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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (5 page)

BOOK: No sin mi hija
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Pronto me cansé de la retórica. Si esto era lo que se decía en los noticiarios de habla inglesa, ¿qué se diría en los iraníes?, me pregunté.

Sayyed Salam Ghodsi, al que llamaban Baba Hajji, era un enigma. Raras veces estaba presente en la casa, y casi nunca hablaba con su familia sino era para convocarla a la plegaria o para leerle el Corán, pero su influencia empapaba toda la casa. Cuando salía, por la mañana temprano, después de sus horas de oración, vestido siempre con el mismo traje manchado de sudor, murmurando plegarias y pasando las cuentas del
tassbeads
, evidentemente dejaba tras de sí su voluntad de hierro. Durante todo el día, mientras alternaba sus ocupaciones con viajes a la
masjed
, la pesada aura de su tenebrosa presencia seguía flotando sin duda en la casa. Su padre había sido un hombre de turbante. Su hermano había recibido recientemente el martirio en Irak. Consciente en todo momento de sus distinguidas credenciales, se comportaba con el aire indiferente de quien se sabe superior a los demás.

Al final de su largo día de trabajo y oración, Baba Hajji creaba un verdadero tumulto a su regreso al hogar. El ruido que hacía la verja de hierro al abrirse, a las diez en punto, desencadenaba la alarma. «¡Baba Hajji!», exclamaba alguien, y el aviso se propagaba rápidamente por la casa. Zohreh y su hermana menor, Fereshteh, se cubrían durante el día con
roosaries
, pero el regreso de su padre provocaba una rápida adición del
chador
.

Llevábamos cinco días como huéspedes de Baba Hajji, cuando Moody me dijo:

—Tienes que empezar a llevar
chador
en casa… o, al menos, tu
roosarie
.

—No —le respondí—. Tanto tú como Mammal me dijisteis antes de venir que no tendría que cubrirme dentro de casa. Lo comprenderán, dijiste, porque yo soy americana.

Moody prosiguió.

—Baba Hajji está muy molesto porque no te cubres. Ésta es su casa.

El tono de Moody era sólo en parte compungido. Había en él también un fondo de autoridad… una cualidad casi amenazadora. Yo conocía bien esta faceta de su personalidad, y la había combatido en el pasado. Pero aquél era su país, su gente. Evidentemente, no podía elegir en aquel asunto, pero cada vez que me ponía mi odiado pañuelo para presentarme ante Baba Hajji, me recordaba a mí misma que pronto regresaría a casa, en Michigan, a mi país, a mi gente.

A medida que pasaban los días, Ameh Bozorg se volvía menos cordial. Se quejó a Moody por nuestro derrochador hábito americano de ducharse cada día. Al prepararse para nuestra visita, ella había ido al
hamoom
, el baño público… porque el ritual en cuestión lleva un día completo. Desde entonces, no se había bañado, y obviamente no tenía intención de hacerlo en un futuro inmediato. Ella y el resto de su clan se vestían con la misma sucia ropa día tras día, a pesar del bochornoso clima.

—No podéis ducharos cada día —nos dijo.

—Tenemos que hacerlo —replicó Moody.

—No —dijo ella—. Limpiáis todas las células de la piel, y pillaréis un resfriado en el estómago y os pondréis enfermos.

La discusión terminó en un empate. Nosotros continuamos duchándonos a diario. Ameh Bozorg y su familia continuaron oliendo mal.

Pese a insistir en su propia limpieza, Moody, increíblemente, no parecía darse cuenta de la suciedad que le rodeaba hasta que yo se la hacía notar.

—Hay bichos en el arroz —me quejé.

—Eso no es cierto —repuso—. Lo que pasa es que estás decidida a que no te guste nada de aquí.

Durante la cena, aquella noche, pasé la cucharilla subrepticiamente por el arroz, recogiendo varios bichos negros que amontoné en el plato de Moody. No es de buena educación dejar un bocado en el plato, así que, para no ofender, Moody se comió los bichitos. Y comprendió.

Lo que sí advertía Moody por sí mismo era el ofensivo olor que flotaba por toda la casa cada vez que Ameh Bozorg decidía que era necesario prevenir el mal de ojo. Esto se hacía quemando unas hediondas semillas negras en un difusor, un plato de metal en el que se habían abierto algunos agujeros, como un colador. El difusor es esencial para cocinar el arroz al estilo iraní, esparce el calor uniformemente, permitiendo la formación de la costra. Pero en manos de Ameh Bozorg, lleno de semillas que se quemaban lentamente y paseado por todos los rincones de la casa, era un instrumento de tortura. Moody aborrecía aquel olor tanto como yo.

Algunas veces, Mahtob jugaba con niños que iban de visita, y lograba entender algunas palabras en parsi, pero el ambiente le era tan extraño que siempre permanecía cerca de mí y de su conejito. Una vez, para pasar el rato, conté las picaduras de mosquito que tenía en la cara. Eran veintitrés. Su cuerpo entero, de hecho, estaba cubierto de rojos verdugones.

A medida que pasaban los días, Moody parecía ir olvidando que Mahtob y yo existiéramos. Al principio de nuestra estancia, había traducido todas las conversaciones, todos los comentarios, por irrelevantes que fueran. Ahora ya no se preocupaba de ello. Mahtob y yo éramos exhibidas ante los invitados, y luego teníamos que permanecer sentadas durante horas, tratando de parecer satisfechas, aunque no comprendiéramos nada. Pasaron varios días durante los cuales Mahtob y yo no hablamos más que una con la otra.

Juntas esperábamos —vivíamos para— el momento de regresar a América.

Una olla de comida se cocía incesantemente en el fuego para comodidad de todo aquel que tuviera hambre. Muchas veces veía a personas que probaban un poco de un gran cucharón, dejando que el residuo de su boca volviera a caer en la olla o simplemente derramándolo en el suelo, que, por otra parte, estaba lleno de rastros de azúcar dejados por descuidados bebedores de té. Las cucarachas campaban a sus anchas por la cocina, igual que en el baño.

Yo ya no comía casi nada. Ameh Bozorg solía guisar
joreshe
de cordero para la cena, haciendo un uso generoso de lo que ella llamaba el
dohmbeh
. Se trata de una bolsa de grasa sólida, de unos cuarenta y cinco centímetros de diámetro, que les cuelga a las ovejas iraníes bajo la cola, balanceándose cuando el animal camina. Tiene un sabor rancio que gusta al paladar iraní y sirve como sustituto barato del aceite de cocina.

Ameh Bozorg guardaba un
dohmbeh
en la nevera, y empezaba a guisar invariablemente cortando un pedazo de grasa y fundiéndolo en la sartén. Luego salteaba allí unas cebollas, añadía algunos trocitos de carne y echaba las judías o verduras que tuviese a mano. Esto hervía a fuego lento durante la tarde y la noche, impregnando toda la casa del penetrante olor de la grasa del
dohmbeh
. A la hora de cenar, ni Mahtob ni yo éramos capaces de enfrentar el guiso de Ameh Bozorg. Ni siquiera a Moody le gustaba.

Lentamente, su preparación médica y su sentido común se fueron imponiendo al respeto que sentía por su familia. Como yo me quejaba constantemente de aquellas antihigiénicas condiciones, Moody acabó por prestarles la suficiente atención para hacer una cuestión de ellas.

—Soy médico, y creo que deberías escuchar mi consejo —le dijo a su hermana—. No estáis limpios. Necesitáis ducharos. Necesitáis enseñar a vuestros hijos a ducharse. Me disgusta realmente ver cómo vivís.

Ameh Bozorg ignoró las palabras del hermano más joven. Cuando él no la veía, me lanzó una mirada cargada de odio, haciéndome saber que me consideraba la perturbadora.

La ducha diaria no era la única costumbre occidental que ofendía a mi cuñada. Un día, cuando se disponía a salir de la casa, Moody me besó en la mejilla, ligeramente, para despedirse. Ameh Bozorg observó la escena y se puso inmediatamente furiosa.

—No podéis hacer eso en mi casa —le riñó a Moody—. Hay niños aquí.

El hecho de que el «niño» más joven de la casa, Fereshteh, estuviera preparándose para iniciar sus clases en la universidad de Teherán, al parecer daba lo mismo.

Tras varios días de encierro en la espantosa casa de Ameh Bozorg, finalmente fuimos de compras. Moody, Mahtob y yo habíamos deseado vivamente esa parte del viaje: la oportunidad de comprar exóticos regalos a nuestros amigos y parientes de los Estados Unidos. Queríamos también aprovecharnos de los precios comparativamente bajos de Teherán para comprar joyas y alfombras para nosotros.

Durante varias mañanas seguidas, Zohreh o Majid nos llevaron en coche a la ciudad. Cada viaje era una aventura en una ciudad cuya población había pasado de cinco a catorce millones de habitantes en los cuatro años transcurridos desde el inicio de la revolución. Era imposible obtener un censo exacto. Pueblos enteros habían sido devastados por el colapso económico; sus habitantes habían huido a Teherán en busca de comida y abrigo. Miles —millones quizás— de refugiados de la guerra de Afganistán se habían sumado también al hormiguero.

Donde quiera que fuésemos, encontrábamos hordas de personas de expresión torva, que se dirigían apresuradamente a sus asuntos. No se veía una sola sonrisa. Zohreh o Majid guiaban el coche por en medio de increíbles atascos de tráfico, agravados por peatones dispuestos a arriesgar sus desgraciadas vidas, y por niños que corrían caóticamente por las atestadas calles.

Las calles estaban bordeadas por anchos canales, por los que corría agua procedente de las montañas. El pueblo encontraba útil para múltiples propósitos este suministro gratuito de agua. Era un sistema general de evacuación de basuras, ya que transportaba toda clase de desperdicios. Los tenderos mojaban en él sus fregonas. Algunos orinaban en la corriente; otros se lavaban las manos en ella. En cada esquina teníamos que detenernos para saltar por encima del sucio curso de agua.

Se construían casas en todos los barrios de la ciudad, pero todo se hacía a mano y de una manera caótica. En vez de maderos delgados, se utilizaba troncos de diez centímetros de grosor, descortezados pero todavía verdes, y a menudo alabeados, para la estructura de los encofrados. Con poca idea de la precisión, los obreros de la construcción juntaban troncos de diversos tamaños, creando así casas de dudosa calidad y durabilidad.

La ciudad estaba sitiada, y cada actividad era supervisada por soldados fuertemente armados y ceñudos policías. Daba un poco de miedo pasear por las calles delante de todos aquellos fusiles cargados. Había hombres con el uniforme azul oscuro de la policía por todas partes, los cañones de sus armas apuntados hacia la humanidad que se apiñaba en las aceras… hacia nosotras. ¿Y si alguna de aquellas armas se disparaba por accidente?

También por todas partes había soldados revolucionarios vestidos con ropas de camuflaje. Paraban indiscriminadamente a los coches, en busca de contrabando antirrevolucionario como drogas, literatura en que se criticara el islamismo chiíta o cintas magnetofónicas de fabricación americana. Este último delito podía llevarle a uno a la cárcel por seis meses.

Luego estaba la siniestra
pasdar
, una fuerza especial de policía que patrullaba en pequeñas furgonetas Nissan blancas de tracción en las cuatro ruedas. Todo el mundo parecía tener una historia horrorosa que contar acerca de la
pasdar
. Era la respuesta del ayatollah a la
Savak
del sha, la policía secreta. Oscuras leyendas se habían creado sobre la
pasdar
, cuyos miembros eran poco más que estranguladores callejeros repentinamente investidos de poder oficial.

Una de las misiones de la
pasdar
era asegurarse de que las mujeres vistiesen apropiadamente. Las mujeres amamantaban a sus críos a la vista de todo el mundo, sin importarles cuánto descubrían de su seno, mientras la cabeza, la barbilla, las muñecas y los tobillos estuvieran tapados.

En medio de aquella extraña sociedad, y tal como Moody me había dicho, nosotros figurábamos entre la élite. Gozábamos del prestigio de ser una familia respetada que, comparada con la norma, estaba mucho más avanzada en sofisticación y en cultura. La misma Ameh Bozorg era un dechado de sabiduría y limpieza, comparada con la gente de las calles de Teherán. Y éramos, en términos comparativos, ricos.

Moody me había dicho que pensaba traer 2.000 dólares en cheques de viajero, pero evidentemente había traído mucho más, y se mostraba propenso a gastar alegremente el dinero. Asimismo, Mammal disfrutaba gastando dinero con nosotros, mostrándonos su poder y su prestigio y compensándonos por todo lo que habíamos hecho por él en América.

El tipo de cambio de dólares a riales era difícil de comprender. Los bancos pagaban aproximadamente unos cien riales por cada dólar, pero Moody decía que el tipo del mercado negro era mucho más favorable. Yo sospechaba que ésta era la razón por la que hacía sin mí algunos de los recados. Moody tenía tanto dinero que era imposible llevarlo todo encima. Y lo metía en los bolsillos de los trajes que colgaban en el armario de nuestra habitación.

Entonces comprendí por qué la gente llevaba por la calle, sin ocultarlos, fajos de dinero de diez o quince centímetros de grosor. Comprar cualquier cosa costaba montones de dinero. No existía el crédito en Irán, y nadie pagaba con cheques.

Tanto Moody como yo habíamos perdido toda perspectiva del valor relativo de ese dinero. Era agradable sentirse ricos, y comprábamos lo que nos apetecía: fundas para almohadas bordadas a mano, marcos hechos a mano con emblemas de oro de veintidós quilates, e intrincados grabados en miniatura. Moody le compró a Mahtob unos pendientes de diamantes engastados en oro. A mí me compró un anillo, un brazalete y unos pendientes de oro y diamantes. También me compró un regalo especial: un collar de oro, que costó el equivalente de tres mil dólares. Comprendí que en los Estados Unidos valdría mucho más.

Mahtob y yo admirábamos los largos y brillantes vestidos paquistaníes. Moody nos compró algunos.

Elegimos el mobiliario de dos habitaciones enteras, muebles fabricados en madera dura, con intrincados dibujos en hojillas de oro incrustadas, y tapizados de exóticas telas. Se trataba de un comedor entero, así como de un sofá y una silla para el cuarto de estar. Majid dijo que él se encargaría de hacer los trámites necesarios para embarcarlos hacia América. La buena disposición de Moody a hacer todas estas compras contribuyó a aliviar mis temores. Estaba realmente planeando volver a casa.

Una mañana, mientras Zohreh se preparaba para llevarnos de compras a Mahtob, a mí y a varias mujeres más de la familia, Moody me tendió generosamente un grueso fajo de riales. Mi hallazgo especial aquel día fue un tapiz italiano, de un metro cincuenta por dos cincuenta, que sabía que sentaría magníficamente en nuestra pared. Costó unos veinte mil riales, aproximadamente doscientos dólares. Al terminar el día, aún me quedaba la mayor parte del dinero así que lo guardé para la siguiente excursión de compras. Moody gastaba el dinero tan alegremente que sabía que no le importaría, o ni siquiera lo notaría.

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