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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (11 page)

BOOK: No acaba la noche
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—¿A qué se refiere?

—Pues a la mala vida que se daba, caray, en los últimos tiempos no la he visto ni una mañana sin resaca. Por eso me extrañó tanto el resultado de la autopsia. A mí, que Amalia estuviera en un
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a las ocho de la mañana borracha, ciega y yo qué sé qué más no me habría chocado lo más mínimo. Soy ya muy vieja, y más sabe el diablo… Cuando me llamó la policía para darme la noticia me llevé un gran disgusto, faltaría más, era mi hija, mi única hija, pero no me descubrieron nada nuevo en cuanto a las circunstancias. Lo que sí me dejó pasmada fue, después, el informe forense. No sé si sabes que Amalia estaba completamente serena cuando la mataron. Es para mí un misterio qué manejos se traía entre manos. Laura, la joven que trabajaba con ella, dice que había estado muy rara todo el día y que pensaba dejar la agencia en sus manos para retirarse no sé adonde. Bueno, me parece comprensible y hasta cierto punto lícito que la chica quiera heredar el negocio, ha trabajado mucho y es como de la familia, pero no acabo de creerme su versión. Si Amalia pensaba retirarse, lo normal es que lo hubiera comentado conmigo, al fin y al cabo, yo fundé la agencia, y la mayor parte de la empresa sigue a mi nombre. Pero éstos son temas secundarios, me interesan muy poco.

—¿Cuándo fue la última vez que se vieron?

—Esa misma noche estuvimos hablando un momento. Coincidimos en una cena de sociedad, ¡bah!, un encuentro multitudinario donde había tanta gente a la que saludar que nos fue imposible hablar durante más de cinco minutos seguidos. Estaba guapa, pero de nuevo con resaca y, francamente, me dio un poco de pereza volver a preocuparme por ella. Quedamos en hablar un poco más tarde, pero yo me fui antes de que sirvieran el postro. Cada vez me gustan menos los gentíos. —Giró ligeramente la silla siguiendo el sentido del sol y levantó la cara para recibirlo de pleno en un gesto que interpreté como el final de su intervención.

La resaca y las tres cervezas con las que intentaba paliarla me estaban dejando empapado. Los socios del club náutico, que ya habían declarado abierta la temporada de bañador y pululaban medio desnudos con el moreno de la Semana Santa impecable, conseguían que me sintiera como un intruso abrigado, y mi incomodidad debía de ser evidente, porque la Serra propuso que la acompañara a comer algo en el interior acondicionado. Pero no podía aceptar, porque en tal caso me tocaba hablar a mí y contarle que, por lo que había dicho Curra Susín, la versión de Laurita era completamente cierta: Amalia pensaba retirarse del negocio, ya fuera para disfrutar de un año sabático o definitivamente. El tono empleado por la Serra me había dejado claro que se lo tomaría como una traición por parte de la hija, una falta grave de atención, y no iba a ser yo la persona que le diera el disgusto. Menos aún después de la diligencia con la que me había recibido y la franqueza de su conversación. Había bastado una llamada a primera hora de la mañana para que me citara al aperitivo, así que decliné la invitación y soporté media hora más de encuentro escuchando su discurso sobre el pensamiento positivo y las ventajas de la meditación para ganar calidad de vida. Era lo mínimo.

Salí aliviado a la calle en busca de una terraza playera donde acabar de reponer el nivel alcohólico y empaparlo con un plato de paella. Vaya, vaya, a Orteguita le había faltado tiempo para contarme el estado semicomatoso de Estrella Sánchez, pero se calló como un puta que Amalia de Pablos no estaba en el local clandestino rematando una noche ciega. Quizá pensó que el detalle le restaba morbo a su narración. Desde luego, en lo relativo al asesinato, eso cambiaba las cosas. Ella se convertía en la única de las tres que había ido al Paradís serena, es decir, que había tomado la decisión de acudir al local con alguna intención más allá de beber y colocarse, puede que incluso la única que lo decidiera de manera consciente. Tenía que volver a hablar con Laurita. Según ella, Amalia le había dicho que tenía ganas de ir a ver a Enrique porque habían discutido, una discusión de amantes, puntualizó. Cualquiera se fiaba de la chica, otra con los silencios escogidos. Seguramente, cuando nos encontramos ya había hablado con Pilar Serra sobre la decisión de su hija de dejarlo todo, así que su representación al preguntarle qué pasaría en el futuro con la agencia y su trabajo, fue exactamente eso, una puñetera interpretación teatral. La chavala había echado sus cálculos, dibujándose un futuro a medida del que era evidente que no me iba a hacer partícipe.

La resaca de piscos y gin-tonics decidió por mí y tomé un taxi, abandonando mis planes saludables. Jamás me doy las paellas que me prometo, soy incapaz de disfrutar una velada al sol, aunque me lo propongo frecuentemente. Prefiero regalarme, como aquel día, una visita al Hard Rock Café de la plaza de Catalunya, cuya sola visión ya me estabiliza los humores. No tiene que ver con la mítica de los USA, ni con el rock'n'roll, ni por supuesto intervienen consideraciones gastronómicas. Es una cuestión de cultura alimentaria. Mientras la calidad de los restaurantes españoles, y europeos en general, es directamente proporcional al tamaño de sus ventanales y la cantidad de luz natural que ofrecen, los locales norteamericanos forran sus exteriores, en caso de tenerlos, para proteger al visitante de la incómoda sensación de escaparate. Consiguen convertir el acto de alimentarse en una experiencia íntima, no exactamente realizada a escondidas, pero casi. Comer, lo que se dice comer, no es algo de lo que uno pueda presumir hasta el punto de mostrarse. Ese tipo de restaurantes y los pubs ingleses han entendido bien la cuestión. En el Hard Rock Café, una comida no tarda en convertirse en algo parecido a una cena, con la luz eléctrica y los vídeos de roqueros de ayer y de hoy atronando a los clientes. Mejor mesa que barra —pensé—, porque no voy a tener prisa. Quería tomarme uno de aquellos espantosos margaritas gigantes servidos en vasos de Coca-Cola y meterme entre pecho y espalda cualquier tipo de plato lo suficientemente guarro como para estar a la altura de mi deplorable estado general. Aros de cebolla para el cóctel y un Traditional Bacon CheeseBurguer gigante con patatas fritas, guacamole y salsa barbacoa picante, con cerveza, también en vaso de Coca-Cola.

Así que a mi querida Amalia la mamá le había salido respondona. La Serra, como objeto de estudio: «Abuelas sin nietos» o «Actividad sexual femenina tras la jubilación» o «La seducción después de los sesenta». Resulta que la señora, tras vivir sus propias guerras, todas ellas políticas, ninguna inocente, se había acomodado en el limbo de la vida relajada para decidir que su hija se manejaba mal en las artes de la batalla. Le echaba en cara nada menos que la falta de razones, algo muy propio de su generación. Ah, el maravilloso mundo de las causas, a lo mejor habría preferido verla militante de Intermón inaugurando pequeños planes de regadío fruto de microcréditos en las selvas centroamericanas. O no, activista de la antiglobalización de alto nivel, miembro de la internacional no-logo. O mejor, al frente de una refundación de los Verdes españoles, esa entelequia, línea neogermánica. Pobre Amalia, padre de compromisos cristianos y madre de militancias sociales. ¿En qué guerra podrías haber satisfecho y dado continuidad a tan definidos antecedentes? Aunque, si de verdad había decidido retirarse, quizá era porque había acabado encontrando esas razones en las que su madre basaba el sentido de la vida. No se me ocurría dónde, y el olor de ketchup agrio y fritos del entorno tampoco ayudaba. Me imaginé a esa adolescente, hija única en familia de compromisos. Por definición, porque así van las cosas, debería haberse revelado contra la compasión del padre y contra la militancia materna. ¿Lo hizo? No me daba esa impresión, al menos no explícitamente. El desencanto de la Serra con su hija tenía pinta de proceder más de la falta de rebeldía de ésta, en todos los sentidos. Tus mayores, Amalia, modelos inservibles. Pero arrogándose el derecho a sentirse defraudados. Nacimos en mala época,
amore
, o quizá en la mejor. Ya nadie con dos dedos de frente creía en el comunismo, pero todavía no se habían extendido los pequeños sentimientos nacionalistas; la multinacional y el desarrollo industrial ya no eran meta ni todavía enemigo, y aún nadie sospechaba que algo llamado «Internet» despertaría los pros y los contras de otro engendro cuyo nombre era «globalización». La fragilidad de los conceptos, su efímera condición nos cogió en pelotas, guapa, y tú te acabaste refugiando entre los brazos de un camello con altillo, ¿por qué no? Puestos a perder la conciencia, más vale hacerlo en el centro exacto del suministro. Pragmática entre pragmáticos.

Enfilé las Ramblas con sonrisa de alcoholes recuperados agarrado a mi querida Amalia de Pablos. De nuevo juntos. El bar del hotel Rívoli me parecía un buen lugar para hacer tiempo hasta que llegara el momento de encontrarme con Tito Ros sin necesidad de llamarlo por teléfono. Pero lo llamaría. Jueves por la tarde, día de libranza de asistentas, parejas de ecuatorianos, peruanos, colombianos, y más ecuatorianos currándose un futuro nuevo Rambla arriba. Rambla abajo. Pensé; Vuestro es el futuro mítico, de vuestros hijos la próxima literatura de la diáspora, mientras caminaba ingrávido en busca de otro refugio sin salida al exterior. Los jueves por la tarde, Eddy sonríe con la boca llena de dientes desde detrás de la barra del Rívoli porque a los golfos de la ciudad con sede en el Blue Moon, que así se llama el piano bar, se les calienta el morro a la vista del fin de semana, tan próximo.

—Prepárame una copa como para esperar a Ros… ponle un par de horas… o un par más.

Me notaba el ánimo encendido, ligero ciego sobre ciego grave, y advertí que Eddy sabía ver mi anhelo. Un soberbio jefe negro detrás de la barra de un hotel en las Ramblas, ¿qué más se le puede pedir a la sobremesa de un Hard Rock Café?

29 de abril. 17.20 horas

Amalia de Pablos se despierta porque no puede respirar. Intenta sorberse los mocos pero la densidad de su nariz es tal que no consigue más que una arcada, la primera. Se ha dormido vestida, no pienses en nada, no pasa nada, ya está, y tiene las costuras de los vaqueros clavadas en los flancos, la camiseta retorcida y una teta fuera del sujetador. El reloj de la mesilla marca las 17.22. Le duele la garganta como si la tuviera en carne viva, la lengua es una suela tras horas respirando por la boca, está empapada en sudor y le cuesta mucho más de lo necesario retirarse la melena de la cara y acabar de emerger de entre la maraña de pelo. Cuando por fin se deshace de los pantalones y logra un cierto orden físico, percibe en la habitación el fantasma de la culpa. Allí está, acechante, sobrevolándola a la espera de que se abra alguna de las ventanas de su mente para colarse con toda su recua de matadero y perpetrar un nuevo destrozo indiscriminado.

«¡Vete, puta!», exclama en voz alta sin reconocer su propio timbre y echándose la mano al cuello en un intento inútil de mitigar el dolor de garganta. No pienses, no pasa nada, estás acorazada, no te des tiempo. De un plumazo espanta la imagen de un colchón y el miedo sin reconocerlos como propios, cerrada a admitirlos; casi sin ser consciente de que lo hace, ahuyenta sin revivirla la conversación telefónica con Laurita y le pone el punto final a la noche anterior justo en el momento en el que abandonaba la casa de sus amigos en Sant Cugat de retorno a Barcelona.

Años de práctica. Sus batallas contra la culpa son cada vez más cortas y fáciles. Ha desarrollado una capacidad asombrosa para eludir los pensamientos y los recuerdos dolorosos, los mismos que al principio la obligaban a doblarse literalmente, a gemir en soledad, y que poco a poco van siendo ellos doblegados. Esos ejercicios de acoso y derribo comenzaron de manera inconsciente cuando se dio cuenta de que las actividades que se reprobaba empezaban a ser demasiado frecuentes, y el daño de su propio castigo, mucho mayor que el mal real que sus travesuras podían hacerle. Hasta tal punto fue una lucha instintiva, impensada, que acabó sentada ante un psiquiatra tratando de solucionar, como le dijo, ciertos problemas de amnesia que la tenían desconcertada. Un par de visitas le bastaron para darse cuenta de que no quería recordar, de que el olvido era voluntario, tan logrado y eficaz, que habría sido una pena desbaratarlo con un tratamiento de indagación cuyos resultados le resultaban del todo indeseables. Hurgar en lo olvidado significaba ni más ni menos que desandar un camino recorrido con tesón y esfuerzo.

Esta tarde, recién levantada, con la culpa todavía agarrada al techo como un enorme animal negro y viscoso preparado para lanzarse en picado al menor despiste, sí se permite pensar. Justo lo conveniente. Las cosas podían haber sido mucho peores, ¿qué cosas? Indulgencia. Mucho peores. A estas horas, en lugar de abrir los ojos en su cama, podría estar saliendo del Paradís, como en tantas ocasiones, o todavía dentro, intentando arrancarle un orgasmo a dos cuerpos, el suyo y el de Enrique, duros de cocaína, secos, puros manojos de ansiedades. Cuántas veces se le ha echado la tarde del día siguiente encima en el altillo del Paradís. Sí, indulgencia, a estas horas, en vez de haber comenzado a cocer ya la resaca, podría estar todavía cavándola con el ahínco que se pone en marcha cuando se han pasado todos los límites horarios y físicos. Pensar en Enrique la ayuda a salvarse de la noche anterior pero, a cambio, tiene que pagar el tributo de los recuerdos, la náusea de evocar sus polvos con olor a cerveza rancia y ambientador de retrete de bar, su forma de agarrarla, llegado a cierto punto, con una ansiedad animal que da miedo, el miedo mismo que tantas veces ha sentido a no ser capaz de salir ya nunca más de aquel altillo, el terror y la tentación de abandonarse a la inmundicia de una relación adictiva, fronteriza, dejar suelta a la bestia y desaparecer.

Se levanta de un salto, mareada, termina de desnudarse mientras nota cómo el sudor frío que precede al vómito va mojándole el cuero cabelludo, y llega al cuarto de baño justo a tiempo de que la arcada la coja de rodillas agarrada a la taza del váter. Una vez vaciada, se mete casi a rastras en la bañera, pega la cara a la loza fría del borde para recuperarse algo y deja correr el agua. Hay que darse prisa, me he quedado frita más de la cuenta; lo primero de todo, una cerveza larga que me equilibre en la medida de lo posible el organismo y algo de comer. Luego ya veremos, no puedo faltar a la fiesta, de alguna manera tendré que coger fuerzas, en este estado no puedo presentarme, con la que va a caer. Decide hacer tiempo hasta que los taxis se pongan en funcionamiento y sale rumbo a algún bar del barrio cuyos bocadillos le ofrezcan las mínimas garantías para empapar un par o tres de cervezas a gusto, pero en cuanto pone un pie en la acera, se da cuenta de que esta vez la cosa no va a resultarle tan sencilla. No quiere estar en casa pero tampoco en la calle o en un bar, ni en ningún otro lugar en particular. De hecho, no quiere estar en ningún sitio. Quiero desaparecer. Qué extraño. ¿Adónde voy? ¿Adónde va uno cuando quiere perderse en Barcelona?

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