—Abrevia, ¿qué queréis?
—Aquí, mi amigo, que está interesado en que le cuentes cómo era Enrique.
Giró, no la cabeza, sino todo el cuerpo hacia donde yo me había quedado tieso, estupefacto por la interpretación de Orteguita, pero sobre todo por la familiaridad con la que trataba a aquel batracio, y francamente sorprendido de que éste le siguiera la corriente cuando a todas luces le acababa de colocar una trola de las que hacen época. Pensé que me iba a preguntar para qué quería la información o por qué estaba investigando o algo parecido, pero en cambio me lanzó con los ojos una advertencia aterradora e intentó apoyarla con palabras.
—Mira, tío —esa voz, joder, ese hilillo de sonido infantil—, sea lo que sea lo que quieras oír, yo no tengo esa información. Una cosa sí puedo decirte: olvídate de Enrique. Si lo conocías, ya no lo conoces. Si no lo conocías, eso que sales ganando. Vienes por lo del Paradís y aquello fue mierda pura. Ni droguitas, ni pistolitas, ni juegos de cama. Lo de Enrique son otros asuntos. Yo no los conozco, ¿me entiendes? Tú no los conozcas. Aprende de las chicas y dedícate a otra cosa.
Fui a abrir la boca, pero Ortega me puso la mano sobre el brazo y apretó para que no lo hiciera. Se despidió de su amigo Tavito asintiendo con la cabeza y me indicó con un gesto que tocaba retirada. No tenía fuerzas para oponerme después del martirio al que acababan de someter a mis sentidos. Salimos rápido, esta vez solos.
De vuelta hacia Barcelona, sin apartar los ojos de la carretera, fue Ortega el primero en abrir la boca.
—Ya ves, colega, Más claro, agua.
Aquello resultó demasiado para mí, que llevaba una acumulación insana de decepciones empozada a la altura del esternón.
—¿Más claro, agua? ¡Más claro, los cojones! Que yo sepa, hemos venido hasta esta zona que me tengo radicalmente prohibida, hemos vuelto a ver y sobre todo a oler la puta mierda demasiado de cerca, y hemos salido igual que llegamos. Peor, porque además nos vamos con la sensación de que ese hijo de puta de tu amigo se estará riendo de nosotros durante una semana, si es que su boca de culo le permite reír, que lo dudo.
—Pero, bueno, no me estarás hablando en serio, ¿no?
—Si quieres, te lo canto.
—No esperarías que Tavito te diera direcciones y teléfonos, ¿o es que acostumbras a sacar tus fuentes de los patios de colegio? El tío nos lo ha dejado bien claro, y te aseguro que, tal como lo he visto, en ésta se la jugaba. Mira, tío, cuando Tavito Culodeoro te admite que se ha retirado y que tiene miedo, que ni más ni menos es lo que nos ha venido a decir, más vale que te pongas en guardia. Te habrás fijado que el tío no es precisamente una clarisa. Pues imagina los niveles en los que se mueve el otro para que le queden grandes, qué digo grandes, le aterran.
Tenía toda la pinta de ser el segundo baño que me pegaba el periodista en una semana, y eso duele, sobre todo cuando se trata de un tipo que no suele merecerte demasiado respeto. Mantuve el tipo.
—Según tú, ¿qué nos ha venido a decir?
—Uno: Enrique era, es, un tipo peligroso, no un camellete de
after
, sino una pieza dura. Dos: sus negocios no eran la droga, aunque la vendiera, ni tenían que ver con las armas que le encontraron en el local; esas armas debían de tener otro tipo de uso. Tres, y éste es el verdadero mensaje: si no te olvidas de Enrique, te puede pasar como a las chicas. Te lo ha dicho clarinete: aprende de ellas. —E hizo un gesto peliculero con el pulgar como si se cortara el cuello.
Entramos en Barcelona por la Gran Vía. A esas horas de un miércoles que ya era jueves, la ciudad descansaba plácida, sin apenas tráfico. Nosotros rodábamos en silencio, yo con el cansancio que ya se me había echado encima y Ortega seguramente preguntándose por la clase de animalillo que llevaba sentado a su derecha. Hace falta mucho trato para familiarizarte con el lenguaje del lumpen, con sus maneras y sus medias palabras. El periodista llevaba ya cerca de dos décadas en esos manejos, y de repente entendí su retirada, la higiene de los teléfonos de redacción y las ventajas que ofrece la intimidad con los comisarios. Al menos ellos no esconden a chicas en habitaciones como armarios.
El pitido del móvil me avisó de que tenía un mensaje. Era Tito Ros, que me pedía una llamada, pero me pudieron las ganas de llegar a casa y dormir hasta que el cuerpo decidiera hartarse de descanso.
—Pepe, ¿quién era aquella chica desnuda?
—¿La Mari? Su hermana pequeña.
30 de abril. 2.30 horas
Los ruidos de jarana que llegan del exterior se mezclan con ritmos electrónicos suaves procedentes de la pequeña carpa destinada a alargar la noche con sillones, pista de baile y servicio de copas incluidos. Sentada en una precaria silla de madera, Amalia de Pablos lleva ya más de dos horas recluida en la trastienda del acontecimiento, sin cenar, sin apenas moverse, enfrascada en sus nuevas sensaciones. ¿Hay que hacerle caso al miedo cuando se presenta? ¿Es el miedo un síntoma, un signo, algo fuera de sí mismo? Siente el miedo como la vanguardia de un ejército arrasador, un miedo que engendra más miedo, temores en cadena. Piensa, piensa más, no cedas al terror, y sobre todo no cedas a la tentación, no salgas, no claudiques, no te salves.
La extrañeza que sintió en un momento ante su madre, la que la ha invadido un rato antes frente a Laura, son una anécdota comparadas con el asombroso desconocimiento de aquella que se le ha plantado delante desde hace unas horas, o que lleva todo el día a su lado, y es ella misma pero no exactamente ella. Ha intentado repasar los acontecimientos vividos desde ayer, en la fiesta de los Pàmies. Allí, como de costumbre, se sintió una extraña, pero una extraña para sus amigos, no para sí misma. Aquel grupo de matrimonios selectos y relativamente tradicionales se ha acabado convirtiendo en una especie de conciencia de fracaso y, por más que lo intenta, no consigue encontrar en su interior ni un ápice de cariño hacia ninguno. Cree quererlos, seguramente desea hacerlo, ha crecido con muchos de ellos y compartido momentos cruciales de su vida, pero puede más el desprecio mutuo. No es un gran desprecio, ojalá, sino pequeñas desatenciones acumuladas que con el tiempo se han ido convirtiendo en un desdén mediano y ofensivo. Ahora ya no queda cariño. Nada nuevo, concluye, sólo este acto de enunciar lo ya sabido, un ejercicio de higiene y sinceridad que debería haber realizado hace ya mucho tiempo.
El miedo arranca justo después, en la parada en Collserola y aquel colchón… Incluso si los pasos oídos en el bosque y la sensación de estar acompañada fueron fruto de su imaginación, allí contempló algo aterrador que no logra situar, enfocar. Sentada en el
backstage
de la fiesta, llega un momento en el que sabe que no va a poder descifrarlo, porque cada vez que llega al punto en el que la memoria vuelve a enfrentarla al siniestro colchón, la repugnancia puede con el ejercicio racional y la aleja una y otra vez de aquel escenario en un despiste de imágenes y sensaciones banales. No te salves —insiste—, no te salves en esto.
Suena el móvil y vuelve a reconocer el número de Enrique. Es la segunda llamada que le hace en una hora, y duda si atenderla. La primera vez no ha contestado porque, en cuanto ha caído en la cuenta de que era él, le ha sobrevenido un miedo irracional, el mismo terror que ahora no logra sacudirse de encima. Vuelve a quedarse paralizada oyendo el timbre del móvil una y otra vez, sintiendo de nuevo ese mismo temor de brea. No sabe en qué sentido, pero Enrique tiene que ver con la escena que ha vivido en el bosque, está mezclado en ese momento horrible. Iba a su encuentro cuando decidió pararse y no deja de culparlo de todo lo sucedido, no está segura de si justa o injustamente le achaca parte de la responsabilidad. Él y su altillo trampa donde las bestias campan a sus anchas, él, siempre dispuesto a bajar hasta el fondo de los instintos y acogerla en los momentos más sucios. Su disgusto consigo misma duerme en aquel antro y Enrique está en el centro mismo del desconocimiento y del miedo de esa noche de descubrimientos. Deja de sonar el teléfono y al cabo de un par de minutos recibe un mensaje: «Pásate por aquí. Te echo de menos. Un beso.» Esto sí que es una novedad, Enrique cariñoso y requiriendo su presencia. A ver si es que todo el mundo ha decidido revisar sus afectos y sus actos a la vez que ella. La sorpresa y ese inusual gesto de ternura le hacen sopesar la posibilidad de acercarse al Paradís a última hora. Será una despedida, sólo será ese gesto que hace falta para que todo lo pensado se concrete, adiós Enrique y tu altillo y adiós a la perra que se pone entre tus garras para jugar a la muerte. No estoy, ya no estoy ahí. No tengo nada que ver. Eso hace falta, un gesto, los gestos escriben y hacen creíbles las decisiones, sin ellos, todo es humo. Aun así, duda de si vuelve a ser autoengaño o verdad, pero por lo mismo decide probarlo. Probarse.
Cuando por fin se levanta, ve que se ha quedado helada. Tiene las piernas entumecidas y le duelen los dedos de los pies dentro de las botas. Sale a la gran sala con la sensación de emerger de un sueño o, al contrario, de entrar en él. Son cerca de las dos de la madrugada, pero todavía quedan más de un centenar de asistentes, casi todos apiñados entre la zona de la prensa y la que acoge a los invitados de diversas asociaciones de la ciudad. Más allá, la pequeña cubierta denominada
chill-out
se ve a rebosar. Iluminada en tonos rojos intermitentes, parece un ligero infierno en el que famosetes medio pelo, funcionarios, algún político y representantes de profesiones liberales bien situados alternan con falso calor.
Amalia siente que está a punto de ponerse a tiritar y, tras preguntar a varios conocidos, localiza a Laurita, que no ha abandonado su papel de anfitrioncilla orgullosa. En ese momento departe con uno de los jóvenes emergentes de la siempre renqueante derecha nacional y un par de mujeres de ademanes ebrios. Se da cuenta de que la chica finge no haberla visto y, segura de que el juego no durará demasiado, se sienta a la mesa más cercana a ellos a la espera de que se acerque.
«Estoy cansada, no tengo muchas ganas de hablar», le dice la joven por todo saludo. Amalia nota que va colocada. Y que miente, es una forma de revancha por el mal rato que le ha hecho pasar hace unas horas y también una defensa para ocultar los restos de culpabilidad que deben de quedarle. «Escúchame, y quiero que entiendas lo que voy a decirte. Tengo miedo. Hay momentos esta noche en los que he estado verdaderamente aterrada, es como si todo lo que conozco se estuviera deshilachando, o mejor, como si fuera de arena y se cayera… No es una sensación agradable, te lo puedo asegurar… Voy al grano, todo esto es un rodeo, voy a pedirte un favor que te va a costar aceptar, pero te suplico que, antes de contestar, lo pienses y me des el crédito que necesito. Esta noche voy a ir al Paradís a despedirme de Enrique para siempre, y tengo miedo, ya te lo he dicho. No porque vaya a hacerme algo ni nada parecido, no creo ni siquiera que se enfade, pero aun así tengo miedo, y el miedo no se puede explicar. Quiero que me acompañes.» En la cara de Laura, a medio camino entre la incredulidad y la sorpresa, Amalia puede ver que se va a negar. «No volveré a pisar ese garito infecto —afirma con altivez la chica—, esto ya lo habíamos hablado alguna vez, no pienso entrar en el Paradís, y no entiendo por qué me lo pides. —No sirve de mucho que Amalia le repita sus intenciones—. Bueno, pongamos que te creo, que ya es mucho poner, y que por fin has entrado en razón y dejas de ver a ese cerdo, ¿para qué coño tienes que despedirte de él? No vayas, sencillamente, no vayas.» La De Pablos encaja el golpe sin rencor. Es parte de la venganza de la chica, y una vez que ha empezado a hablar tiene derecho a seguir haciéndolo, ya que es ella, Amalia, la que había vuelto, y además con un ruego. No hay piedad para los débiles, que no haya piedad para el que se rebaja a la súplica. Laura tiene la lección bien aprendida. Sorprendentemente, Amalia no pierde la calma ni le duele. Sigue hablando como si no hubiera oído lo dicho. «Me ha llamado varias veces. Entiéndelo como un forma de liquidar las cosas, de poner punto final sin que quede la sensación de tener algo pendiente…» Se da cuenta de que por ese camino no va a conseguir nada, la atención de la otra empieza a dispersarse. Cuando uno está colocado necesita emociones intensas, sensaciones fuertes, o pierde el interés. «Laura, escúchame, antes te lo he dicho de manera poco correcta y ahora te lo repito con otras palabras: es como si yo ya no estuviera aquí. Ha pasado algo, todavía tengo que descubrir qué es concretamente, pero seguramente sólo son cosas de la edad, me estoy haciendo vieja y quiero otro ritmo, otra vida menos dolorosa, y no me digas que a los cuarenta aún soy joven, etcétera; me siento envejecida, gastada. Sabes que mi cabeza no funciona bien ahora, creo que quiero recuperar lo que he ido borrando, saber quién soy y qué he hecho en los últimos años… Cuando digo que me retiro de escena, me refiero también a la agencia. No quiere decir que me vaya a deshacer de ella, demasiado me ha costado y es todo lo que tengo, pero sólo permaneceré como propietaria de una parte, la otra es para ti, y el trabajo y la dirección también son para ti. No los quiero… Calla, sigue escuchando, necesito este gesto para cerrar la puerta y salir tranquila, y sólo te pido que me eches una mano, no tienes ni que tomar una copa, sólo acompañarme al Paradís, esperarme diez minutos, no llegará a diez, y volver a salir conmigo. Mañana arreglaremos el resto.»
Bien. Esta vez sí que lo ha conseguido. Laurita la mira estupefacta. El cuello, más estirado que nunca, mantiene el rostro en alto como una máscara aislada de ojos inmensos y boca abierta en un gesto grotesco. «No es un chantaje, ni un intercambio, no te cedo la agencia a cambio de que me acompañes, porque estoy serena, y yo serena no hago ese tipo de estupideces. Sólo te pido que vengas conmigo e intento explicarte hasta qué punto llegan mis decisiones.» Nota cómo lucha la joven por que la alegría que debe de haberle acelerado el corazón no se le salga por todos los poros, pero ya resplandece y todo la delata: el temblor de las manos, los ojos brillantes, el cambio de talante: «Tampoco te pongas así, cari, piensa las cosas con más calma, porque hoy estás como fuera de ti. De todas formas, cuenta conmigo.» Ni siquiera la afecta la mezquindad que envuelve estas últimas palabras, ese «cari» recuperado. La siente a años luz y, en el fondo, ella también la está utilizando, como si fuera un perro protector, o quizá lo que necesita es un testigo.