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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (10 page)

BOOK: No sin mi hija
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Pasaron los días… incontables, miserables, calurosos, enfermizos, tediosos, espantosos días. Yo me iba entregando cada vez más a la melancolía. Era como si me estuviera muriendo. Comía poco y dormía sólo a rachas, aunque Moody continuaba suministrándome tranquilizantes. ¿Por qué no me ayudaba alguien?

Por casualidad, una noche, en mitad de mi segunda semana de cautiverio, me encontraba de pie junto al teléfono cuando éste sonó. Instintivamente cogí el auricular y me quedé atónita al oír la voz de mi madre, que me llamaba desde América. Dijo que había tratado de ponerse en contacto conmigo varias veces, pero no perdió más tiempo en vana conversación. Rápidamente me dio el número de teléfono y la dirección de la sección de la Embajada de Suiza en Irán, encargada de los asuntos americanos. Latiéndome aceleradamente el corazón, confié aquellos números a mi memoria. Segundos después, Moody me arrancaba el teléfono furiosamente de mi mano y cortaba en seco la conversación.

—No te está permitido hablar con ellos si yo no estoy presente —declaró.

Aquella noche, en mi habitación, elaboré un código sencillo para disimular el número de teléfono y la dirección de la embajada, y copié la información en mi agenda de direcciones, guardándola bajo el colchón junto con el dinero. Como precaución adicional, repetí los números una y otra vez en mi cabeza durante toda la noche. Finalmente, me habían dirigido a una fuente de ayuda. Yo era ciudadana americana. Seguramente, la embajada podría sacarnos a Mahtob y a mí de aquel país… si lograba dar con una forma de establecer contacto con un funcionario comprensivo.

Mi oportunidad llegó en la tarde siguiente. Moody se marchó, sin preocuparse de decirme a dónde. Ameh Bozorg y el resto de la familia se sumergieron en su diario estupor similar a la siesta. Mi corazón trepidaba de inquietud mientras me deslizaba hacia la cocina, levantaba el auricular del teléfono y marcaba el número que había memorizado. Los segundos me parecieron horas mientras aguardaba a que se estableciera la conexión. El teléfono sonó —una, dos, tres veces— mientras yo rezaba para que alguien respondiera rápidamente. Entonces, justo en el momento en que alguien contestaba, la hija de Ameh Bozorg, Fereshteh, entró en la habitación. Traté de aparentar calma. Ella nunca había hablado inglés conmigo, y estaba segura de que no comprendería la conversación.

—¡Oiga! —dije en una especie de susurro controlado.

—Tiene que hablar más alto —respondió una voz de mujer al otro extremo de la línea.

—No puedo. Por favor. Ayúdeme. ¡Soy una rehén!

—Tiene que hablar más alto. No puedo oírla.

Dominando unas lágrimas de frustración, levanté el nivel de mi susurro ligeramente.

—¡Ayúdeme! ¡Soy una rehén! —dije.

—Más alto —respondió nuevamente la mujer. Y luego colgó.

Diez minutos después de regresar a casa, Moody irrumpió en nuestra habitación, me hizo levantar violentamente de la cama y me sacudió por los hombros.

—¿Con quién hablaste? —preguntó.

Me pilló por sorpresa. Sabía que todos los miembros de la casa se habían unido contra mí, pero no esperaba que Fereshteh le fuera con el chisme en el momento mismo de su llegada. Traté de inventar una mentira rápidamente.

—Con nadie —dije débilmente, lo cual era verdad a medias.

—Sí, estuviste hablando por teléfono con alguien hoy.

—No. Trataba de llamar a Essey, pero no llegué a conseguirlo. Marqué un número equivocado.

Moody me clavó los dedos profundamente en los hombros. A mi lado, Mahtob se puso a chillar.

—¡Me estás mintiendo! —gritó Moody. Me arrojó violentamente contra la cama y siguió despotricando durante unos minutos antes de salir airadamente de la habitación, no sin antes gritar por encima del hombro—: ¡No volverás a tocar el teléfono!

Moody me tenía desconcertada. Y como nunca podía predecir su actitud hacia mí de un día para otro, era difícil formular algún plan de acción. Cuando su actitud era amenazadora, me reafirmaba en mi resolución de establecer algún tipo de contacto con la embajada. Cuando se mostraba solícito, crecían mis esperanzas de que cambiara de opinión y nos llevara a casa. Jugaba conmigo un juego que hacía imposible cualquier acción real. Cada noche me sentía consolada con las píldoras que él me proporcionaba. Cada mañana me enfrentaba a él con inseguridad.

Una mañana, casi a finales de agosto, cuando ya llevaba en Irán casi un mes, me preguntó: «¿Quieres que celebremos una fiesta de cumpleaños para Mahtob el viernes?».

Esto era muy extraño. Mahtob cumpliría cinco años el martes, 4 de septiembre, no el viernes. «Me gustaría celebrarla el día en que los cumple», le dije.

Moody se agitó. Me explicó que una fiesta de cumpleaños es un acontecimiento social importante en Irán, y que siempre se celebra en viernes, cuando los invitados no tienen que ir al trabajo al día siguiente.

Yo seguí resistiendo. Ya que no podía discutir a Moody mis propios derechos, al menos podía luchar por la poca felicidad que le quedaba a Mahtob. Me importaban un bledo las costumbres iraníes. Para sorpresa mía y contrariedad de su familia, Moody se mostró de acuerdo en celebrar la fiesta el martes.

—Quiero comprarle una muñeca —dije, exprimiendo mi ventaja.

Moody se mostró también de acuerdo con esto, y arregló las cosas para que Majid nos llevara de compras. Visitamos numerosas tiendas, rechazando las muñecas iraníes que eran demasiado andrajosas, hasta encontrar una muñeca japonesa vestida con un pijama rojo y blanco. Sujetaba un chupete en la boca, y cuando se lo quitabas, la muñeca se reía o lloraba. Costó el equivalente iraní de treinta dólares.

—Es demasiado cara —sentenció Moody—. No podemos permitirnos gastar tanto dinero en una muñeca.

—Bueno, pues sí —declaré desafiante—. No tiene ninguna muñeca aquí, y vamos a comprarle una.

Y lo hicimos.

Esperaba que la fiesta fuera un momento agradable para Mahtob… su primer momento de alegría en un mes. Ella la esperaba con creciente entusiasmo. ¡Era tan agradable verla reír!

Dos días antes del gran acontecimiento, sin embargo, ocurrió un incidente que echó un jarro de agua fría sobre su entusiasmo. Jugando en la cocina, Mahtob se cayó de un pequeño taburete. Éste había perdido estabilidad bajo su peso y el afilado borde de una de sus patas de madera se le había hincado profundamente en el brazo. Llegué corriendo al oír sus gritos, y quedé aturdida al ver cómo manaba la sangre de una arteria reventada.

Moody le aplicó un torniquete rápidamente mientras Majid preparaba su coche para llevarnos a un hospital. Acogiendo a mi desconsolada hija en mis brazos, oí cómo Moody me decía que no me preocupara. Había un hospital a sólo unas manzanas de distancia de la casa.

Pero fuimos rechazados. «No atendemos urgencias», declaró un recepcionista, indiferente a la agonía de Mahtob.

Conduciendo peligrosamente a través del tráfico, Majid nos llevó a otro hospital, que sí ofrecía servicio de urgencias. Entramos a toda prisa y descubrimos un escenario de espantosa suciedad y desorden, pero no había otro lugar al que ir. La sala de urgencias estaba llena de pacientes que esperaban.

Moody acorraló a un médico y explicó en parsi que era un doctor que había venido de América de visita y que su hija necesitaba puntos de sutura. El médico iraní nos llevó a la sala de curas inmediatamente, y, como cortesía profesional, se ofreció a hacer el trabajo gratuitamente. Mahtob se aferró a mí débilmente mientras el doctor examinaba la herida y preparaba sus instrumentos.

—¿No tienen ningún anestésico? —pregunté con incredulidad.

—No —respondió Moody.

El estómago me dio un vuelco. «Mahtob, tendrás que ser valiente», le dije.

La pequeña gritó al ver la aguja de sutura. Moody le rugió que se calmara. Sus musculosos brazos la sujetaban firmemente sobre la mesa de curaciones. La presión de su diminuta mano sobre la mía era tremenda. Atrapada por la fuerza de su padre y sollozando histéricamente, Mahtob seguía luchando. Yo aparté los ojos cuando la aguja penetró en su piel. Cada chillido que resonaba en la pequeña sala de curas me atravesaba el alma. Me invadió el odio: esto era culpa de Moody, por habernos traído a este infierno.

El procedimiento llevó varios minutos. Las lágrimas corrían por mis mejillas. No hay mayor dolor para una madre que contemplar inerme cómo sufre su hijo. Yo hubiera querido soportar esa tortura en lugar de mi hija, pero no podía. El estómago se me revolvía, y tenía la piel cubierta de sudor, pero era Mahtob la que experimentaba el dolor físico. No había nada que pudiera hacer por ella excepto sujetarle la mano y ayudarla a soportarlo.

Después de terminar con las suturas, el médico iraní extendió a Moody una receta para una inyección contra el tétanos, y le comunicó verbalmente las instrucciones.

Nos marchamos en el coche, Mahtob gimiendo y apretada contra mi pecho, mientras Moody explicaba los extravagantes procedimientos que ahora teníamos que seguir. Teníamos primero que localizar una farmacia que facilitara antitoxina tetánica, y luego ir a otra clínica que estuviera autorizada para administrar una inyección.

Yo no podía comprender por qué Moody elegía practicar aquí la medicina en vez de hacerlo en América. Él mismo criticó el trabajo del médico iraní. De haber tenido su propio instrumental, dijo, hubiera podido hacer un trabajo de sutura mucho mejor con la herida de Mahtob.

La pequeña estaba exhausta para cuando regresamos a la casa de Ameh Bozorg, y pronto cayó en un inquieto sueño. Yo estaba apenada por ella, y traté de poner una expresión más feliz en mi cara durante los siguientes dos días, para no amargarle el cumpleaños.

Dos días más tarde, a primera hora de la mañana del día señalado, Moody y yo fuimos a una panadería a comprar un pastel, casi de un metro de largo, que tenía forma de guitarra. Era de color y consistencia parecidos a la yema americana, pero relativamente insípido.

—¿Por qué no lo decoras tú misma? —sugirió Moody. Aquél era uno de mis talentos especiales.

—No, no tengo con qué trabajar aquí.

Sin dejarse intimidar, Moody presumió ante el panadero.

—¡Ella sabe decorar pasteles!

En inglés, el panadero dijo inmediatamente:

—¿Le gustaría trabajar aquí?

—No —respondí secamente. No quería nada parecido a trabajar en Irán.

Volvimos a casa a preparar la fiesta. Iban a venir más de un centenar de parientes, aunque tenían que robar el tiempo de su trabajo. Ameh Bozorg trabajaba en la cocina, en la preparación de una especie de ensalada de pollo, decorada con mayonesa. Encima, y con guisantes, escribió el nombre de Mahtob en parsi. Sus hijas preparaban bandejas con pinchos de cordero, porciones de queso blanco y ramitos de verduras en forma de dibujos festivos.

Morteza, hijo segundo de Baba Hajji y Ameh Bozorg, llegó para ayudar, trayendo consigo a su mujer Nastaran y a su hijita de un año, Nelufar, una linda criatura con un párpado caído y un soplo en el corazón. Mahtob se puso a jugar con ella mientras Morteza y Nastaran decoraban la sala con globos, serpentinas y oropeles de colores. Mahtob se olvidó del trauma del día anterior y charloteó interminablemente sobre sus regalos.

Montones de invitados fueron llegando a la casa, provistos de paquetes envueltos en brillantes papeles. Los ojos de Mahtob cada vez se abrían más al contemplar la enorme pila de regalos.

Morteza, Nastaran y Nelufar salieron y regresaron más tarde con una sorpresa… un pastel idéntico al que nosotros habíamos encargado. En aquel momento, Majid había ido a buscar el nuestro a la pastelería. Esta coincidencia resultó ser venturosa, porque cuando Majid entraba en la casa con nuestro pastel, Nelufar se agarró a él con excitación y se lo arrancó de las manos. El dulce se cayó al suelo y se desintegró, para desencanto de Majid y Nelufar.

Al menos, nos quedaba uno.

Mammal inició la fiesta, palmeando rítmicamente mientras dirigía una serie de canciones infantiles de extraños sones. A estas alturas, yo había llegado a la conclusión de que, en Irán, sonreír iba contra la ley. Nadie nunca parecía feliz. Aquel día, sin embargo, la familia compartía auténticamente su alegría por el cumpleaños de nuestra hija.

Los cantos duraron unos cuarenta y cinco minutos. Mammal y Reza estaban de humor festivo, y jugaban alegremente con los niños. Entonces, como a una señal convenida, aquellos dos adultos se echaron sobre la pila de regalos y empezaron a rasgar los envoltorios.

Mahtob no podía creer lo que estaba sucediendo. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.

—Mami, están abriendo mis regalos —dijo llorando.

—No me gusta esto —le dije a Moody—. Deja que sea ella la que abra los paquetes.

Moody habló con Mammal y Reza. Éstos, de mala gana, permitieron que Mahtob abriera algunos regalos por sí misma, pero, explicó Moody mientras Mammal y Reza continuaban rasgando las otras coloreadas envolturas de papel, los iraníes abren siempre los regalos de los niños.

La decepción de Mahtob fue atemperada por la riada de maravillas que finalmente le llegaron. Recibió numerosos juguetes iraníes: un bonito ángel rosa y blanco que se aferraba a un columpio de cuerda, una pelota, un chaleco salvavidas y un neumático para la piscina, una divertida lámpara con globos en su interior, y montañas de ropa… y su muñeca.

Había demasiados juguetes para jugar con ellos al mismo tiempo. Mahtob se agarraba con fuerza a la muñeca, pero el ejército de niños presentes en la casa le cogía los regalos, se peleaba por ellos y los arrojaba por toda la habitación. Una vez más, Mahtob rompió a llorar, pero no había forma de controlar a la multitud de indisciplinados niños. Los adultos ni siquiera parecían darse cuenta de su comportamiento.

Sujetando la muñeca sobre su falda, Mahtob mantuvo un aire malhumorado durante la cena, pero sus ojos se iluminaron a la vista del pastel. Con gran dolor en mi corazón la observé mientras engullía, sabiendo que había sido incapaz de darle el regalo que ella más deseaba.

El día siguiente al del cumpleaños de Mahtob fue sumamente melancólico. Septiembre se abatía sobre nosotras. Deberíamos haber estado en casa hacía ya tres semanas.

Pronto se celebró otro aniversario, y eso aumentó mi depresión. Era el del Imán Reza, el fundador de la secta chiíta. En un día santo como aquél, un buen chiíta debía visitar la tumba del imán, pero como éste se encontraba enterrado en el país enemigo de Irak, tuvimos que contentarnos con la tumba de su hermana, en Rey, la antigua capital de Irán, a aproximadamente una hora de coche en dirección al sur.

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