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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (36 page)

BOOK: No sin mi hija
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El
raid
no duró muchos minutos; de hecho, era el más breve con que nos habíamos enfrentado. No obstante, me dejó temblando, sola en una casa a oscuras, en una ciudad a oscuras, en negra desesperación. Yacía en el suelo, bañada en lágrimas.

Quizás hubiese pasado media hora antes de oír que abrían la cerradura de la puerta de la calle. Los pesados pasos de Moody resonaban en la escalera, y corrí hacia el vestíbulo para recibirle, dispuesta a suplicar la más pequeña noticia de Mahtob. La puerta se abrió, allí estaba él, dibujada débilmente su silueta bajo el tenue rayo de su linterna de bolsillo, recortada contra las sombras de la noche.

Llevaba algo, una especie de bulto grande y pesado. Me acerqué para ver lo que era.

De pronto, solté un jadeo. ¡Era Mahtob! Iba envuelta en una manta, apoyada contra él, erguida pero apática. Su inexpresiva cara, aún a la debilísima luz del apartamento, aparecía mortalmente pálida.

17

«¡Oh, gracias, Dios mío, gracias!», susurré. No podía pensar más que en el
nasr
y en la especial plegaria de petición que había hecho aquel día. Dios había respondido a mis oraciones.

Yo estaba jubilosa y, al mismo tiempo, asustada. Mi pequeña parecía estar tan triste, tan agotada, tan enferma…

Rodeé con mis brazos tanto a la niña como a mi marido. «Te quiero mucho por traerla a casa», le dije a Moody, sintiéndome totalmente ridícula, incluso mientras decía aquellas palabras. Él era la causa de toda mi agonía, pero estaba tan agradecida por ver a Mahtob que en mis palabras había bastante sinceridad.

—Supongo que esta incursión aérea fue una llamada de Dios —dijo Moody—. No tenemos necesidad de estar separados el uno del otro. En tiempos como éstos necesitamos estar juntos. Estaba realmente preocupado por ti. No deberíamos separarnos.

La frente de Mahtob estaba empapada de sudor. Tenía fiebre. Alargué la mano para tocarla y Moody me la acercó. Era tan agradable tocar su frente…

La pequeña no dijo una palabra mientras la llevaba a la habitación, con Moody detrás de nosotros. La tapé bien con las mantas; cogí un trozo de tela, lo empapé en agua fría y le mojé la frente. La pequeña estaba consciente, pero se mostraba cautelosa, evidentemente temerosa de decirme nada en presencia de Moody.

—¿Ha comido estos días? —pregunté.

—Sí —me aseguró él. Pero lo que veía no confirmaba su afirmación. La niña estaba flacucha.

Durante toda la noche, Moody procuró no dejarnos solas. Mahtob permanecía en silencio e indiferente, pero mis cuidados aliviaron un poco la fiebre. Los tres pasamos la noche juntos en la misma cama, Mahtob en medio, durmiendo con un sueño ligero, despertándose frecuentemente con dolor de vientre y diarreas. Estuve sosteniéndola toda la larga noche, mientras un torturado sueño me invadía a ráfagas. Tenía un miedo tremendo de plantear la pregunta a Moody: ¿Y ahora qué?

Por la mañana, mientras Moody se preparaba para ir al trabajo, me dijo, no ásperamente, pero tampoco con el mismo afecto de la noche anterior:

—Prepárala.

—Por favor, no te la lleves.

—No voy a dejarla aquí contigo.

No me atreví a luchar en aquel terrible momento. Moody ejercía un poder total sobre mí, y no podía arriesgarme otra vez al aislamiento. Todavía silenciosa, Mahtob permitió que él se la llevara, dejando tras de sí a una madre convencida de que se moriría con el corazón roto.

Algo extraño nos estaba sucediendo a los tres. Me llevó tiempo descifrar los sutiles cambios que se habían producido en nuestro comportamiento, pero intuitivamente sabía que estábamos entrando en una nueva fase de nuestra existencia en común.

Moody se mostraba más contenido, menos desafiante, más calculador que antes. Exteriormente, parecía haberse calmado, haber estabilizado su personalidad. En sus ojos, no obstante, yo veía los signos de algún problema grave. Estaba preocupado por el tema del dinero.

—Aún no he conseguido que me paguen en el hospital —se quejó—. Todo ese trabajo para nada.

—Eso es ridículo —le repuse—. Resulta difícil de creer. ¿De dónde sacas el dinero?

—El dinero del que vivimos me lo presta Mammal.

Sin embargo, no lo creí. Estaba segura de que él quería hacerme pensar que no tenía dinero, para que yo no creyera que podían cambiar las circunstancias de nuestra vida.

Pero por alguna insondable razón, Moody cambió poco a poco el blanco de su furia. Empezó a traer a Mahtob a casa casi todas las noches, excepto aquellas en que se encontraba de guardia en el hospital. Al cabo de un par de semanas de esta nueva situación, permitió que, de vez en cuando, Mahtob se quedara conmigo durante el día, cuando él estaba en el trabajo, subrayando nuestro confinamiento con el sonido de la doble cerradura que corría al marchar.

Entonces, una mañana, se fue como de costumbre, y yo esperé a oír el familiar ruido de la cerradura, pero éste no se produjo. Oí cómo sus pasos se alejaban de la casa. Corrí hacia la ventana del dormitorio para verle bajar por el callejón a grandes zancadas.

¿Había olvidado encerrarnos? ¿O se trataba de una prueba?

Decidí suponer esto último. Mahtob y yo nos quedamos en el apartamento hasta que él regresó, horas más tarde, con mucho mejor estado de ánimo que antes. Seguí pensando que había sido una prueba. Seguro que había estado observando el apartamento —o había contratado a alguien para que lo hiciera— y habíamos demostrado ser dignas de confianza.

Moody hablaba más frecuentemente, más apasionadamente, sobre los tres como una familia, intentando unirnos para formar juntos un escudo contra los ataques del mundo. A medida que los días se iban convirtiendo lentamente en semanas, cada vez tenía yo más confianza en que me devolvería a Mahtob del todo.

También la niña estaba cambiando. Al principio se mostró reticente en cuanto a hablar de los detalles de su separación de mí.

—¿Lloraste mucho? —le pregunté—. ¿Le pedías a papi que te trajera conmigo?

—No —respondió ella con una voz tranquila, temerosa—. No se lo pedí. No lloré. No hablé con nadie. No jugué. No hice nada.

Me llevó muchas conversaciones de tanteo hacer que bajara la guardia, incluso conmigo. Finalmente, me enteré de que habla sido sometida a numerosos interrogatorios, particularmente por parte de la esposa del sobrino de Moody, Malouk. Ésta le había preguntado si su mami le había llevado alguna vez a la embajada, si su mami estaba tratando de sacarla del país. Pero Mahtob simplemente respondía siempre: «No».

—Traté de escaparme de la casa, mami —me dijo, como si yo estuviera furiosa con ella por no haberlo intentado—. Sabía el camino desde la casa de Malouk. A veces, cuando iba con Malouk a comprar verduras o cosas así, quería escaparme y volver a buscarte.

Cuánto me alegraba de que no lo hubiera intentado. La imagen de la niña sola en las atestadas calles de Teherán, con su espantoso tráfico y sus imprudentes conductores, con su despiadada, malvada, suspicaz policía, era dolorosa.

No se había escapado, naturalmente. No había hecho nada. Y éste era el cambio que se estaba produciendo en Mahtob. En contra de su voluntad, se estaba asimilando. Se había sometido. El dolor y el miedo eran demasiado grandes para que ella se arriesgara. Se sentía desgraciada, enferma, desalentada… y vencida.

Estos dos cambios de personalidad, el de Moody y el de la niña, provocaron un tercero… en mí. Largos días, pasados en su mayoría aún encerrada en el apartamento de Mammal, dieron lugar a mucha reflexión. Formulaba mis pensamientos en sentencias lógicas, analizando, planeando mucho más estratégicamente que antes. Era un hecho que jamás podría adaptarme a vivir en Irán. También estaba firmemente establecido en mi mente que nunca podría confiar en la salud de la quebrantada mente de Moody. Por el momento, éste se mostraba mejor, más racional, menos amenazador, pero no podía depender de ello hasta el final. Podía utilizarlo sólo para mejorar mi situación temporalmente, hasta que el problema, con toda probabilidad, empezara de nuevo.

¿Cuál era la mejor manera de llevar a cabo mi proyecto? En detalle, lo ignoraba, pero había llegado a algunas conclusiones generales. Redoblaría ahora, y redirigiría, mis esfuerzos a conseguir que Mahtob y yo saliéramos de Irán y regresáramos a América, pero esta campaña se realizaría de un modo diferente, más calculado. Llegué a la conclusión de que debía, a partir de ahora, mantener a mi hija al margen de algunos secretos. El interrogatorio que había sufrido por parte de Malouk me preocupaba mucho. No podía someterla al riesgo de poseer demasiada información. Ya no le hablaría más de regresar a América. Era una decisión dolorosa para mí, pero sólo en un nivel. Anhelaba compartir cualquier noticia buena con Mahtob, si es que llegaba a producirse. Pero, desde un lugar más profundo, comprendí que aquél era el sendero más adecuado de cuantos pudiera recorrer si realmente la amaba. No despertaría sus esperanzas. Al menos, hasta que estuviéramos en camino hacia América —y aún no tenía ni idea de cómo podríamos llegar a ello—, no le hablaría.

De modo que, mientras Moody, por sus propias absurdas razones, empezaba a buscar en su esposa y en su hija cada vez más apoyo emocional, nosotras —cada una a su manera— levantábamos nuestra concha protectora en torno de nuestra vida.

Ello produjo una tenue paz, llevó a una existencia extraña que en sus detalles exteriores era más tranquila, más fácil, más segura, pero donde las tensiones corrían más profundamente. Nuestra vida cotidiana mejoró, pero, interiormente, nos encontrábamos en una trayectoria de colisión que podía ser más amenazadora y siniestra que nunca.

Mammal y Nasserine permanecieron fuera de su casa, alojándose con parientes, pero Reza y Essey regresaron al apartamento de la planta baja. Essey y yo reanudamos una cautelosa amistad.

El decimosexto día del mes persa
Ordibehesht
, que este año caía en 6 de mayo, era el cumpleaños del Imán Mehdi, el duodécimo imán. Éste había desaparecido siglos atrás, y los chiítas creían que el día del Juicio Final reaparecería junto con Jesús. Era una costumbre pedirle favores en su cumpleaños.

Essey me invitó a la casa de una anciana, completando el cuadragésimo año de un
nasr
. Su compromiso le imponía a cambio de la curación de su hija de una enfermedad casi mortal, el acudir a una celebración anual del cumpleaños del Imán Mehdi.

Essey me dijo que habría allí unas doscientas mujeres, por lo que me imaginé un largo día de gemidos y plegarias. Así que le dije a Essey:

—No, no quiero ir.

—Por favor, ven —repuso Essey—. Cualquiera que tenga un deseo que quiera que se convierta en realidad, va y le paga dinero a la mujer que lee el Corán, y ella reza por ti. Antes de que haya transcurrido un año, antes del siguiente cumpleaños del Imán Mehdi, tu deseo se cumple. ¿No tienes un deseo que quisieras ver cumplido? —Essey me sonreía cálidamente, con auténtico afecto. ¡Conocía mi deseo!

—Conforme —le dije—. Si Moody me deja.

Para sorpresa mía, Moody se mostró de acuerdo. Casi todas sus parientes femeninas estarían allí, y Essey podía vigilarnos a Mahtob y a mí. Y quería verme relacionada con las ocasiones santas.

La mañana en cuestión, la casa se llenó de gente. Los hombres se congregaron en el apartamento de Reza, mientras docenas de mujeres se amontonaban en los coches para el viaje a la gran celebración, en la casa de la anciana situada a más o menos una hora de coche en dirección sur, cerca del aeropuerto.

Aquel día constituyó una sorpresa total. Penetramos en una casa llena de mujeres descubiertas, ataviadas con brillantes ropas festivas: vestidos de fiesta carmesíes con escotes muy bajos, con lentejuelas y sin tirantes, y ajustados traje-pantalón. Todas habían ido a la peluquería y llevaban maquillaje en abundancia. Había auténticos alardes de joyería de oro. De varios altavoces estéreo brotaba una ruidosa música
banderi
, con tambores y timbales. Por toda la sala, había mujeres que bailaban sensualmente, los brazos encima de la cabeza, balanceando las caderas. Nadie iba cubierto.

Essey se quitó el
chador
, revelando un vestido turquesa, con un escandaloso escote y abundancia de joyas de oro.

Nasserine llevaba un conjunto de dos piezas azul marino con un dibujo cachemira blasonado en él.

Estaban allí Zohreh y Fereshteh, pero no había señales de su madre, Ameh Bozorg. «Está enferma», explicaron.

Ahora que veía el tono de la fiesta, podía comprender por qué. A Ameh Bozorg no le gustaba la alegría; aquella fiesta la hubiese puesto enferma.

Pronto empezó la diversión, con un conjunto de mujeres que ejecutaban una especie de danza del vientre. Varias más cantaban. Siguieron más danzarinas, ataviadas con ropas de brillantes colores.

Una a una, las mujeres se fueron acercando a la lectora del Corán, que estaba situada en un rincón de la sala, la cual anunciaba el deseo de cada una de las mujeres por el altavoz y luego entonaba un cántico.

Ferehsteh deseó pasar con éxito un examen en la escuela.

Zohreh deseó un marido.

Essey pidió que Mehdi pudiera andar.

Nasserine no tenía ningún deseo.

La estridente fiesta continuó durante algún tiempo antes de que Essey me dijera:

—¿No tienes ningún deseo?

—Sí, lo tengo, pero no sé cómo hacer para pedirlo.

Essey me alargó un poco de dinero.

—Mira, acércate a la mujer y dale este dinero —me dijo—. Luego te limitas a sentarte a su lado, y ella rezará por ti. No tienes que contarle tu deseo. Pero cuando ella esté orando, debes concentrarte en lo que deseas.

Tomando a Mahtob de la mano, me aproximé a la mujer santa. Tendiéndole el dinero, sin decir nada, me senté junto a ella.

La mujer me cubrió la cabeza con un trozo de tela sedosa de color negro, y empezó a entonar sus plegarias.

¡Qué estúpida soy!, pensé. Esto no puede funcionar. Aunque, pensé luego, quizás haya una pequeña posibilidad de que sí. Tengo que intentarlo todo. Así que me concentré: «Deseo que Mahtob y yo podamos regresar a América».

El ritual duró sólo unos minutos. Mientras regresaba al lado de Essey, comprendí que podía tener un problema. Essey, Nasserine, Zohreh, Fereshteh… cualquiera de ellas o cualquiera de la miríada de «sobrinas» de Moody que estaban en aquella habitación podría, y probablemente lo haría, decirle a Moody que yo había manifestado un deseo. Y él querría saber cuál era.

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