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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (16 page)

BOOK: No acaba la noche
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Se han metido en el cuarto de baño y Ulrike mantiene su discurso debajo del agua de la ducha, a voz en grito para hacerse oír sobre el equipo de música del lugar cuya función es paliar el terror que le dan las duchas. «Ésa es la ventaja de Curra, que los hombres que te presenta son tíos que no te van a hacer daño, serían idiotas, porque al día siguiente, si no estás muerta, llamas a Curra y le dices lo que te ha pasado. Y si te matan, pues al día siguiente los trincan porque ella sabe quién estaba contigo. Pero no te preocupes, que no te matan, porque si empiezan a ponerse un poco raritos, tú les nombras como de pasada a la Susín, que ellos ya saben, no son tontos, unos cretinos, sí, pero no tontos, y fijo que se cortan.»

Sara Pop la deja hablar fascinada por esa capacidad para imaginar cosas terribles. No ha tenido miedo nunca, y achaca los temores de su amiga a la edad. Ulrike es diez años mayor, y ella imagina que, en esa década que le queda por delante hasta alcanzar la experiencia y la vida que la otra ha acumulado, seguramente le tocará vivir episodios que la hagan más cauta o incluso algún tipo de agresión que la saque de su candidez. Por el momento, todavía recuerda una bofetada que le propinó su padre la primera vez que, a los catorce años, llegó a casa borracha y de madrugada, como la peor muestra de violencia de su vida. «Yo creo —le grita a su amiga desde la taza del váter, mirando cómo se embadurna de crema hidratante de pies a cabeza— que lo que pasa es que estás un poco paranoica, tía. Yo vivo en la calle de Balmes y allí solo hay mamás guapas y gente con prisa, Además, te voy a contar una cosa que dijeron el otro día en la tele, que la droga puede afectarte al cerebro y ponerte paranoica, sobre todo las pastis, así que no te agobies tanto, porque los peligros que te imaginas no son culpa de los locos que andan por ahí, sino de tu cabeza, tía, que es que a veces se te va la mano con las pastis, y las pastis son superparanoicas, tía, yo no sé qué les encontráis, porque no controlas nada y luego pasa lo que pasa… Yo necesito controlar la situación, no me mola nada el rollito ese de flipar en las nubes, ya ves.» Y piensa, pero se guarda bien de decirlo, que acabas así, viviendo a los treinta años todavía de la gorda de la Susín, que está bien para un apuro o una juerga loca, pero no para que te controle la vida, ¡a los treinta! Al hilo, se le escapa en voz alta «porque yo quiero tener hijos, ¿sabes?». Y Ulrike, su cuerpo elástico ya cubierto con el albornoz y los rizos negros goteando: «Vale, allá tú, pero hazte una raya en el salón, que aquí se humedece con el vaho.»

Capítulo XII

Lo mejor de llegar a la redacción antes de las diez de la mañana es que te reciben las señoras de la limpieza con cara de pasmo. No ceder a la tentación de ejercer de jefe ante ellas, como si fueras un vulgar redactor que las advierte que los papeles no se tocan nunca, son sagrados, cuidado con las anotaciones en pedazos de diario o folio o en sobre, que son vitales, y ustedes, esto comunica el tono sin necesidad de palabras, no tienen puta idea de la relevancia que trastean.

—Pronto empezamos hoy —ellas.

—Pronto, sí —yo.

Lunes de redacción tras la gran dormida de sábado completo y dedicarles el domingo en exclusiva a mis tres difuntas. Falso. Más de veinticuatro horas intentando sin éxito no pensar en Eva Sacaluga, la traicionera sensibilidad de las resacas, cómo todo te llega hasta el fondo atravesando las carnes y el alma abiertas a lo bestia, indefensas. Me comía la rabia por no haberme quedado la noche con ella y la rabia de estar pensando en ella, y le iba a tocar a la fugaz Laurita pagar los platos rotos.

—Adivina quién soy. —Incluso a mí me sonó extraña no sólo la expresión, hasta la voz que utilicé para dirigirme a la discípula de Amalia de Pablos.

—¿Nos queda algo pendiente, periodista?

—Estuve hablando con la Serra y me gustaría compartir algunas impresiones contigo.

—Mañana a primera hora de la mañana puedes pasarte por el despacho, pero no te hagas ilusiones. Te tengo que dejar ahora. —Nada más.

Casi pude ver salir del auricular el cuello de garza de la chica estupenda. Estaba claro que en cualquier partida rápida ella tenía las de ganar, semejante entrenamiento para las distancias cortas. Si su maestra en el arte del amago había sido mi querida Amalia, bien por ella de nuevo. Resultaba rotunda, parecía invencible. Tanto que, antes de pensar cuál era el siguiente paso, preferí acercarme hasta la máquina de cafés para restablecer la confianza perdida tras no haber sido capaz de sorprender, qué sorprender, ni siquiera de provocar un titubeo en la chavala. ¿A qué estaba jugando yo ahora? Me había pasado el domingo entero contando las horas de espera hasta la llamada de la mujer ante cuyos besos interpuse un taxi ordinario y todos mis temores. Ella era la culpable de que acabara de concertar una cita con Laura, a quien decididamente no tenía ningunas ganas de volver a ver. La había llamado inventando trámites en los que ocupar el tiempo hasta que Eva diera señales de vida, pero lo único que podía decirme miss Ice, que mintió y que ya se había encargado de atarlo todo con la Serra, yo ya lo sabía. Cayeron todavía otros dos cafés infectos, pero cuando sonó el teléfono, aún estaba desierta la redacción del diario.

—Hola, vengador. —Joder, esa voz con la cara más preciosa, ese timbre de travestí me volvía loco, el apelativo recuperaba la broma en el punto en el que la habíamos dejado, pero en su tono no quedaba ni rastro de todo aquello.

—¿Dónde nos vemos?

—No tengas tanta prisa ahora. He hablado con Ulrike y tiene un rato para estar contigo hacia las siete de la tarde. Antes que nada, te advierto que no le apetece una mierda este encuentro, y que si lo hace es porque me lo debe, y con esto no quiero decir que tú me debas nada, ¿vale?

—Vale, entendido. A las siete, ¿dónde?

—A las seis te llamo. Dame tu móvil y ya te diré algo más concreto. Estaremos por los alrededores del Boulevard Rosa, en la rambla de Catalunya.

Se lo di.

—¿Todo bien?

—¿A ti qué te parece?

Colgó sin esperar respuesta dando por hecho que yo entendía sus razones, y claro que las entendía, o creía entenderlas, pero no me encontraba en disposición de darme tregua. Demasiada emoción. Hasta que colgué el teléfono no me di cuenta de que lo que me tenía atenazado y descolocado era la posibilidad de que no llamara, la casi certeza de que no lo iba a hacer. Pero sí, había llamado, Eva Sacaluga me tenía tan en cuenta como para esperar hasta el lunes, buscar el teléfono de mi periódico y marcarlo. Tanto como para molestarse en buscar a la amiguita de Sara Pop y ponérmela en bandeja. Con el ánimo alimentado, salí del periódico rumbo al taller de Estrella Sánchez, sintiéndome implacable, qué idiotez.

Un chaval que era la imagen misma que yo me había construido del Juan Marsé chaval haciendo de orfebre, guapetón, achulado y serio, me recibió en la puerta del taller de mi muerta treintañera. Vestía una bata azul marino salpicada y raída, y sus ojos eran también los del personaje que uno esperaría encontrar en las páginas de una novela años cincuenta, tristes y pardos. Todo eso, sólo que en ecuatoriano o peruano o algo así.

—Hola, ¿puedo hablar con el encargado? —Me sentí miserable por ir a hurgar sin aviso, a traición.

—Sí, un momento —contestó sin inmutarse.

Un hombre entrado en los sesenta apareció en el quicio frotándose las manos a la manera de los jesuitas. Alzó la cara como quien levanta un peso y me quedé colgado de una cicatriz azul que le surcaba la nariz desde la ceja hasta uno de los orificios. Azul cobalto.

—Estamos de remate, usted perdonará. —Sus gestos eran decididamente católicos, tenía algo de figura de El Greco: los rasgos demasiado alargados, una ligera asimetría facial—. ¿Viene por un encargo?

—No. Investigo la muerte de Estrella. —Sabía que el uso del nombre sin más y el término investigar llamaban a engaño, pero ya estaba embarrado en miserias. No era mi papel, y me pesaba—. ¿Trabaja usted… trabajaba con ella?

El jesuita de la cicatriz azul se presentó como Ricardo, a secas, maestro orfebre, y me cedió el paso a un almacén que, al contrario de lo que parecía desde el exterior, refulgía iluminado por la luz que la primavera barcelonesa colaba a través de numerosos tragaluces. El suelo, el techo, las paredes, todo era de hormigón gris garaje, pero en vez de resultar frío, el polvillo dorado que flotaba en el ambiente dibujando columnas exactas de luz bajo los tragaluces conseguía un efecto de mágica calidez. Con suavidad me fue conduciendo hasta el final de la nave donde tres chicos, entre ellos el que me había atendido a mi llegada, todos de similar procedencia, se afanaban sobre sendas mesas.

—Rematamos, como le he dicho, los encargos insoslayables. Después echaremos el cierre.

Me rendí ante la dignidad que denotaba aquel «insoslayables» colocado en su lugar exacto y volví a sentir la vergüenza cosquillearme en la nuca cuando solicité al trabajador herido en azul que nos retiráramos un momento para hablar a solas.

—¿Recuerda usted su jornada del pasado jueves 29 de abril?

—¿Quiere usted decir el día que mataron a Estrella? —Estrella, por su nombre, y el verbo matar en boca de aquel hombre sonaban a crónica histórica.

—Sí, me refiero a eso, aunque, en realidad, cuando murió, ya era el día siguiente.

—Sólo dijo que no volvería por la tarde. Ella tenía en cuenta ese tipo de atenciones, porque aquella advertencia era innecesaria. Creo que estaba contrariada.

—¿Por qué?

—¿Por qué estaba contrariada?

—O por qué lo cree.

—Porque se pasó la mañana saliendo. Cuando Estrella estaba contrariada, salía constantemente al bar de aquí al lado a tomar tés, todos lo sabíamos, no había nada más que objetar, y aquella mañana fue una de ésas.

—¿Le pareció que se trataba de una cuestión de trabajo?

—No, claro que no. —Su expresión inocente no dejaba lugar a dudas—. Aquí formamos un equipo, y los contratiempos los vivimos juntos. Era otra cosa… Pero yo de eso ya no sé nada.

—¿Solía venir a buscarla Juan, su marido?

La misma cabeza que a mi llegada se había levantado con esfuerzo bajó como con un resorte, los ojos fijos en las manos, y las manos, de nuevo, frotándose el polvo con gesto de cura. Me pareció, pero seguramente fueron imaginaciones, que la cicatriz azul de la nariz se teñía aún más cuando apretó las mandíbulas. A Ricardo, Juan no le hacía la menor gracia, estaba claro.

—De eso yo… —Y levantó las manos mostrando unas palmas secas de dedos romos.

Cualquier pregunta más me habría resultado vergonzosa frente a aquella cicatriz que denotaba antiguos tornos. Era más que suficiente, y me despedí con todo el decoro que fui capaz de sacar del poco que me quedaba. Tramposo. Eso era lo más dulce que podía dedicarme después de la visita.

Así que Estrella Sánchez se había pasado la mañana entre la cafetería y el taller, contrariada, según palabras de su maestro orfebre. ¿Y por la tarde? ¿A qué dedicaste, guapa, la última tarde de tu vida? Tu marido había llegado a casa la noche anterior tarde, muy tarde, y borracho, me lo ha contado Tito Ros, que se lo cruzó en la plaza Reial ya de madrugada. Igual incluso te lo encontraste todavía despierto a esas horas de la mañana en las que se cruzan los borrachos y los currantes. ¿Era eso lo que te tenía contrariada? Si Ros no miente, lo dudo, porque debería tratarse de una situación a la que estabas acostumbrada. Extraño. ¿Puede uno acostumbrarse a ese tipo de cruce matinal? ¿Besabas a tu marido empapado en alcohol, ahumado, recién llegado de la noche más guarra con la tibieza blanca de las sábanas todavía en la boca? ¿Cada vez? ¿O acaso le pedías un cambio o le echabas una bronca, o sólo lo mirabas desde lejos y salías contrariada? Contrariada. Más bien furibunda me imaginaba yo a una mujer que aguanta esa desconexión total con su pareja. La vi saliendo a la calle con su contrariedad, y llegando al almacén de los tragaluces donde Ricardo y los tres inmigrantes la habrían saludado, ¿con afecto? Al menos, el mayor, sí. «Aquí formamos un equipo, y los contratiempos los vivimos juntos», una aseveración que decía mucho de Estrella, de su manera de ser. No me extrañaba que aquel hombre no le tuviera ley a Juan Santos.

29 de abril. 20.00 horas

Acaban de dar las ocho de la tarde cuando Amalia de Pablos llega al Sant Jordi con el rostro todavía un poco abotargado, un aspecto y una morosidad de diez de la mañana en los movimientos que contrastan con la febril actividad de gentes vestidas y pintadas de gala. En cuanto cruza el umbral de la gran carpa acondicionada para la cena, la aborda Laurita resplandeciente, enfundada en un vestido negro de raso de cuello alto sin mangas que recorre como una segunda piel su pequeño cuerpo de proporciones exactas hasta los pies. «Están todos, Amalia, ab-so-lu-ta-men-te todos, y más, incluso algunos extranjeros que no habían confirmado asistencia. Hay un poco de cabreo por el asunto de las declaraciones, pero creo que los he convencido, dos ruedas de prensa son más que suficientes. A propósito, una pena que te hayas perdido la del mediodía. Redonda, cari, ha salido redonda.» El cuello soberbio de la joven parece alargarse de orgullo con las explicaciones, y toda ella vibra en cada información ante su jefa. «No te lo pierdas, hemos conseguido dos conexiones en directo con televisión, una en Telecinco y otra en La 2. Y ahora viene lo bueno, ¡las dos serán en los telediarios! Caaaari, creo que la Susín, después de esto, nos va a poner una placa en su asqueroso jardín. Todavía no le he dicho lo de los telediarios, te estaba esperando, pero no le creas que me ha sido fácil lidiar con todas las hienas.»

Amalia sigue las explicaciones de la chica con curiosidad. Pero la sorpresa no le viene de lo que está oyendo, sino de cómo lo está escuchando. Desde muy lejos. Entiende lo que recibe, sigue el hilo de las cuitas e incluso les presta atención, pero le llegan en forma de murmullo lejano, como si estuviera paseando por algún remoto malecón, sin apremios ni intenciones, y se parara a escuchar el rumor del mar, ese sonido que llega siempre relegado a un segundo plano, condenado a ser un ruido de fondo. El primer plano lo ocupa su percepción de Laura, conoce esa tensión que emana de la chica como un estado propio, muy familiar, pero perdido. Se reconoce en la joven, refleja al detalle una imagen de sí misma que hasta ese preciso instante no era consciente de haber abandonado. ¿Cuándo ha dejado de trepidar con su trabajo, cuándo la aparición de un acto en un directo de televisión ha dejado de ser un orgasmo dichoso? La invade una intensa sensación de extrañeza que la obliga a repetirse que Laura es su ayudante, casi su amiga, que la conoce desde que era una chavalina y se tumbaba en la proa de la barca de los De Pablos como una lagartija tostada para hacer la ruta de Cadaqués a Port de la Selva. Tiene que recuperar esos recuerdos y agarrarse a ellos para despachar la impresión de que se encuentra delante de una total desconocida. Ésta, ignorante, sigue con lo suyo: «Ha corrido la voz de que lo de la Casa Real era un bulo y están como locos, sobre todo los fotógrafos y las tontas de sociedad. Todos los que cubren la Casa Real han venido, y no veas qué aires, como si fuera la boda de una infanta, Marichi incluso se ha echado al cuello un collar con unas piedrecitas que cortan la respiración.»

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