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Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (6 page)

BOOK: No sin mi hija
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Casi cada noche había alguna celebración en la casa en honor de uno u otro de la vasta colección de parientes de Moody. Mahtob y yo éramos siempre las forasteras, las curiosidades. Las noches resultaban sumamente aburridas, pero nos proporcionaban un motivo para salir de la espantosa casa de Ameh Bozorg.

Pronto quedó claro que los parientes de Moody se dividían en dos categorías distintas. La mitad del clan vivía como Ameh Bozorg, indiferentes a la mugre, despectivos respecto de las costumbres y los ideales occidentales y celosamente aferrados a las creencias de la fanática secta islámica chiíta del Ayatollah Jomeini. La otra mitad parecía algo más occidentalizada, más abierta a la variación, más culta y amistosa, y en definitiva, más higiénica. Había más probabilidades de que hablaran inglés, y se mostraban mucho más corteses con Mahtob y conmigo.

Disfrutábamos de nuestras visitas a casa de Reza y Essey. En su ambiente familiar, el sobrino de Moody se mostraba amistoso y cortés conmigo. A Essey también parecía gustarle. Aprovechaba todas las oportunidades para practicar su modesto inglés en conversaciones conmigo. Essey y algunos otros parientes contribuyeron a aliviar bastante el aburrimiento y la frustración.

Pero raras veces se me permitía olvidar que, como americana, yo era una enemiga. Una noche, por ejemplo, fuimos invitados al hogar de la prima de Moody, Fatimah Hakim. Algunas esposas iraníes adoptan el apellido de su marido al casarse, pero la mayoría conserva su propio nombre. En el caso de Fatimah, la cuestión era confusa, porque ella había nacido con el apellido Hakim y se había casado con un Hakim, un pariente cercano. Andaría por los cincuenta, y era una persona cordial que se atrevió a obsequiarnos a Mahtob y a mí con frecuentes sonrisas. No hablaba nada de inglés, pero durante la cena, en el suelo de su sala, se mostró muy solícita y amable. Su marido, desusadamente alto para tratarse de un iraní, se pasó la mayor parte de la noche musitando plegarias y canturreando partes del Corán, en tanto que a nuestro alrededor el ya familiar estrépito de la charla entre parientes asaltaba nuestros oídos.

El hijo de Fatimah era un individuo de extraño aspecto. Debía de tener unos treinta y cinco años, pero apenas si llegaba al metro veinte de estatura, y sus rasgos eran adolescentes. Me pregunté si no sería otra de las aberraciones genéticas que había descubierto en la familia de Moody, tan propensa a la endogamia.

Durante la cena, aquella criatura de diminutas proporciones habló conmigo brevemente en inglés, con un preciso y recortado acento británico. Aunque yo apreciaba mucho que me hablasen inglés, sus modales eran inquietantes. Hombre devoto, no me miraba a los ojos al hablar.

Después de la cena, con la mirada dirigida a un rincón, me dijo:

—Nos gustaría que subierais a la sala de arriba.

Moody, Mahtob y yo le seguimos al piso, donde, para sorpresa nuestra, hallamos una sala de estar llena de muebles americanos. Las paredes estaban cubiertas de libros en inglés. El hijo de Fatimah me condujo hasta el asiento central de un tresillo. Moody y Mahtob me flanqueaban.

Mientras mis ojos recorrían la felizmente familiar decoración de la pieza, entraron más miembros de la familia. Se distribuyeron por la habitación guardando una jerarquía de asientos, en que el lugar más elevado estaba reservado para el marido de Fatimah.

Yo lancé una mirada inquisitiva a Moody. Éste se encogió de hombros, sin saber tampoco lo que iba a pasar.

El marido de Fatimah dijo algo en parsi, y el hijo tradujo, dirigiéndome la pregunta a mí:

—¿Te gusta el presidente Reagan?

Pillada por sorpresa, tratando de mostrarme cortés, tartamudeé: «Bueno, sí».

Nuevas preguntas me fueron disparadas, en rápida sucesión.

—¿Te gustaba el presidente Carter? ¿Qué piensas de las relaciones de Carter con Irán?

Ahora desvié la cuestión. No quería verme obligada a defender mi país, atrapada en un salón iraní.

—No quiero discutir estas cosas. Nunca he estado interesada en política.

Pero ellos presionaron.

—Bueno —dijo el hijo—. Estoy seguro de que antes de venir oíste una serie de cosas acerca de que las mujeres están oprimidas en Irán. Ahora que llevas algún tiempo aquí, comprenderás que esto no es verdad, que todo son mentiras, ¿no?

Esta pregunta era demasiado ridícula para ignorarla.

—Eso no es lo que yo he visto, en absoluto —dije. Estaba dispuesta a lanzar un discurso contra la opresión de las mujeres en Irán, pero todos a mi alrededor me miraban con insolencia, con superioridad, mientras los hombres iban pasando las cuentas de sus
tassbeads
, murmurando «
Allahu akbar
», y las mujeres permanecían envueltas en sus
chadores
, en actitud de callada sumisión—. No quiero discutir este tipo de cosas —dije de pronto—. No voy a responder a más preguntas. —Me volví hacia Moody y murmuré—: Será mejor que me saques de aquí. No me gusta estar en el banquillo de los acusados.

Moody estaba incómodo, pillado entre la preocupación por su mujer y el deber de mostrar respeto hacia sus parientes. No hizo nada, y la conversación derivó hacia la religión.

El hijo sacó un libro de la estantería y escribió una dedicatoria en él: «A Betty. Es un regalo para ti, de mi corazón».

Era un libro de declaraciones didácticas del Imán Alí, el fundador de la secta chiíta. Explicaba que el propio Mahoma había nombrado al Imán Alí su sucesor, pero que después de la muerte del profeta la secta sunnita había ganado el poder por la fuerza, obteniendo el control de la mayor parte del mundo islámico. Ésta seguía siendo la más importante manzana de la discordia entre los sunnitas y los chiítas.

Yo traté de aceptar el regalo lo más cordialmente posible, pero la noche terminó con una nota discordante. Tomamos el té y nos marchamos.

Una vez en nuestra habitación, en casa de Ameh Bozorg, Moody y yo discutimos.

—No te estás comportando con cortesía —me dijo—. Deberías haberte mostrado de acuerdo con ellos.

—Pero no es cierto lo que dicen.

—Sí que lo es —me repuso. Para asombro mío, mi propio marido defendía la línea política de los chiítas, afirmando que las mujeres tenían más derechos en Irán que en cualquier otra parte—. Tienes prejuicios —declaró—. No se oprime a las mujeres en Irán.

No podía creer en sus palabras. Había visto por sí mismo que las mujeres iraníes eran esclavas de sus maridos, que su religión y su gobierno las coaccionaban en todos los campos, el ejemplo más clamoroso de lo cual era su altiva insistencia en un anticuado e incluso antihigiénico código en el vestir.

Aquella noche nos fuimos a la cama enfadados el uno con el otro.

Algunos miembros de la familia insistieron en que visitáramos uno de los palacios del derrocado sha. Al llegar, fuimos separados por sexos. Yo seguí a las demás mujeres a una sala de espera, donde se nos registró en busca de contrabando, al tiempo que se comprobaba la corrección de nuestros vestidos. Yo llevaba el
montoe
y el
roosarie
que me había entregado Ameh Bozorg, y gruesos calcetines negros. No mostraba ni una pizca de pierna, pero aun así no pasé la inspección. Por medio de un intérprete, una matrona me informó de que debía llevar también un grueso par de pantalones largos.

Cuando Moody investigó la razón de nuestro retraso, inició una discusión. Explicó que yo era extranjera y que no llevaba conmigo unos pantalones largos. Pero la explicación resultó insuficiente, de modo que todo el grupo tuvo que esperar mientras la esposa de Mammal, Nasserine, iba a casa de sus padres, que se encontraba cerca, para pedir prestados unos pantalones.

Moody insistió en que ni siquiera esto era represión. «Se trata sólo de una persona que quiere mostrar su superioridad —murmuró—. No es así como van realmente las cosas».

Cuando finalmente pudimos ver el palacio, resultó una decepción. En gran parte la legendaria opulencia había desaparecido a manos de los merodeadores revolucionarios de Jomeini, y lo poco que restaba había sido reducido a pedazos. No quedaban signos de la existencia del sha, pero el guía de la torre nos describió su perversa y despreocupada opulencia, y luego nos pidió que echáramos una mirada a los barrios bajos de la vecindad y nos preguntáramos cómo podía vivir el sha en aquel esplendor mientras contemplaba la miseria de las multitudes. Cruzamos desnudas habitaciones y echamos breves miradas a otras, escasamente amuebladas, por las que corrían niños sucios a los que nadie vigilaba. La mayor atracción parecía ser una parada en que se vendía literatura islámica.

Aunque la experiencia no tuvo sentido, Mahtob y yo contabilizamos el día como uno menos que tendríamos que permanecer en Irán.

El tiempo pasaba muy lentamente. Mahtob y yo anhelábamos el retorno a América, a la normalidad, a la cordura.

A mitad de la segunda semana de nuestras vacaciones, Reza y Essey nos proporcionaron una oportunidad de experimentar un toque hogareño. Uno de los recuerdos más apreciados por Reza del tiempo que había pasado con nosotros en Corpus Christi era el Día de Acción de Gracias. Me preguntó ahora si querría preparar un pavo para cenar.

Yo estaba encantada. Facilité a Reza una lista de compras y se pasó un día entero reuniendo los ingredientes.

El pavo resultó ser un ave flacucha, con la cabeza, las patas, las entrañas y la mayor parte de sus plumas en su sitio. Eso representaba un auténtico desafío, y la tarea me llevó todo el día. La cocina de Essey, aunque sucia, era una sala esterilizada comparada con la de Ameh Bozorg, y me puse a trabajar allí con relativa satisfacción para dar vida a un festín americano.

Essey no disponía de una cazuela para asar. La verdad era que jamás había utilizado el horno. Tuve que cortar el pavo en varias piezas grandes y cocerlo en distintas ollas. Tuve ocupados a Moody y a Reza, de un lado para otro entre la cocina de Essey y la de Ameh Bozorg, dando precisas instrucciones para el guiso.

Tuve que decidir muchas sustituciones. No había salvia para el aliño, de modo que usé
marsay
, una hierba picante, y apio fresco que Reza había encontrado al cabo de varias horas de búsqueda por los mercados. Para el relleno empleé una imitación del pan francés. Pasé por un colador el raro y exquisito manjar que eran allí las patatas, con un mazo de madera que parecía un bolo; un trabajo final con el mazo convirtió la masa en puré de patatas.

Todas las tareas se veían dificultadas por las diferencias culturales. No había paños de cocina ni agarraderos de cazuela; los iraníes desconocían su existencia. No había papel de parafina; los iraníes empleaban papel de periódico. Mis planes para el pastel de manzana se desbarataron por falta de molde, de modo que hice manzanas al horno. En cuanto a la temperatura de éste, tuve que hacer apreciaciones aproximativas, porque no pude descifrar los números métricos de la esfera, y Essey, como nunca había usado el horno, andaba también despistada.

Invertí todo el día en la elaboración de un pavo que resultó seco, fibroso y relativamente insípido. Pero Reza, Essey y sus invitados lo encontraron delicioso y tuve que admitir que, comparado con la sucia y aceitosa comida que nos habían ofrecido en Irán, constituía realmente un festín.

Moody estaba muy orgulloso de mí.

Finalmente llegó el último día de nuestra estancia. Majid insistió en que pasáramos la mañana en el Parque Mellatt.

Esto era magnífico. Majid era el único miembro realmente simpático del hogar de Ameh Bozorg, el único que tenía una chispa de vida en los ojos. Majid y Zia —que tanto me había impresionado en el aeropuerto— eran copropietarios de una fábrica de cosméticos. Su principal producto era desodorante, aunque ello no se pusiera demasiado de manifiesto en casa de Ameh Bozorg.

El mundo de los negocios parecía proporcionar a Majid todo el tiempo libre que deseaba, y él empleaba dicho tiempo en juguetear con la multitud de niños del clan. Realmente, era el único adulto que parecía tomarse algún interés por los niños. Mahtob y yo le llamábamos «el bromista».

La salida al Parque Mellatt fue sólo para nosotros cuatro: Majid, Moody, Mahtob y yo. Era la actividad más agradable que podía imaginar para aquel último día de las que parecían interminables dos semanas. Mahtob y yo contábamos las horas que faltaban para nuestra partida.

El parque era un oasis de verde césped adornado con arriates de flores. Mahtob estuvo encantada de encontrar finalmente un lugar donde retozar. Ella y Majid jugaban alegremente, y corrían por delante de nosotros. Moody y yo les seguíamos lentamente.

Cuánto más agradable sería esto, pensé, si pudiera librarme de estos ridículos abrigo y pañuelo. Cómo aborrecía el calor y el agobiante hedor de humanidad sin lavar que invadía aquel Edén. ¡Cómo odiaba Irán!

De repente me di cuenta de que la mano de Moody apretaba la mía, una pequeña violación de la costumbre chiíta. Estaba pensativo, triste.

—Sucedió algo antes de salir de nuestro país —me dijo—. Tú aún no lo sabes.

—¿Qué?

—Me despidieron de mi trabajo.

Aparté mi mano, sospechando alguna jugarreta, percibiendo el peligro, sintiendo que retornaban mis temores.

—¿Por qué? —le pregunté.

—La clínica quería contratar a alguien que trabajara en mi lugar por menos sueldo.

—Estás mintiendo —le dije con veneno—. No es cierto.

—Sí. Lo es.

Nos sentamos en la hierba y hablamos más. Vi en la cara de Moody las huellas de la profunda depresión que le había afectado los dos últimos años. De joven había abandonado su país natal para buscar fortuna en Occidente. Había trabajado duramente, abriéndose camino en la escuela, obteniendo finalmente su licenciatura como médico osteópata y efectuando más tarde una residencia como anestesiólogo. Juntos habíamos vivido sus prácticas, primero en Corpus Christi, y después en Alpena, una pequeña ciudad de la parte norte de la península inferior de Michigan. Las cosas no nos iban mal hasta que empezaron los conflictos. Gran parte de ellos fueron por propia culpa, aunque Moody tendía a negarlo. Algunas dificultades tenían su origen en los prejuicios raciales; otras, en la mala suerte. Sea cual fuere la causa, los ingresos de Moody cayeron en picado y su orgullo profesional sufrió una grave erosión. Nos vimos obligados a marchar de Alpena, la ciudad que tanto nos gustaba.

Estuvo luego en la clínica de la calle Catorce, de Detroit, durante más de un año, un empleo que tomó únicamente porque yo le impulsé a ello. Ahora, al parecer, también éste se había perdido.

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