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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (14 page)

BOOK: No acaba la noche
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—De nada —contesté en un susurro—. Por lo que veo, tú sí, y está claro que o yo he alternado con mucha menos gente de la que creía o tú no has hecho otra cosa en los últimos treinta años. ¿Quién es?

—Has estado consolando nada menos que a la monumental Eva Sacaluga, en sus tiempos uno de los mejores cuerpos de la noche barcelonesa y ahora consorte en la dirección de una influyente productora de la tele. ¿Te acuerdas del reportaje con cámara oculta sobre transexuales para fiestas privadas de alto copete? Aún debe de andar con pleitos.

Lo último que me apetecía era enfrentarme a una chica con carácter, guapa, fea, tuerta o reina de los mares, menos aún si además era inteligente. Pero no me dio tiempo a mas pensamientos fúnebres porque en ese momento asomó ella por la puerta, vestida y peinada como si no saliera de la misma leonera que yo había abandonado un rato antes. Me dio un punto de vergüenza comprobar que, efectivamente, no me acordaba de su cara, me dio vergüenza no haberme fijado más en ella y, cómo no, haberme encamado con un cuerpo semejante en mi estado. Hacía ya tiempo que había decidido acabar las noches solo para que no me ocurrieran cosas como ésa. Como si me estuviera leyendo el pensamiento, me aguantó sonriente la mirada el tiempo suficiente para acabar de desarmarme, casi nada, y luego se acercó a Tito, lo besó en la mejilla y le dio las gracias por el préstamo de la cama.

—Ríete de los de Alcohólicos Anónimos, lo de ayer sí que fue una terapia de grupo en toda regla —dijo mientras agarraba mi botella de cerveza para echar un trago. Estaba ronca o tenía voz de travestí. Muy, muy sexy—. Qué pasión. Ni en los conciertos de los Rolling. Ni en los viejos mítines de Felipe. Hay que ver el poder de convocatoria que tenían nuestras amiguitas.

Acercó la única silla que quedaba en el salón a la mía y se sentó como si de verdad tuviéramos algo que ver, hasta el punto de hacerme dudar de nuevo sobre lo sucedido en la cama. Cero recuerdos, blanco resaca. Atacó Tito:

—¿Tú venías de parte del novio o de la novia? —Y ante la falta de respuesta—: ¿A cuál de ellas llorabas?

Me pareció tan duro que carraspeé, y me hubiera levantado de haber sabido adónde ir, pero en la cocina no quedaba ya más bebida y tampoco quería perderme, aunque corrido, la escena.

—Muy ingenioso, gitano. ¿Nos las repartimos? Yo me quedo con Sara, la única que no debe de haber pasado por el purgatorio. Lo llevaba puesto.

—¿Conocías a Sara Pop? —intervine sin haberlo decidido; la pregunta salió sola e inmediatamente supe adónde quería ir a parar.

—Pobre niña. Trabajaba de puta madre, pero le perdían los jefes. Y luego todo era deshacerse en disculpas y remordimientos. Pero mira, no le iba mal, la vía vaginal siempre acaba dando sus frutos. —Se volvió hacia Tito compartiendo con él algo que yo ignoraba. Le brillaba en los ojos el desafío—. Lo digo por experiencia, claro.

—¿Y a Ulrike, conoces a su amiga Ulrike? —Yo iba a la mía, erre que erre, allá ellos con sus asuntos. Mis queridas muertas habían vuelto y las recibía con alegría, con un entusiasmo familiar.

—Mira éste, ¿tenías tú algo con Sara o qué?

—No, nada, pero querría conocer a Ulrike porque me han hablado de ella y porque fue la última que la vio con vida. No es interés morboso. —No quedaba cerveza y yo necesitaba cerveza para despegar la lengua del paladar y seguir hablando con Eva Sacaluga mientras ella me ponía la mano en la pierna, para que no me la quitara, nunca jamás, para llevarla siempre pegada a la altura del muslo, por favor, y porque había vuelto a ser el portavoz de mis amores muertos y ya no iba a dejarlas hasta saciar la pequeña curiosidad que me había llevado a conocerlas, tan tarde—. La explicación es larga y a estas alturas ni siquiera creo que merezca la pena. Quiero hablar con la tal Ulrike. Lo antes posible.

—Te cambio la información por más besos. —Me tenía el corazón cogido por los huevos. No parecía una fiera; alguien capaz de pedir besos con resaca a un desconocido da la impresión de todo lo contrario. Tito había desaparecido sin que me diera cuenta, seguramente camino de la ducha. En mi cabeza, la imagen de la chica anuncio de la quincena de la lencería de El Corle Inglés se movía queriendo salirse de la página mientras Amalia y Estrella bebían vasos largos en una barra infecta. Y ella no se daba por vencida, como si me conociera—. Son las doce y media, todavía llegamos a cenar algo por ahí y luego me acompañas a casa en taxi. No te preocupes, no te estoy pidiendo que te quedes, sólo que me acompañes a cenar y a casa. Me duelen todos los huesos.

—¿Qué día es hoy, viernes o sábado? —Quería acompañarla, claro que sí.

—Es viernes, nos hemos acostado esta misma mañana, o a lo mejor ya era por la tarde, pero tú llevabas demasiado de todo en la cabeza como para darte cuenta.

—Empiezo a deberte muchos besos ya.

Me levanté mientras pronunciaba la promesa y me vestí sin pasar por la ducha. Sólo esperaba que Eva Sacaluga «voz de travelo» no fuera de las que cenan la resaca en locales modernos.

29 de abril. 18.30 horas

Santesmases, el jefe de Cultura, se levanta de la reunión de redacción hecho una furia. La cosa debe de haber estado tensa, porque a través del cristal que separa, en la sala de reuniones, a los jefes de área del resto de los mortales se ha podido ver al director de pie gesticular como un energúmeno, cabeceando y mesándose el poco pelo que le queda. Esas funciones teatrales suelen llenar la redacción de una electricidad histérica que impide a los periodistas trabajar. No se puede seguir con un texto cuando no sabes si tu sección se va a ir a la mierda media hora después, protestan unos, y los otros asienten. En la pecera, todos los reunidos excepto el vociferante han bajado la vista, así que es imposible saber con exactitud quién o qué le ha provocado tal berrinche al pope. Hasta que Santesmases, jefe de Cultura, abandona la sala con los puños cerrados y desde la puerta grita: «¡Ayerdi, Tapia, Klein, joder!, ¿podéis dejar de hacer lo que estéis haciendo, si es que alguien hace algo aquí, y prestarme unos minutos de vuestro valioso tiempo?» Un silencio repleto de sonrisas, puro veneno, acompaña el paso de las tres víctimas hacia el despachito del fondo, un cubículo también transparente presidido por una enorme foto de U2 con Bono en primer plano, melena al viento.

«Vosotros debéis de ser imbéciles o funcionarios o las dos cosas juntas, que vienen a ser lo mismo. A ver si alguno de los tres me puede resolver una duda para que yo sea capaz de ofrecer una respuesta convincente al jefe y salve mis cojones. ¿Se puede saber por qué coño no hemos pedido una entrevista con Linda Gangstey? ¿Os suena el nombre o tengo que poner la radio para que os enteréis de quién estoy hablando? ¿Es que os creéis que aquí publicamos un periódico para las élites culturales de Kazajstán o qué? Mañana
El País
abrirá la sección con una entrevista a la Gangstey a toda página, y me juego un huevo, si es que para entonces me queda alguno con yema, a que le dan la foto de portada, y nosotros, ¿qué, eh, qué? ¿Qué meto yo, la de Mandela? Pero, a ver, ¿qué coño creéis que quiere la gente, qué pensáis vosotros, oh, mentes preclaras de la alta cultura, que les interesa más a nuestros lectores, un anciano contando lo mismo que ha dicho cuarenta veces o la top más potente que ha existido desde que se inventó la minifalda, que para más inri me acabo de enterar de que se ha metido a actriz y va a ser el bombazo de la temporada? Porque ésa es otra, ha tenido que ser Gallo, un puto analfabeto de deportes, el que diera la noticia de lo de la película, pero, claro, como yo sólo trabajo con listillos de versión original…» Ana Tapia y Álex Ayerdi, bregados en esas lides, intercambian una mirada de resignación mientras la pobre Anuska Klein, una becaria cuyas tetas le han granjeado un puesto discreto en la sección de Cultura, ve peligrar la publicación de su primera entrevista importante, que no ha dudado en calificar con orgullo entre sus amigos, todos parados, como el encuentro de su vida, un cara a cara de diez minutos con Nelson Mandela, es decir, una semana de documentación, una noche sin dormir y un día entero con diarrea y palpitaciones. Tiene a sus padres y a la abuela tan emocionados que incluso proyectan una cena de celebración para el día siguiente, con la entrevista ya impresa, así que por más que se esfuerza no puede evitar que se le llenen los ojos de lágrimas. «Vosotros, vosotros dos, sí —brama Santesmases al verla dirigiéndose a los veteranos—, lo que pasa es que sois un par de cabrones, mecagüen san dios… así que además le pasasteis el marrón a la niña. O sea, que no era suficiente despreciar a la Gangstey, sino que además la puta pieza que me queda va firmada por una becaria. ¡Esto ya es la leche!»

Ana Tapia, eterna aspirante al puesto de Santesmases, piensa: Si tú te enteraras de algo alguna vez, si no fueras un cateto integral y peludo, a lo mejor las cosas irían de otra manera, pero, claro, el señor Santesmases debe de ser de los Santesmases de toda la vida, y come con ministras, tiene casa en el Empordà, casa en el Pirineo y chacha filipina de las de antes; el señor Santesmases ha nacido para ser jefe de Cultura a pesar de no haber abierto un libro en su vida, jódete y ojalá pierdas los huevos. Ayerdi, que se la sabe de memoria, intenta lanzarle una mirada suplicante para que no eche más leña al fuego, lo martiriza un dolor ácido de cabeza. No ha pegado ojo tras el episodio de la paja callejera, y piensa que si no se toma inmediatamente una cerveza fría caerá redondo. A esas alturas tiene claro, además, que el marrón acabará siendo suyo. «Nadie nos ofreció la entrevista a la Gangstey —explica ella con una exasperante tranquilidad que no es fingida—, así que dimos por hecho, como por otra parte era de suponer, que no concedía audiencia… pero el asunto con los medios lo lleva tu amiga De Pablos, así que igual lo puedes arreglar con una llamada, o al menos preguntarle qué ha pasado y por qué tu colega Juanjo sí tiene su pieza para mañana.» Tocado y casi hundido, con los nervios de punta, el jefe tira, tal y como se temía Ayerdi, por el único pasillo que aún ofrece una puerta abierta. «Álex, escúchame bien, y no voy a aguantar excusas ni una letra menos de lo que pido. Quiero saber donde ha comido hoy la Gangstey, cuáles han sido el primer plato, el segundo y el postre, si ha bebido vino e incluso el número de licencia del taxi que la ha llevado al restaurante. Quiero saber con quién ha pasado cada hora desde que aterrizó en el puto aeropuerto del Prat, si ha dormido la siesta, si usa pijama, cuántas veces se ha cambiado de ropa y de zapatos. Quiero declaraciones del camarero que le ha servido la mesa, que te cuente a qué olía, y una entrevista con el cocinero, el dueño del local o la puta madre que los parió. Quiero titular "La Gangstey huele a orquídeas salvajes, firmado: el camarero." Son las siete menos cuarto. Espero hasta segunda edición. Mantendremos en primera la entrevista con Mandela, pero tú vas a entregarme antes de las doce de la noche una crónica pormenorizada, morbosa y caliente que convierta la entrevista de
El País
en un cuento para colegialas. ¿Me vas a hacer el puto favor?» Ayerdi no lo mira porque acaba de sacarse el móvil del bolsillo y ya está buscando un número en la agenda. Se pone de pie, «haré lo que pueda, pero no me pidas milagros a estas horas», y abre la puerta del despacho. «Llama a todo el que se te ocurra, remueve Roma con Santiago, pero no me jodas», zanja Santesmases ya con un deje de sosiego en la voz y las oraciones puestas en el móvil del cronista. Éste encuentra por fin lo que buscaba, en la te, «taxista», aprieta la tecla de llamada y le dice a su superior desde el quicio: «Estoy con el móvil en la oreja, ya ves que no pierdo el tiempo.»

Capítulo XI

El Chicago Pizza Pie Factory está casi enfrente de La Pedrera, entre el paseo de Gracia y la calle de Pau Claris, otro antro de los míos para el que resultó evidente que Eva Sacaluga no estaba preparada, pero yo llevaba más de veinticuatro horas sin ingerir alimentos, tenía una resaca dolorosa y lo último que iba a permitir era que ella me metiera en algún local que jugara a su favor. En la semioscuridad de aquella pizzería pseudonorteamericana con las paredes forradas de anuncios institucionales del ayuntamiento de Chicago por lo menos me sentía lejos. ¿Lejos de qué? De todo menos de mis chicas muertas.

—Ya está. El asesinato de las tres mujeres del Paradís me ha mandado al carajo la capacidad de frivolidad. Sé que dicho así resulta rimbombante y teatral. No me importa. Se ha terminado un juego e intento entender si es el suyo, el de los anormales, o el mío, el del parásito. Ahora ya no me hacen gracia. —Estaba más enfadado de lo que me había percatado hasta el momento, era un cabreo íntimo e inexplicado—. Han empezado a morir, cosas que pasan. Pero han empezado a morir sin ser capaces de haber dado nada, sin dejar más restos que una muchedumbre de adultos dispuestos a drogarse en un
after
todos juntos como si fueran adolescentes. ¡Joder! Ahí está el final del juego que yo andaba buscando, lo representasteis todos, lo representamos, sólo que de nuevo yo estaba allí de pipa. Esos pequeños anormales domésticos, esos que vemos todas las noches luchando contra la edad y los compromisos, esos que hasta hace nada resultaban maravillosos, divertidos, impertinentes, proyectos de pensamiento o creación, se me han quedado en nada, señora, con la muerte de mis tres amigas recientes. Dejar que tu mujer reciba un tiro sola, ciega, ya muerta de antemano, permitir que la intensa soledad de Amalia se busque la ruina bajo un camello armado, ver cómo la joven Sara Pop se emputece de empresario en empresario es algo que puede suceder, sí, pero a cambio de otro algo, de alguna cosa que dé sentido a esas muertes y a esas actitudes. Y aquí parece que los únicos que ganan son los que sobreviven, la Susín, la Serra, los clientes…

—¿Son así todos tus bajones o es que eres un depresivo?

—Y yo qué sé. Mira, no tengo ni idea de qué haces aquí conmigo, así que tampoco sé por qué debería callarme todo esto. Te ha tocado. Los anormales deben dar sus frutos, pagar su tributo también ellos por la vida que llevan, antes de que los primeros empiecen a morirse. Puede incluso que su único rastro sea la destrucción, o la autodestrucción, pero debe ser al menos ése.

—Creo que estás cabreado sencillamente porque no le encuentras ningún sentido a la muerte de las chicas, pero ¿qué sentido quieres encontrarle?

Un sentido. Estaba hablando como un autómata, sin pensar las palabras, y seguramente Eva tenía razón al nombrarme el bajón depresivo que queda tras el ciego. ¿Era eso lo que yo quería, que la muerte tuviera sentido? Podía ser.

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