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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (2 page)

BOOK: No mires atrás
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—Señora Album —dijo—, han salido a buscar a su hija, ¿no es así?

—Unos vecinos. Se han llevado un perro.

Volvió a hundirse en el sofá.

—Nos ayudaremos mutuamente.

Sejer se sentó en un sillón frente a la mujer y se inclinó hacia delante sin apartar la vista de ella.

—Enviaremos una patrulla con perros. Ahora hábleme de Ragnhild. Cómo es, qué aspecto tiene y cómo va vestida.

La mujer no contestó; se limitó a mover enérgicamente la cabeza. Su boca estaba rígida e inmóvil.

—¿Ha llamado a todos los sitios imaginables?

—Tampoco hay tantos —susurró la mujer—, y ya he llamado a todos.

—¿No tienen ustedes familiares en otras partes de la comarca?

—No tenemos a nadie. No somos de aquí.

—¿Ragnhild va a la guardería?

—No, no conseguimos plaza.

—¿Tiene hermanos?

—Solo la tenemos a ella.

Sejer intentó aspirar sin que se notase.

—En primer lugar —dijo—, la ropa que lleva puesta. Con todos los detalles posibles.

—Un chándal rojo —tartamudeó la mujer—, con un león sobre el pecho. Chubasquero verde con capucha. Zapatillas deportivas: una verde y otra roja.

La mujer hablaba a trompicones; apenas se oía su voz.

—¿Y Ragnhild? Descríbamela.

—Un metro diez. Dieciocho kilos. Pelo muy rubio. Acaba de pasar la revisión médica de los seis años.

Se acercó a la pared sobre el televisor, donde había unas fotografías colgadas. La mayor parte de ellas eran de Ragnhild, una con traje regional, y otra con un hombre vestido de uniforme del ejército, probablemente el marido. La mujer escogió una de su hija y se la alcanzó. El pelo de la niña era casi blanco, el de la madre negro. Pero el padre era rubio; podía verse un poco de pelo debajo de la gorra del uniforme.

—¿Cómo es su hija?

—Confiada —dijo ella entre sollozos—. Habla con todo el mundo.

Esa confesión hizo temblar a la madre.

—Este tipo de niños son los que mejor se defienden en este mundo —aseguró Sejer—. Tendremos que llevarnos la foto.

—Lo comprendo.

—Dígame —dijo Sejer sentándose de nuevo—, ¿dónde suelen ir los niños de este pueblo cuando van de excursión?

—Al fiordo. A la playa del Cura o a Horgen. O a lo alto de la colina. Algunos van al embalse y otros al bosque.

Sejer miró por la ventana y contempló los oscuros abetos.

—¿Alguien vio a Ragnhild después de que se marchara?

—El vecino de Marthe se encontró con ella junto al garaje cuando iba a trabajar. Lo sé porque llamé a su mujer.

—¿Y dónde vive Marthe?

—En Krystallen. A solo unos minutos de aquí.

—¿Llevaba con ella su cochecito de muñecas?

—Sí. De la marca Brio. Color rosa.

—¿Cómo se llama ese vecino que la vio junto al garaje?

—Walther —contestó sorprendida—. Walther Isaksen.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—Trabaja en la empresa Dyno. En el departamento de personal.

Sejer se levantó y se acercó al teléfono. Llamó a Información, consiguió el número, marcó y esperó.

—Necesito hablar con un empleado suyo cuanto antes. Su nombre es Walther Isaksen.

La señora Album lo miraba preocupada desde el sofá. Karlsen estudiaba las vistas a través de la ventana: las colinas azules, los campos y el capitel blanco de una iglesia a lo lejos.

—Soy Konrad Sejer, de la policía —dijo—. Estoy en Granittveien cinco, puede imaginarse el motivo de mi llamada.

—¿Ragnhild sigue sin aparecer?

—Así es. Tengo entendido que usted la vio cuando ella salió de la casa.

—Estaba cerrando la puerta del garaje.

—¿Miró usted el reloj?

—Eran las ocho y seis minutos; se me había hecho un poco tarde.

—¿Está usted seguro de que era exactamente esa hora?

—Tengo un reloj digital.

Sejer calló mientras intentaba memorizar el camino que habían recorrido.

—Entonces ¿usted la dejó a las ocho y seis minutos junto al garaje y se fue en su coche directamente al trabajo?

—Sí.

—¿Bajó por Gneisveien y salió a la nacional?

—Exacto.

—Supongo —dijo Sejer—, que a esa hora casi todo el mundo se dirige hacia la ciudad y hay poco tráfico en sentido contrario.

—Así es. Nadie va en dirección a nuestro pueblo. Allí no hay puestos de trabajo.

—A pesar de eso, ¿se encontró usted con algún coche en el camino? ¿Alguien que se dirigiera al pueblo?

El hombre se lo pensó mientras Sejer esperaba. La habitación estaba silenciosa como una tumba.

—Pues sí, ahora que lo dice. Me encontré con uno abajo, en la parte llana. Justo antes de la rotonda. Una furgoneta, creo. Llena de manchas y hecha un desastre. Iba muy despacio.

—¿Quién iba dentro?

—Un hombre —contestó vacilante—. Un hombre solo.

—Me llamo Raymond —dijo sonriendo.

Ragnhild levantó la vista y vio el rostro sonriente en el espejo retrovisor. También vio la colina bañada por el sol de la mañana.

—¿Damos una vuelta en el coche?

—Mi mamá me está esperando —contestó en un tono de niña precoz.

—¿Has estado alguna vez en lo alto de la colina?

—Una vez. Con mi papá. Llevamos bocadillos.

—Se puede subir en coche —explicó él—, desde la parte de atrás, ¿sabes? ¿Quieres que subamos?

—Quiero irme a casa —contestó la niña, esta vez un poco insegura.

El hombre cambió de marcha y frenó.

—Solo una vueltecita —rogó.

Hablaba en voz muy baja. A Ragnhild le pareció que el hombre estaba muy triste, y no estaba acostumbrada a ir en contra de los deseos de los adultos. Se levantó, se acercó al asiento y se inclinó hacia él.

—Una vuelta muy corta —dijo—. Hasta lo alto y luego volvemos a casa enseguida.

El hombre dio marcha atrás por Feltspatveien y volvió a bajar la cuesta.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Ragnhild Elise.

El hombre se movió en el asiento, carraspeó y dijo en tono pedante:

—Ragnhild Elise, no puedes ir de compras tan temprano. Solo son las ocho y cuarto de la mañana. La tienda está cerrada.

La niña no contestó. Sacó a Elise del cochecito, se la puso sobre las rodillas y le colocó bien el vestido. Luego le quitó el chupete. La muñeca empezó a llorar, un llanto agudo y metálico de bebé.

—¿Qué es eso?

El hombre frenó en seco y miró por el espejo retrovisor.

—Es Elise. Llora cuando le quito el chupete.

—¡No me gusta! ¡Pónselo otra vez!

El hombre se puso nervioso, y el coche fue dando tumbos hacia los lados.

—Mi papá conduce mejor que tú —dijo la niña.

—He tenido que aprender yo solo —exclamó el hombre, malhumorado—. Nadie quiso enseñarme.

—¿Por qué no?

El hombre no contestó; se limitó a hacer un movimiento con la cabeza. El coche ya estaba en la carretera nacional, avanzó en segunda hasta la rotonda y cruzó la carretera emitiendo un rugido oxidado.

—Estamos llegando a Horgen —dijo la niña, contenta.

El hombre seguía sin contestar. Diez minutos más tarde giró a la izquierda y comenzó a subir por la ladera. Pasaron por un par de granjas con los graneros pintados de rojo y algún que otro tractor aparcado. El camino era cada vez más estrecho y con más baches. A Ragnhild se le estaban cansando los brazos de ir agarrando el cochecito. Por fin dejó la muñeca en el suelo y puso un pie entre las ruedas para que hiciera de freno.

—Aquí vivo yo —dijo de repente el hombre deteniéndose.

—¿Con tu mujer?

—No, con mi padre. Pero está en la cama.

—¿No se ha levantado aún?

—Siempre está en la cama.

La niña miró por la ventanilla y vio una casa muy curiosa. Había sido originalmente una pequeña cabaña a la que alguien había añadido un trozo y luego otro. Ninguna de las partes tenía el mismo color. Junto a la casa había un garaje de hojalata. El patio delantero estaba cubierto de plantas y arbustos sin podar. Un viejo arado oxidado estaba siendo progresivamente tragado por ortigas y dientes de león. Pero a Ragnhild no le interesaba la casa, había divisado otra cosa.

—¡Conejos! —exclamó impresionada.

—Sí —dijo el hombre, animado—. ¿Quieres verlos?

Salió del coche de un salto, abrió la puerta trasera y bajó a la niña. Andaba de un modo muy extraño, contoneándose. Era patizambo; tenía las piernas tan cortas que no parecían normales y los pies muy pequeños. Desde su ancha nariz, de la que colgaba una gota grande y transparente, hasta el labio inferior, un poco prominente, había muy poca distancia. Ragnhild pensó que no era muy viejo, aunque se movía como un anciano. Resultaba muy curioso. La cara de un chico sobre el cuerpo de un viejo. Raymond fue hasta la jaula y la abrió. Ragnhild estaba como petrificada.

—¿Puedo coger uno?

—Sí, puedes elegir.

—Ese pequeño marrón —dijo fascinada.

—Ese es Påsan
.
El más majo de todos.

Abrió la jaula y sacó al animalito. Era un gordito
wedder
de color café con leche, con las orejas caídas. Agitaba enérgicamente las patas, pero al instalarse en los brazos de Ragnhild se tranquilizó. Por un instante la niña permaneció muda. Notaba en sus manos los latidos del corazón del animal. Le tocó con cuidado una oreja. Era como tener un trozo de terciopelo entre los dedos. El hocico, negro y húmedo, brillaba como un caramelo de regaliz. Raymond estaba a su lado mirándola. Tenía a una chica para él solo, y nadie los había visto.

—La foto —indicó Sejer—, con la descripción personal, se enviará a los periódicos. Si no hay contraorden, se imprimirán esta noche.

Irene Album se desplomó sobre la mesa sollozando. Los demás se miraban las manos en silencio a la vez que observaban la temblorosa espalda de ella. La mujer policía estaba alerta con un pañuelo preparado. Karlsen movió su silla y miró el reloj.

—¿Ragnhild tiene miedo a los perros? —quiso saber Sejer.

—¿Por qué lo pregunta? —dijo la mujer entre sollozos.

—Porque a veces, buscando a niños con patrullas de perros, nos ha ocurrido que se esconden al oír a nuestros pastores alemanes.

—No tiene miedo a los perros.

Sejer repetía esas palabras en su cabeza: «No tiene miedo».

—¿Y no ha logrado usted dar con su marido?

—Está en Narvik de maniobras —susurró—. En algún lugar de la planicie.

—¿No utilizan el teléfono móvil?

—Están fuera de cobertura.

—¿Y quiénes son los que han salido a buscarla?

—Chicos del vecindario. Los que están en casa durante el día. Uno de ellos tiene teléfono móvil.

—¿Cuánto tiempo llevan fuera?

La mujer miró el reloj de la pared.

—Más de dos horas.

Ya no le temblaba la voz; ahora sonaba como si estuviese drogada, casi apática, como si hablara medio dormida. Él se inclinó hacia delante y le habló tan lentamente y con tanta claridad como pudo.

—Aquello que teme más que nada seguramente no ha sucedido. ¿Lo entiende? Lo normal es que los niños desaparezcan por tonterías. Es más, continuamente desaparecen niños precisamente porque son niños. No tienen sentido del tiempo ni de la responsabilidad, y son tan condenadamente curiosos que persiguen cualquier capricho que se les mete en la cabeza. Así son los niños, y por eso desaparecen. Pero lo más normal es que vuelvan a aparecer tan de repente como se fueron. A menudo sin ninguna explicación de dónde han estado y qué han hecho. Pero por regla general —Sejer respiró hondo— vuelven sanos y salvos.

—¡Sí! —dijo la mujer mirándolo fijamente—. ¡Pero ella nunca había desaparecido antes!

—Está creciendo y haciéndose mayor —insistió Sejer—. Cada vez se atreve a hacer más cosas.

Dios me ampare, pensó inmediatamente, tengo respuesta para todo. Se levantó de nuevo y marcó otro número. Refrenó un impulso de volver a mirar el reloj; no sería más que otra advertencia de que el tiempo pasaba, y advertencias así no les hacían ninguna falta. Habló con la policía, les hizo un resumen de la situación, les pidió que se pusieran en contacto con la organización Ayuda Popular Noruega, les dio las señas de la madre y les facilitó una rápida descripción de la niña: vestida de rojo, pelo casi blanco, cochecito rosa de muñecas. Preguntó si se había recibido alguna información. No habían recibido nada. Volvió a sentarse.

—¿Ha mencionado o hablado Ragnhild últimamente de algún desconocido?

—No.

—¿Llevaba dinero? ¿Puede haber ido a una tienda de chucherías?

—No, no llevaba dinero.

—Este es un pueblo pequeño —prosiguió Sejer—. ¿Alguna vez, mientras paseaba, su hija se ha subido en el coche de algún vecino?

—Sí, alguna vez. Hay unas cien casas en esta ladera, y ella conoce a casi todo el mundo. También conoce sus coches. A veces, Marthe y ella han bajado hasta la iglesia con sus cochecitos de muñecas y luego han regresado en el coche de algún vecino.

—¿Van a la iglesia por alguna razón especial?

—Hay un niño enterrado en el cementerio, un niño a quien las dos conocían. Cogen flores para llevarlas a su tumba, y luego regresan a casa. Creo que les resulta muy emocionante.

—¿Ha buscado usted alrededor de la iglesia?

—Llamé a las diez para preguntar por Ragnhild. Cuando Marthe me dijo que se había ido a las ocho, me metí en el coche. Dejé la puerta de casa abierta por si ella volvía mientras yo estaba fuera. Fui hasta la iglesia y luego a la gasolinera. Allí salí del coche y busqué por todas partes. Me pasé por el taller mecánico y me acerqué hasta la parte de atrás de la central lechera. Luego fui al colegio de los pequeños y miré en el patio, porque allí tienen toboganes y esas cosas. Después busqué en la guardería. Ella tenía tantas ganas de ir…

Sollozó de nuevo. Los demás seguían sentados en silencio, esperando. La mujer tenía los ojos hinchados y arrugaba desesperadamente el vestido entre los dedos. Poco a poco dejó de llorar y volvió a apoderarse de ella la apatía, un escudo que la mantenía a salvo de las peores perspectivas.

Sonó el teléfono. Un repentino pitido de mal agüero. La mujer dio un saltó en el sofá, dispuesta a cogerlo, pero vio la mano de Sejer como una señal de
STOP
en el aire. Él descolgó.

—Hola, ¿está Irene? —Parecía la voz de un chico.

—¿Con quién hablo? —preguntó Sejer.

—Thorbjørn Haugen. Estamos buscando a Ragnhild.

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