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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (5 page)

BOOK: No mires atrás
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—Unos treinta y siete centímetros. No es precisamente un pie de gigante. Podría ser el de ella. —El fotógrafo hizo varias fotos de las huellas. Luego se quedó meciéndose en la vieja barca. No habían encontrado los remos, y por eso tenía que remar constantemente con la mano para mantenerse en buena posición. Cada vez que la barca se movía, se inclinaba peligrosamente—. ¡Está entrando agua! —gritó preocupado.

—¡Tranquilo! ¡Aquí tienes un cuerpo entero de salvamento! —contestó Sejer.

Cuando por fin el fotógrafo hubo terminado, había hecho más de cincuenta fotos. Sejer bajó de la barca, dejó los zapatos y los calcetines sobre una piedra, se remangó los pantalones y se metió en el agua. Se encontraba a un metro de la cabeza de la mujer y vio que llevaba un colgante alrededor del cuello. Lo levantó cuidadosamente con una pluma que llevaba en el bolsillo.

—Un medallón —dijo en voz baja—. Seguramente es de plata. Hay algo escrito. Una H y una M. Prepárame una bolsa.

Se inclinó y desengachó la cadena, luego quitó el anorak.

—Tiene la nuca roja —observó—. Una piel inusualmente blanca, pero con la nuca muy roja. Una mancha fea, del tamaño de una mano.

El médico forense, Snorrason, llevaba botas de goma. Se metió en el agua y examinó uno por uno los globos oculares, los dientes, las uñas. Tomó nota de la piel perfecta y de las manchas ligeramente rojas; había varias, como casualmente dispersas por el cuello y por el pecho. Observó detenidamente el cuerpo, las piernas largas, la ausencia de lunares, algo más bien raro, y no encontró más que una pequeña petequia en el hombro derecho. Tocó cuidadosamente con una espátula de madera la espuma que había junto a la boca de la mujer. Era compacta y firme.

—¿Qué es eso? —preguntó Sejer señalando la boca de la joven.

—En principio diría que se trata de un líquido proveniente de los pulmones, un líquido que contiene proteínas.

—¿Lo cual significa?

—Ahogamiento. Pero también puede significar otras cosas.

Tomó una muestra de esa sustancia raspando. Al cabo de un rato salió más espuma de la boca de la víctima.

—Le fallaron los pulmones —explicó el forense.

Sejer apretó la boca mientras contemplaba el fenómeno.

El fotógrafo sacó más fotos de la mujer, esta vez sin el anorak.

—Ya podemos moverla —dijo Snorrason tumbándola cuidadosamente boca abajo—. Un incipiente y ligero rigor, sobre todo en la nuca. Una mujer grande, bien hecha y en buen estado. Hombros anchos. Buena musculatura en brazos, muslos y pantorrillas. Tal vez deportista.

—¿Ves alguna señal de violencia?

El médico examinó de cerca la espalda y la parte posterior de las piernas.

—Excepto el rubor de la nuca, no. Alguien puede haberla agarrado fuertemente por la nuca y empujado de bruces al agua. Obviamente cuando aún estaba vestida. Y luego la han sacado del agua, la han desnudado con todo cuidado, la han tumbado y la han tapado con el anorak.

—¿Alguna señal de abusos sexuales?

—Aún no lo sé.

Se puso a tomarle la temperatura, imperturbable en medio de todo el mundo, y luego contempló pensativo el resultado.

—Treinta grados. Teniendo en cuenta las escasas livideces cadavéricas, y solo un ligero rigor de nuca, fijaría el momento de la muerte dentro de un límite de unas diez o doce horas.

—No —replicó Sejer—. No, si este es el lugar donde murió.

—¿Vas a hacer de forense ahora?

Sejer negó con la cabeza.

—Se ha llevado a cabo una operación de búsqueda por aquí esta mañana. Un grupo de hombres con perro ha estado buscando junto a esta laguna a una niña que había desaparecido. Seguramente pasaron por aquí entre las doce y las dos. No estaba entonces. La habrían visto. Por cierto —añadió—, la niña ha aparecido.

Miró a su alrededor, contemplando el fango con los ojos entornados. Un pequeño puntito luminoso captó su atención. Lo cogió cuidadosamente.

—¿Qué es esto? —dijo.

Snorrason miró lo que Sejer tenía en la mano.

—Una pastilla o una píldora.

—Tal vez encuentres el resto en su estómago.

—Es muy posible. Pero por aquí no veo ningún frasco.

—Quizá la llevara suelta en el bolsillo.

—En ese caso encontraremos polvo en sus vaqueros. Métela en la bolsa.

—¿Puedes reconocerla así sin más?

—Podría ser cualquier cosa. Pero las pastillas más pequeñas son a menudo las más fuertes. Lo averiguarán en el laboratorio.

Sejer hizo una seña a los hombres de la camilla y se quedó observándolos con los brazos cruzados. Por primera vez en mucho rato levantó la vista y miró hacia arriba. El cielo estaba pálido y los puntiagudos abetos rodeaban la laguna como espadas levantadas. Claro que lo averiguarían. Se lo prometió a sí mismo. Averiguarían todo lo sucedido.

Jacob Skarre, nacido y criado en Søgne, esa risueña región del sur, acababa de cumplir los veinticinco años. Había visto a muchas mujeres semidesnudas, pero nunca a ninguna tan desnuda como a esa chica junto a la laguna. Se le ocurrió en ese momento, sentado en el coche al lado de Sejer, que esa muerte le había impresionado más que ninguna de las que había visto hasta entonces. Tal vez porque la mujer yacía como si quisiera ocultar su propia desnudez, de espaldas al sendero, con la cabeza agachada y las rodillas encogidas. Pero la habían encontrado a pesar de todo, y habían visto su desnudez. Le habían dado la vuelta una y otra vez, le habían levantado los labios y examinado los dientes, habían mirado sus párpados por dentro. Le habían tomado la temperatura mientras se encontraba boca abajo con las piernas separadas. Como a una yegua en una subasta.

—Seguramente era bastante guapa, ¿verdad? —señaló Skarre estremecido.

Sejer no contestó. Pero se alegró de la observación. Había encontrado a otras jóvenes y había oído otro tipo de comentarios. Siguieron un rato en silencio con las miradas clavadas en la carretera, pero más allá veían siempre ese cuerpo desnudo. La columna vertebral pronunciada, las plantas de los pies con la piel ligeramente enrojecida, las piernas con pelos rubios; la veían flotando por encima del asfalto como un espejismo. Sejer tuvo una extraña sensación. Eso no se parecía a nada de lo que había visto antes.

—¿Estás de guardia esta noche?

Skarre carraspeó.

—Solo hasta las doce. Le hago un par de horas a Ringstad. Por cierto, me dijeron que estabas pensando en tomarte una semana de vacaciones. Ahora te las fastidiarán, ¿no?

—Eso parece.

En realidad, se había olvidado de ello.

En la mesa, delante de él, tenía la lista de personas desaparecidas.

Contenía solo cuatro nombres, dos de los cuales eran de hombres, y las dos mujeres habían nacido antes de 1960, por lo que no podía tratarse de la mujer hallada junto a la laguna de la Serpiente. Una había desaparecido del Hospital Central, de la sección de psiquiatría; la otra de una residencia de ancianos del municipio vecino. «Altura: 1,55 centímetros. Peso: 45 kilos. Pelo blanco.»

Eran las seis de la tarde, y aún podrían pasar un par de horas antes de que algún alma preocupada se decidiera a notificar la desaparición a la policía. Habría que esperar a las fotos y al informe de la autopsia, de manera que él no podía hacer gran cosa. Al menos hasta que conocieran la identidad de la mujer. Cogió la chaqueta de cuero del respaldo de la silla y bajó en el ascensor a la planta baja. En recepción, hizo una elegante inclinación ante la señora Brenningen y recordó en ese instante que ella, de hecho, era viuda, y que tal vez llevara una vida parecida a la suya. Era guapa, rubia como Elise, pero más rellenita. Se dirigió al aparcamiento en busca de su coche particular, un viejo Peugeot 604, color azul hielo. En su interior veía la cara de la muerta, sana y redonda, sin maquillaje. La ropa era buena. El pelo rubio y liso, bien cuidado; las zapatillas de deporte, caras. En la muñeca llevaba un valioso reloj Seiko. Se trataba de una mujer de vida decente, que procedía de un hogar ordenado y estructurado. Había encontrado a otras mujeres cuyos rostros revelaban claramente otro estilo de vida. Y sin embargo, se había llevado alguna que otra sorpresa. Aún no se sabía si el cuerpo de esa joven estaba repleto de alcohol o de drogas, o de alguna otra miseria. Todo era posible; las cosas no eran siempre lo que aparentaban ser. Cruzó lentamente la ciudad, pasando por la plaza y por el parque de bomberos. Skarre había prometido llamarle en cuanto alguien notificara la desaparición de la joven. En el medallón llevaba grabadas las letras H. M. Helene, pensó, o tal vez Hilde. No pasaría mucho tiempo antes de que alguien llamara. Esa chica había sido de las que acudían a los lugares puntualmente, de las que llevaban una vida ordenada.

Al meter la llave en la cerradura oyó el golpe seco del perro, que bajó de un salto del sillón prohibido. Sejer vivía en un edificio, el único de la ciudad que tenía trece plantas, razón por la cual resultaba bastante ridículo en el paisaje. Al igual que un monolito conmemorativo que hubiera crecido demasiado, se erguía hacía el cielo entre las demás edificaciones. Si a pesar de ello se había mudado allí veinte años antes con su mujer, Elise, era porque el piso tenía una distribución excelente y unas vistas vertiginosas. Se veía toda, absolutamente toda la ciudad desde allí, y cuando pensaba en las alternativas, todo lo demás le parecía claustrofóbico. Una vez dentro, uno se olvidaba del aspecto externo del edificio; el interior del piso era acogedor y cálido, con las paredes revestidas de madera. Los muebles habían sido de sus padres, viejos y sólidos, de roble pulido con arena. Las paredes estaban en su mayor parte cubiertas de libros, y en el poco espacio que quedaba colgaban algunas fotografías escogidas. Una de Elise, varias de su nieto y de su hija Ingrid, un dibujo a carbón de Käthe Kollwitz, recortado de un catálogo de arte y puesto en un marco de charol negro: «La Muerte con muchacha entre los brazos», una foto de él mismo lanzándose al vacío sobre el aeródromo, y otra de sus padres, posando solemnemente con traje de domingo. Cada vez que miraba a su padre, su propia vejez se le hacía incómodamente próxima. Al igual que este, se le hundirían las mejillas, y las orejas y las cejas le seguirían creciendo, proporcionándole su mismo aspecto.

Las reglas de esa comunidad, en la que las familias vivían apiladas una encima de otra, como en el monolito del escultor Vigeland, eran muy severas. Estaba prohibido sacudir las alfombras desde el balcón, razón por la que él las llevaba a la tintorería cada primavera. En realidad, ya tocaba. Kollberg, que así se llamaba su perro, dejaba montones de pelos por todas partes. La junta de la comunidad de propietarios había dedicado una reunión a tratar exclusivamente el tema del perro, y al final lo habían aceptado, tal vez porque su dueño era policía y representaba cierta seguridad tenerlo en la casa. Sejer no se sentía encerrado, puesto que vivía en la última planta. La vivienda estaba limpia y ordenada, como un reflejo de lo que había en su interior: orden y visión de conjunto. Solo el perro tenía un rincón de la cocina donde el pienso flotaba en charquitos de agua; ese rincón era el punto débil de Sejer. Su relación con el perro se caracterizaba mucho más por los sentimientos que por la autoridad. El baño era el único lugar del piso con el que no estaba satisfecho; ya se ocuparía de él. Ahora tenía que centrarse en esa mujer y tal vez en algún loco que andaba suelto. No le gustaba. Era como encontrarse ante una curva oscura sin poder ver lo que hay a la vuelta.

Separó las piernas para recibir el arrollador abrazo del perro. Le dio un rápido paseo por detrás del edificio y agua fresca. Había leído ya medio periódico cuando sonó el teléfono. Bajó el volumen de la minicadena, y sintió cierta impaciencia al descolgar. Alguién podría haber avisado ya a la policía; tal vez tuvieran un nombre.

—¡Hola, abuelo! —oyó.

—¿Matteus?

—Voy a acostarme. Es de noche.

—¿Te has cepillado los dientes? —preguntó, y se sentó en el banco que había junto al teléfono.

Podía ver la carita color moca y los blanquísimos dientes del pequeño.

—Me lo ha hecho mamá.

—¿Y te has tomado la pastilla de flúor?

—Mmm.

—¿Y has rezado tus oraciones? —bromeó.

—Mamá dice que no tengo que hacerlo.

Charló un buen rato con su nieto, con el auricular muy pegado a la oreja para no perderse ni uno de los pequeños suspiros y susurros de aquella voz clara. Era dulce y suave, como el sonido de una flauta en primavera. Al final intercambió unas palabras con su hija. Oyó un ligero suspiro resignado cuando le contó lo que habían encontrado junto a la laguna, como si le gustara muy poco lo que su padre había elegido para llenar su vida. Suspiraba como lo hacía Elise. No mencionó a su hija su propio trabajo en la Somalia arrasada por la guerra civil. Miró el reloj, y pensó de repente que en algún lugar había otra persona haciendo lo mismo. En algún sitio había alguien esperando, alguien que miraba por la ventana y observaba el teléfono, y que esperaba en vano.

La comisaría era una institución abierta día y noche, y daba servicio a un distrito de cinco municipios, habitados por ciento quince mil ciudadanos buenos y malos. En todo el edificio del Juzgado trabajaban más de doscientas personas, de las cuales ciento cincuenta pertenecían a la comisaría. De ellas, treinta y dos eran detectives, pero como siempre había permisos, cursillos o seminarios impuestos por el ministro de Justicia, en la práctica nunca había más de veinte personas dedicadas al quehacer diario. Era demasiado poco. Según Holthemann, el jefe, el público ya no constituía el centro, sino que se encontraba más bien al margen.

Los casos menores eran solucionados por un solo detective, y los más complicados por equipos. En total, entraban a chorros entre catorce y quince mil casos al año. Durante el día, el trabajo consistía normalmente en la tramitación de solicitudes de gente que deseaba colocar puestos en la plaza para vender flores de seda o figuras de masa de pan, o que deseaba manifestarse en contra de algo, por ejemplo, del nuevo túnel. También había que revisar el control automático del tráfico: gente encolerizada entraba constantemente para estudiar fotos reveladoras de ellos mismos en el momento de pasarse la línea continua o cruzar con el semáforo en rojo. Unos treinta o cuarenta al día aguardaban en la sala de espera resoplando y con la cartera temblando en la chaqueta. Otra tarea habitual consistía en tripular el coche policial, llamado
Pelle
, aunque los policías no se disputaban esa importante labor. También había que llevar y traer a detenidos ante el Juzgado de Primera Instancia. Los hombres de la comisaría presentaban solicitudes de días libres y permisos que debían tramitarse, y, además, el día estaba repleto de reuniones. En la quinta planta se encontraba la sección judicial, donde cinco abogados colaboraban eficazmente con la policía. En la sexta planta se hallaba la cárcel comarcal. En el tejado estaba el «patio», desde donde los internos podían ver un trozo de cielo.

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