podía manipular lo que podía acabar en la prensa.
Los medios no informaron ni una palabra sobre la recurrencia de la señora Jordan en la mala conducta, la serie de acontecimientos tristes y humillantes iniciada partir de enero de 2001, cuando fue arrestada por robo después de ocultar un vestido caro debajo de la ropa y olvidarse de quitar la etiqueta de seguridad . Una llamada de atención, un reclamo de ayuda, pero se me ocurrió que era algo más traicionero mientras leía el email de Lucy.
La señora Jordan actuaba de una manera que podía castigar a un marido que la descuidaba y tenía rígidas expectativas sobre el papel y la conducta de su esposa, y ella respondía apuntando a su orgullo, su imagen, sus estándares imposibles de alcanzar. No habían transcurrido ni siquiera dos meses desde el incidente del robo en el centro comercial Oglethorpe que ella empotró su coche contra un árbol y fue acusada de conducir bajo los efectos del alcohol. Y cuatro meses más tarde, en julio, llamó a la policía, ebria y beligerante, para denunciar que había habido un robo en la casa. Los detectives respondieron y en su declaración afirmó que el ama de llaves había robado monedas de oro por valor de al menos doscientos mil dólares que estaban ocultas debajo del aislamiento en el ático. El ama de llaves nunca fue acusada, y la denuncia se archivó después de que el doctor Jordan informase a la policía que lo había cambiado de lugar, una inversión que había tenido durante años. Estaba bien guardado dentro de la casa y no faltaba nada más.
Pero ¿qué pasó con el oro entre el mes de julio y el 6 de enero?
Supongo que el doctor Jordan podría haberlo vendido, aunque, según la información de Lucy, el precio estaba en su punto más bajo en el año 2001, un promedio de menos de trescientos dólares la onza, y parece extraño pensar que no habría esperado a una subida, sobre todo si tenía el oro desde hacía tiempo. No hay pruebas de que necesitara dinero. Su declaración de impuestos de 2001 mostró ganancias y dividendos de las inversiones por un total de más de un millón de dólares. Sea lo que sea que pasó con el oro, parece un hecho que desapareció después de los asesinatos.