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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

No acaba la noche (9 page)

BOOK: No acaba la noche
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—Tengo entendido que otra de las fallecidas, Sara Pop, también trabajaba con ustedes. —No se le movió un músculo de la cara.

—Ah, sí —fingió reflexionar—, la chica López. Trabajar, lo que se dice trabajar, la pobrecita Sara trabajaba ya poco. Tenía demasiados gastos, una vida muy por encima de sus posibilidades, y cada vez menos requerimientos en las pasarelas, por eso nos ocupábamos en ocasiones de ella. Pero no laboralmente, claro, ¿qué iba a hacer aquí? Atendíamos sus llamadas para poder asistir a alguna que otra fiesta, y nosotras, por supuesto, siempre que podíamos le echábamos una mano.

—¿Qué tipo de mano? —El diálogo estaba alcanzando una tirantez que sólo se le escapaba a Sandra Pita, la socia, cuyo rostro mantenía el mismo gesto de luto que a mi llegada, la mirada perdida más allá de la cortina, mientras su mente vagaba Dios sabe por qué mundos.

—Era una chica sin futuro. —Tajante, seca. Así de simple. Ahora sí. Esa última afirmación tensó a la gorda, pero no por la chica y su futuro, sino contra mí, y esa tensión me hizo casi feliz. Su lucha interna había acabado por aflorar, poco, pero lo suficiente. Quería partirme la cara, estaba acostumbrada a partirle el alma a la gente, a gestionar sus discreciones, y ahora no podía permitirse el pequeñísimo lujo de partirle la cara a un insignificante insolente como yo, a un mierda—. Ahora tengo que marcharme. Espero que nuestra conversación haya satisfecho sus necesidades. Si necesita algo más, no dude en preguntárselo a mi socia.

La socia en cuestión salió inmediatamente de su ensueño para darse de narices con la mirada pétrea de la Susín. Pude ver cómo intentaba interrogarla con los ojos, seguramente decirle «No me he enterado de nada de lo que habéis hablado hasta ahora, así que dame pistas», pero la otra ya se iba. Después, un elocuente portazo y la sonrisa de Sandra Pita volviéndose hacia mí, pero su gesto rogaba clemencia.

—Le preguntaba a la señora Susín por las ocupaciones de Sara Pop. Por lo que me ha contado, ustedes se portaban con la chica como unas verdaderas señoras, qué digo, como un par de madres. —Era mi única posibilidad, atacar directamente y probar suerte. Si había seguido la conversación, aunque fuera desde su nube, me mandaría a la mierda, pero de lo contrario…

—Ésa es la pura verdad —afirmó abriendo todavía más sus ojos de lechuza depresiva—, y ya ve con qué moneda nos pagaba.

Se levantó de la silla a la que estaba, más que sentada, encaramada, y desplazó su figura filiforme hasta el gran ventanal que daba al jardín. Al verla volví a imaginármela desayunando alcohol. Había podido comprobar que no estaba borracha, pero si lo hubiera estado no se habría comportado de manera diferente. Tiraba de su cuerpo hacia la cristalera y casi me sentí obligado a ayudarla cuando levantó el brazo para correr la cortina a punto de jadear por el esfuerzo.

—El señor Gasch i Llobera está consternado, y a nosotras, desde luego, nos ha dejado en pésimo lugar. Imagínese, todo un alto cargo del Govern mezclado con delincuentes y drogadictos, ¡con asesinos extranjeros! Quién iba a imaginarse que la niña… La marrana de su amiguita, ésa tiene la culpa. Ya se lo decía Curra: «Esa chica no te conviene, sólo puede traerte problemas», pero una no puede estar en todo, si tuviéramos que vigilar a todas las chicas nos volveríamos locas, ¿se hace usted cargo? Sólo espero que no se moleste más al pobre Gasch i Llobera, todo un señor, se lo aseguro. Menos mal que es buena persona, porque otro igual se volvía contra nosotras, y no quiero ni pensar en las consecuencias. —Se dio la vuelta llevándose una mano a la cabeza para retirar de la frente un mechón que no le caía.

—Ya me han hablado de la amiga a la que se refiere, una buena pieza, por lo que tengo entendido. Vanesa… —aventuré, pensando en un nombre que pareciera verosímil para, no sé, una amiguita golfa.

—No, no. Se hace llamar Ulrike, pero su verdadero nombre es otro, ahora no recuerdo, Ernesta o Francisca, muy ordinario. Aunque puede que también se haga llamar Vanesa, claro. Qué mal gusto para los nombres tiene la pobre. Aquí ya no queríamos ni verla, pero como se atreva a aparecer a partir de ahora, yo, desde luego, llamo a la policía. —Y la cabeza de pajarito mareado asentía casi con brío hasta que un sollozo agudo le cortó la respiración—. Es espantoso, espantoso, ¿por qué tiene que pasarnos todo esto a nosotras? —gimoteó dando cuatro pasos hacia donde yo estaba.

Me levanté y acudí al consuelo de aquella imagen desvalida. Al abrazarla para que pudiera apoyar su cabeza en mi hombro, no se me ocurrió nada más original, me encontré con una codorniz pegada al pecho. Tenía el esqueleto frágil de esos pajaritos que se comen como quien devora angelillos, y entre lo que temblaba y su poco peso, me pregunté qué haría con los trozos cuando por fin se me rompiera entre las manos.

Aquella mujer era un regalo del cielo por mi buena conducta. Había amanecido rodeado de fantasmas femeninos y ni siquiera me había tocado un poco. Premio. No sabía si su locuacidad era sincera o inducida por aquella que gestionaba las discreciones, pero no me cabía duda de que los datos sí eran reales. Podía ser que aquel desastre de mujer pajarito fuera una inconsciente de tomo y lomo, o tonta, o incluso un poco demente, y me hubiera soltado todo lo que la otra callaba. Pero también era posible, más, probable, que Curra Susín lo hubiera preparado todo para que yo acabara manejando los nombres de Gasch i Llobera y la tal Ulrike sin tener que intervenir directamente en ello. No me parecía una mujer que dejara cabos sueltos. Tenía que conocer las debilidades de su socia, y si se atrevió a dejarme solo con ella era por algo, desde luego. Qué personaje.

Y mi niña Pop de carita frutal en manos de ese ser. ¿Qué era eso de que llevaba una vida muy por encima de sus posibilidades? Puede que las pasarelas le dieran la espalda, pero allí estaba, en los dominicales, con su ropa interior de oferta pícara, sentada sobre una colcha de pétalos de flores con el morrete fruncido. Lo primero que hice al llegar a casa fue volver a abrir el suplemento de
El País
por la página 85. A ver, pequeña, cuéntame cuál es el camino que lleva desde esa cama romántica hasta la puerta del Paradís, desde las braguitas color fresa y el sostén bordado hasta ejercer de escudo de un asesino rumano. ¿Quién te quería? ¿Quién te hacía daño? ¿Quién es esa Ulrike tan pervertida a los ojos de la maestra de las perversiones? Allí estaba la chica con aire de inocencia, los ojos muy abiertos, y podía ver la maléfica sombra de la Susín sobre la pared de aquel dormitorio de pegolete para publicidad de revista. Hija de puta. Me irritaba de pura ternura, mecagoen la leche, Sara Pop, a tu edad uno es todavía inmortal, indestructible. Me duele tu muerte como no me han dolido ninguna de las otras, estoy herido de tu edad. A los veinte, uno puede hacerlo todo, absolutamente todo, jugar con el mal, poner el culo, torear a la señora de las putas, arriesgar el pellejo noche tras noche tras noche todas las noches del año, porque a tu edad uno no corre todavía riesgos, no debe estar alerta, no puede. A los veinte uno está en la obligación de vivir por encima de sus posibilidades, claro que sí, es imprescindible ser más lista de lo que se es, y más vieja y más rica de lo que se es, y más puta. Si no, ¿qué? Sin esa ristra de irresponsabilidades necesarias, ¿qué sería del futuro de los otros, del porvenir de las jóvenes que estudian, se ennovian y suenan con lavadoras, hipotecas y maternidades? Miraba la imagen de la chica semidesnuda y sólo quería acunarla, lamerle las lágrimas intuidas, las primeras lágrimas que ya debían de haberle empezado a brotar tras algunas sesiones que preferí no imaginar. Sara Pop en la frontera de la edad, todavía indestructible pero ya consciente de su papel, veinte años, todavía inmortal pero ya corriendo los riesgos conscientemente. ¿Eras tú esa que yo pienso, mi niña rubia? Caía la tarde templada de mayo y me quedé dormido con la cara contra la revista.

29 de abril. 15.00 horas

Sandra Pita se muerde un dedo sin uña con la pasión de un roedor, sentada en un amplio sofá de piel blanca donde, dada su delgadez, habrían cabido cinco Pitas más. A las tres de la tarde ha mirado ya catorce veces la hora desde que a la una y media llegó la masajista. La tiene enfrente, sumisa y vulgar, sentada fingiendo que estudia un manual de tai-chi que da, a lo sumo, para una lectura de veinte minutos. Tras realizar todos esos cálculos, cambia a otro dedo al que le queda algo de cutícula y agarra el teléfono móvil decidida a llamar a Curra, pese a prever rayos, truenos y granizo. «La chica sigue aquí», es todo lo que puede decir antes de que les llegue desde la planta de arriba la voz cazallera de la Susín cagándose en la raja de la virgen, de una virgen cualquiera, si es que queda alguna, cosa dudosa en esta puta ciudad, y cosas así. La escalera le queda detrás del asiento, lo que permite a Sandra oír bajar a su compañera al trote de elefante sin necesidad de enfrentarse directamente a ella. Sí puede ver, en cambio, la cara de espanto de la jovencita que tiene enfrente, cómo baja el librillo hasta las rodillas, abre la boca, la vuelve a cerrar y deja resbalar inmediatamente los ojos hasta depositarlos justo allí donde ha dejado el manual, lamentando no poder arrancárselos, los ojos y la cabeza entera, para esconderlos debajo, «Esa chica huele a cocina gallega —se planta Susín delante de Pita, que permanece inmóvil, señalando al techo con el índice , huele a col, como las pulas en tu tierra.»

Curra Susín es pequeña, gorda y rebotuda, pero cuando se desata puede llegar a hacer asfixiante un salón como el de su casa, de un centenar largo de metros cuadrados. A pesar de llevar juntas más de dos décadas, su compañera, amiga y sirviente sigue temiendo sus ataques de cólera, así que mira a la masajista con lástima y teme seriamente que le dé una lipotimia a fuerza de aguantar la respiración. Toma aire y se enfrenta al trueno. «¿Masaje o comida?» Es demasiado tarde para andarse con remilgos. A las cinco tienen que estar en el palacete recibiendo a los organizadores de la cena, los músicos ya deben de estar probando el sonido, y han llamado un par de veces de la alcaldía.

Desde el piso de arriba les llegan unos sollozos ahogados que sólo pueden provenir de la chica nueva. Desde luego, corto trayecto. Llegó ayer mismo a probar suerte al reclamo de la gran fiesta. Por su edad, muy menor todavía, y su aspecto desvalido, la Susín se encoñó al instante y se empecinó en que volviera esa misma mañana para dar el aprobado a un material tan prometedor. Y resulta que la chavala le ha olido a col, vaya por Dios.

La jefa se deja caer en el sofá con una mueca de asco en la cara, y al hacerlo se le abre el albornoz negro dejando al descubierto dos muslos amarillentos de carne blanda que se cierran mórbidos bajo una tripa excesiva, masculina. En algún lugar allá al fondo debe de quedar el área de insatisfacción genital que impide a la masajista alzar los ojos. Recuesta la cabeza y con los ojos cerrados expulsa un suspiro afónico. Curra Susín sabe que todo está atado y bien atado, porque lo que a esas alturas no esté resuelto, ya no tiene solución, y ella no puede permitirse esos lujos. El único lujo que puede permitirse es continuar manteniendo a su pusilánime amiga al lado para que le recuerde en todo momento la inutilidad del resto del mundo, como un chivato imprescindible para no bajar la guardia.

«Hala, chata, para arriba —dice dirigiéndose a la masajista pero mirando al jardín—, y dile a esa otra que se suene los mocos y que deje de babear, que algo haremos, que se pase esta noche por Montjuïc y que se dé una ducha, por favorrrrr… Toda agua será poca, me parece…»

Sube la joven en un silencio felino y sólo entonces Curra Susín se cierra el albornoz sobre las piernas. Ha decidido no comer por el simple gusto de ver sufrir a su colaboradora y porque además sabe que, si ella ayuna, la otra se obligará también a hacerlo. Tiene que darle aún algunas instrucciones: que llame a Sarita Pop y asegure su presencia y la de sus amigas zangolotinas, seguramente de morros por el poco caso que se les ha hecho frente las asistentes internacionales; que no falten proveedores de nada, de nada en absoluto; que prolongue como sea la incógnita sobre la asistencia de algún miembro de la Casa Real hasta que se abran las puertas, que… No le apetece mirarla a la cara, piensa que si lo hiciera sería incapaz de contenerse las ganas de darle una bofetada o de morderle la boca hasta hacerla sangrar. Puede ordenarle todo eso sin enfrentarse a ella, sin necesidad de arrancarle un labio, pero al fin y al cabo es lo mismo, Sandra se va a hacer la dolida, lo está, y si algo la asquea desde hace un tiempo es percibir la vejez y la autocompasión en la cara de la que ha sido su mejor amante. ¿Ha envejecido de golpe o es ella la que se ha pasado los últimos años sin mirarla? Sandra es unos cinco años menor que ella, lo que en la sesentena quiere decir poco, pero empieza a verla más como a un remedo de madre, como si procediera de la generación anterior a la suya. No se reconoce a sí misma en la mujer que la acompañaba desde que, con cuarenta, lo abandonaran todo, maridos, hijos, vida y muerte, para estar juntas. Como si para ella hubieran pasado sólo diez años y para su amiga, en cambio, más de treinta.

Consciente de que Sandra está esperando alguna respuesta, alguna orden, cualquier gesto de cariño o desprecio, se levanta sin dejar de mirar al jardín y sube en silencio hasta el pequeño gimnasio donde la masajista ya la espera vestida de profesora de aerobic morbosa figurante en película pomo. A ella sí la mira mientras deja caer el albornoz, intentando clavarle entre los ojos todo el desprecio que le despierta y gran parte del que siente por el resto del mundo. Se tumba y le advierte un «hoy no quiero pajas» que suena como una amenaza.

Capítulo VII

Despertarte con el papel de un dominical pegado a la cara no es agradable. Era medianoche, estaba soñando con Sandra Pita, no había abierto los ojos y todavía podía jugar con los últimos jirones de esa ensoñación que ya había iniciado su escapada hasta las regiones donde acaban los sueños. No recuerdo dónde estábamos, en un bar, creo que coctelería. Sí, seguro, era una coctelería. Yo bebía y miraba de reojo hacia un armario situado a la entrada. Allá estaba la socia de Curra Susín, colgada de una percha como si fuera un abrigo, llorando mansamente, sacudida de tanto en tanto por un ligero golpe de hipo.

La imagen venía de lejos. Cuando era pequeño, mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí a tomar el aperitivo dominical con sus amigos y los hijos de éstos. Una familia, la de los Ramírez, acudía a la cita directamente de misa de doce, circunspectos, emperifollados y con un halo de santidad, el aire bovino de las representaciones católicas. Ninguno de los demás íbamos a la iglesia, pese a que mi madre siempre se ha declarado católica, apostólica y casi romana, y en mi cabeza infantil los Ramírez componían una especie exótica. Aquella rareza del culto despertaba una admiración morbosa entre nosotros. La primogénita, Cristina, era también la mayor de todos los niños que acudíamos al aperitivo, en total, no más de diez. Pongamos que la media de edad, en la época que yo más recuerdo, era de ocho años y ella ya había cumplido los once, toda una eternidad. Su mayor afición consistía en explicarnos asuntos relacionados con la iglesia, la misa y las pías actividades que su familia llevaba a cabo, y lo hacía de un modo tan truculento que pasábamos aquellas veladas embelesados a su alrededor. Explicaba que a Jesús le clavaban clavos en las manos y en los pies, y que ella había tocado los agujeros de la carne y que no sangraban porque ya se le habían acabado los líquidos del cuerpo después de agotar las lágrimas y haber llorado incluso pis y sangre. Cosas así. Pero lo más aterrador no eran los mártires ni los sacrificios, sino las narraciones detalladas de sus visitas al Cottolengo. Se trataba del lugar, según Cristina, donde las familias de Barcelona y alrededores llevaban a criaturas deformes, monstruos humanos nacidos por error de Dios o por castigo, que no querían tener en casa. Ellos, los Ramírez, que por suerte y buen comportamiento jamás habían tenido que recurrir a tan espantosa institución, se acercaban todas las Navidades para llevarles a los monstruos los juguetes viejos en previsión de que los Reyes Magos evitaran aquella parada. Sólo recuerdo uno de aquellos seres con los que la niña Ramírez nutría nuestra imaginación: el chico percha. Se trataba de un niño nacido sin esqueleto o con el esqueleto tan blando, apostillaba, que no le sostenía el peso. Por eso, la única manera que el Cottolengo había encontrado para mantenerlo con vida consistía en colgarlo de una percha al techo, como si estuviera de pie. Exactamente así se encontraba Sandra Pita cuando me desperté aquel miércoles de la pegajosa siesta vespertina.

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