No abras los ojos (65 page)

Read No abras los ojos Online

Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

BOOK: No abras los ojos
8.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

El hombrecillo lo miró con sincera curiosidad.

—¿Le importa?

—Podría haber parado esa locura de mierda con Jillian.

—Ah. —Asintió con lentitud, casi apreciativamente.

—Por supuesto, si hubiera intervenido antes, cuando debería haberlo hecho, todo habría sido diferente. Hubiera sido mejor, ¿no cree?

El hombrecillo continuó asintiendo, pero vagamente, sin ningún significado aparente. Arrugó el entrecejo.

—No sé de qué está hablando.

La escalofriante posibilidad de estar en la vía equivocada se apoderó de Gurney. Pero no quedaba nada más que ir hacia delante, no había tiempo para pensarlo dos veces. Así pues, hacia delante con todo.

—Quizá debería haberlo matado hace mucho tiempo. Tal vez debería haberlo estrangulado cuando nació, antes de que Tirana hundiera sus colmillos en él. El cabrón estaba loco desde el principio, como su madre; no era un hombre de negocios, como usted.

Gurney buscó en el rostro del hombre la más leve reacción, pero su expresión no era más comunicativa—o humana—que la pistola que tenía en la mano. Así que una vez más no había otra alternativa que ir hacia delante.

—Por eso apareció aquí después del drama de Jillian, ¿verdad? Que Leonardo la matara era una cosa, incluso podría ser bueno para el negocio, pero cortarle la puta cabeza en la boda, eso era… más que negocio. Seguro que vino para controlar las cosas, para asegurarse de que todo se llevaba de una manera más comercial. No quería que ese cabrón lo jodiera todo. Aunque, para ser justos, Leonardo tenía sus virtudes. Listo. Imaginativo. ¿Verdad?

Todavía no hubo reacción detrás de esa mirada inerte.

Gurney continuó.

—Tiene que reconocer que la idea de Héctor era muy buena. Inventar el chivo expiatorio perfecto en caso de que alguien se fijara en una de esas graduadas de Mapleshade ilocalizables. Así que Héctor apareció en escena justo antes de que las chicas empezaran a desaparecer. Eso muestra previsión por parte de Leonardo. Auténtica iniciativa. Buena planificación. Pero tenía un coste. Estaba demasiado loco, ¿eh? Por eso finalmente tuvo que hacerlo. Estaba entre la espada y la pared. Control de los daños. —Gurney negó con la cabeza, miró con desdén la enorme mancha de sangre en la alfombra que los separaba—. Demasiado poco, Giotto. Demasiado tarde.

—¿Cómo coño me ha llamado?

Gurney le devolvió la mirada de piedra al hombre durante un largo momento antes de responder.

—No me haga perder el tiempo. Tengo un trato para usted. Tiene cinco minutos para tomarlo o dejarlo. —Pensó que vio una pequeña fisura en la piedra. Durante quizás un cuarto de segundo.

—¿Cómo coño me ha llamado?

—Giotto, métaselo en la cabeza, ha terminado. Los Skard están acabados. Están más que acabados. ¿Lo entiende? Se termina el tiempo. Este es el trato: me da los nombres y las direcciones de todos los clientes de Karmala, de todos los cabrones como Jordan Ballston con los que hace negocios. Y sobre todo quiero las direcciones donde todavía pueda haber chicas de Mapleshade vivas. Me da todo eso y le garantizo que sobrevivirá a su detención.

El hombrecillo rio, un sonido como de grava aplastada bajo una manta.

—Tiene cojones, Gurney. Se ha equivocado de profesión.

—Sí, lo sé. Le quedan cuatro minutos y medio. El tiempo vuela. Así que si elige no darme las direcciones que le pido, esto es lo que va a ocurrir: habrá un intento prudente de detenerle según las reglas. No obstante, usted será lo bastante loco como para intentar escapar. Al hacerlo, pondrá en peligro la vida de un agente de la Policía, y habrá que dispararle. Le dispararán dos veces. La primera bala, una nueve milímetros de punta hueca, le arrancará las pelotas. La segunda le seccionará la columna entre la primera y la segunda vértebras cervicales, lo que resultará en una parálisis irreversible. Esta combinación de heridas lo convertirá en un soprano en silla de ruedas en un hospital penitenciario durante el resto de su puta vida. También le dará a sus compañeros reclusos la oportunidad de meársele en la cara cuando tengan ganas. ¿Entendido? ¿Ha entendido el trato?

Una vez más la risa. Una risa que hacía que la desagradable voz ronca de Hardwick sonara dulce.

—¿Sabe por qué todavía está vivo, Gurney? Porque no puedo esperar a escuchar lo que va a decir a continuación.

Gurney miró su reloj.

—Tres minutos y veinte segundos.

Ya no se oían voces procedentes del altavoz del monitor, solo gemidos, toses entrecortadas, un grito agudo, llantos.

—¿Qué coño…?—dijo Hardwick—. Joder, ¿qué coño…?

Gurney miró la pantalla, escuchó los sonidos lastimeros, se volvió hacia Hardwick y le habló con serena e intencionada claridad.

—Por si me olvido, acuérdate de que el mando de la puerta está en el bolsillo de Ashton.

Hardwick lo miró de manera extraña, intentando deducir el significado de aquellas palabras.

—El tiempo se está acabando—añadió Gurney, volviéndose hacia Giotto Skard.

Una vez más el hombre mayor rio. No podía engañarlo. No habría trato.

El rostro de una chica apareció en pantalla, medio oscurecido por un mechón de pelo rubio, lleno de rabia y furia, enorme, distorsionado por su cercanía a la cámara.

—¡Hijo de puta!—gritó la chica, con su voz quebrándose—. ¡Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta!—Empezó a toser violentamente, resollando, tosiendo.

El rostro cadavérico de Emil Lazarus apareció detrás de un banco volcado, reptando como un escarabajo gigante por el suelo lleno de humo.

Giotto Skard estaba mirando la pantalla. Parecía divertido.

Gurney concluyó que esa distracción menor constituía la mejor oportunidad que se le iba a presentar. Era lo único que le quedaba.

No había nadie a quien culpar. Nadie para salvarle. Sus propias decisiones lo habían llevado hasta allí. Al lugar más peligroso de toda su vida. A ese estrecho lugar, tambaleándose al borde del Infierno.

La puerta del Cielo.

Solo había una cosa que pudiera hacer.

Rogó que fuera suficiente.

Si no lo era, esperaba que quizás algún día Madeleine pudiera perdonarle.

79
La última bala

N
o había ningún curso en la academia que te preparara adecuadamente para recibir un balazo. Escuchar cómo lo describían quienes habían pasado por ello te daba cierta idea, y presenciarlo añadía una dimensión inquietante, pero, como ocurre con tantas cosas, del dicho al hecho…

Su plan, tal como lo había concebido en un segundo o dos, era, como saltar por una ventana, lo más simple posible. Se lanzaría directo hacia el hombrecillo con la pistola, que estaba de pie a tres o cuatro metros de él, junto a la silla vacía de Ashton, justo en la parte de dentro de la puerta abierta. Esperaba impactar en él con la fuerza suficiente para empujarlo por el umbral, que el impulso los llevara a los dos a través del pequeño rellano y por las escaleras de piedra. El precio era que le dispararan, probablemente más de una vez.

Mientras Giotto Skard miraba a la chica rubia que gritaba «hijo de puta», Gurney se abalanzó hacia delante con un rugido gutural, colocando un brazo sobre la zona del pecho donde tenía el corazón y el otro ante la frente. Gurney se había resignado a correr el riesgo que fuera necesario, bajo la amenaza de la pistola calibre 25 de Skard.

La atronadora detonación del primer tiro en la pequeña oficina sonó casi de inmediato. Con un espeluznante impacto, la bala destrozó la muñeca derecha de Gurney, que tenía apretada contra el esternón, del lado del corazón.

La segunda bala fue una lanza de fuego a través de su estómago.

La tercera fue la mala.

Ni aquí ni allí.

Una explosión de electricidad. Una chispa verde cegadora, como la explosión de una estrella. Un grito. Un grito de terror y desconcierto, un grito de rabia. La luz es el grito, el grito es la luz.

Hay nada. Y hay algo. Al principio es difícil decir cuál es cuál.

Algo blanco. Podría no ser nada. Podría ser un techo.

En alguna parte debajo de aquella capa blanca, en algún lugar por encima de él, un gancho negro. Un pequeño gancho negro extendido como un dedo que llama. Un gesto de amplio significado. Demasiado amplio para expresarlo en palabras. Ya todo es demasiado amplio para las palabras. No se le ocurren palabras. Ni una sola. Olvida lo que son. Palabras. Pequeños objetos desiguales. Insectos de plástico negro. Dibujos. Trozos de algo. Sopa de letras.

Del gancho cuelga una bolsa incolora, transparente. La bolsa abulta con un líquido incoloro, transparente. De la bolsa desciende un tubo transparente hacia él. Como el tubo de gas de neopreno en un avión de modelismo en el parque. Puede oler el combustible del avión. Observa mientras el toque hábil de un dedo índice en la hélice hace que el motor cobre vida. El volumen y el tono del sonido aumenta, el motor ruge, el rugido aumenta en un chillido constante. Volviendo a casa desde el parque, siguiendo a su padre, su padre taciturno, cae en una pila de piedras. Tiene un corte y sangre en la rodilla. La sangre le gotea por la espinilla hasta el calcetín. No llora. Su padre parece contento, parece orgulloso de él, después le habla a su madre de su gran hazaña, dice que ha llegado a una edad en que ya no tiene que llorar más. Es raro que su padre lo mire con orgullo. Su madre dice: «Por el amor de Dios, solo tiene cuatro años, déjale llorar». Su padre no dice nada.

Se ve conduciendo su coche. Una carretera que le es familiar, en los Catskills. Un ciervo cruzando delante de él, una hembra que pasa al campo del otro lado. Y luego el cervato siguiendo a la madre, inesperadamente. El golpe. Imagen del cuerpo retorcido, la madre mirando atrás, esperando en el campo.

Danny en el suelo, el BMW rojo alejándose mientras acelera. La paloma a la que seguía en la calle se aleja volando. Solo tenía cuatro años.

Música de Nino Rota. Conmovedora, irónica, vertiginosa. Como un circo triste. Sonya Reynolds bailando lentamente. Las hojas del otoño cayendo.

Voces.

—¿Puede oírnos?

—Es posible. El escáner cerebral de ayer muestra actividad significativa en todos los centros sensoriales.

—¿Significativa? Pero…

—Los patrones parecen erráticos.

—¿Qué significa?

—Su cerebro muestra indicios de función normal, pero viene y va, y hay algunos indicios de cambios sensoriales, que podrían ser temporales. Es un poco como ciertas experiencias con drogas, alucinógenos, donde los sonidos se ven y los colores se oyen.

—¿Y el pronóstico para esto es…?

—Señora Gurney, con las heridas traumáticas en el cerebro…

—Lo sé, no lo saben, pero ¿qué opina?

—No me sorprendería que se recuperara por completo. He visto casos en los que una repentina remisión espontánea…

—¿Y no le sorprendería que no se recuperara?

—A su marido le dispararon en la cabeza. Es extraordinario que esté vivo.

—Sí. Gracias. Entiendo. Podría ponerse mejor. O podría ponerse peor. Y no tienen ni idea, ¿no?

—Estamos haciendo todo lo posible. Cuando la inflamación del cerebro remita, veremos las cosas más claras.

—¿Está segura de que no siente dolor?

—No siente dolor.

Cielo.

Calor y frío lo bañan como el flujo y reflujo de una ola o una brisa cambiante de verano.

Ahora el frío tiene el aroma del rocío en la hierba y la calidez y el sutil aroma de los tulipanes al sol.

La frialdad era la frialdad de su sábana; la calidez, el calor de las voces de las mujeres.

Calor y frío se combinaban en la suave presión de unos labios contra su frente. Una maravillosa dulzura y suavidad.

Juicio.

Tribunal Penal del Condado de Nueva York. Una sala inhóspita, deprimente, gris. El juez es la viva imagen del agotamiento, el cinismo y la sordera.

—Detective Gurney, las acusaciones son muchas, ¿cómo se declara?

No puede hablar, no es capaz de responder, ni siquiera puede moverse.

—¿El acusado está presente?

—¡No!—grita un coro de voces al mismo tiempo.

Una paloma se levanta del suelo y desaparece en el aire cargado de humo.

Él quiere hablar, lo intenta, pretende demostrar que está ahí, pero no puede hablar, no es capaz de articular palabra ni mover un dedo. Se tensa para forzar una sílaba, aunque sea un grito ahogado desde su garganta.

La habitación está en llamas. La toga del juez está ardiendo. Este anuncia, resollando: «El acusado queda confinado durante un periodo indefinido allí donde está, y dicho lugar se reducirá en tamaño hasta el momento en que el acusado esté muerto o loco».

Infierno.

Está de pie en una habitación sin ventanas, impregnada de un olor rancio y con una cama sin hacer. Busca la puerta, pero esta únicamente da a un armario de solo unos centímetros de profundidad, un armario con una pared de cemento. Tiene problemas para respirar. Golpea en las paredes, pero su golpe no es un golpe, es un destello de fuego y humo. Entonces, al lado de la cama, ve una rendija en la pared, y en esta, dos ojos que lo miran.

Luego está en el espacio de detrás de la pared, el espacio desde el que los ojos lo estaban mirando, pero la rendija ha desaparecido y el espacio está oscuro por completo. Trata de calmarse. Intenta respirar despacio, acompasadamente. Trata de moverse, pero el espacio es demasiado pequeño. No puede levantar los brazos, no puede doblar las rodillas. Y cae de lado e impacta contra el suelo, pero el impacto no es un impacto, sino un grito. No puede mover el brazo de debajo de su cuerpo, no puede levantarse. El espacio es más estrecho allí, nada se moverá. Un terror acelerado hace casi imposible respirar. Si al menos pudiera producir un sonido, hablar, llorar.

A lo lejos los coyotes empiezan a aullar.

Vida.

—¿Está seguro de que puede oírme?—La voz era pura esperanza.

—Lo que puedo decirle a ciencia cierta es que el patrón de actividad que veo en el escáner es coherente con actividad neuronal en el oído. —La voz era fría como una hoja de papel.

—¿Es posible que esté paralizado?—La voz estaba al borde de la oscuridad.

—El centro motor no quedó directamente afectado, por lo que hemos podido ver. No obstante, en las heridas de este tipo…

—Sí, lo sé.

—Muy bien, señora Gurney. La dejo con él.

—¿David?—dijo ella en voz baja.

Other books

Tempted by a SEAL by Cat Johnson
Unnaturals by Dean J. Anderson
The Riddle of the River by Catherine Shaw
A Brush With Love by Rachel Hauck
La dama del lago by Andrzej Sapkowski
The Rules of Magic by Alice Hoffman
Homicide at Yuletide by Henry Kane