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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (20 page)

BOOK: Noche Eterna
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—Bueno, lléveselo para que ella lo vea.

—Lo haré, pero en ese caso, si es de Cora, me parece extraño que no lo viéramos cuando estuvimos en el templete las últimas veces. Allí no hay muchas cosas. Y dice que el encendedor estaba en el suelo, ¿no?

—Sí, cerca del diván. Claro que cualquiera pudo entrar en el templete. Es un lugar muy cómodo para que una pareja de enamorados lo emplee para sus citas. Me refiero a los chicas y chicos de por aquí. Pero dudo de que ninguno de ellos se pueda permitir el lujo de tener un encendedor tan caro.

—También está miss Claudia Hardcastle —señalé—, pero no sé si ella usaría algo así. Además, ¿para qué iba a ir al templete?

—Era bastante amiga de su esposa, ¿no es así?

—Sí, creo que era la mejor amiga que Ellie tenía por aquí. Sin duda sabía que no nos importaría si quería utilizar el templete en alguna ocasión.

—Ah —exclamó el sargento Keene.

Le miré con una expresión dura.

—No creerá usted que Claudia fuera enemiga de Ellie, ¿verdad? Sería algo absurdo.

—No hay ninguna razón aparente para una supuesta enemistad, pero nunca se sabe cuando se trata de mujeres.

—Supongo... —comencé, y después me detuve porque lo que iba a decir parecería un poco extraño.

—¿Sí, Mr. Rogers?

—Creo que Claudia Hardcastle estuvo casada con un norteamericano, alguien llamado Lloyd. Es curioso porque el nombre del principal administrador de los bienes de mi esposa en Estados Unidos en Stanford Lloyd. Seguramente hay centenares de Lloyd y, de todas maneras, sería mucha coincidencia que se tratara de la misma persona. Por otro lado, ¿qué tendría que ver él con todo esto?

—No parece muy probable que esté relacionado. Sin embargo... —El sargento no acabó la frase.

—Lo curioso de todo este asunto es que me pareció ver a Stanford Lloyd por aquí el día del accidente. Estaba comiendo en el George en Bartington.

—¿No vino a verle a usted?

Meneé la cabeza.

—Estaba en compañía de alguien que se parecía a miss Hardcastle. Seguramente estoy confundido. Supongo que ya sabrá que fue su hermano quien construyó nuestra casa.

—¿Miss Hardcastle estaba interesada en la casa?

—No. No creo que le agraden las ideas arquitectónicas de su hermano. —Me levanté—. Bueno, no quiero robarle más tiempo. Por favor, le ruego que intente dar con el paradero de la gitana.

—No hemos dejado de buscarla, se lo aseguro. El coroner también está ansioso por interrogarla.

Me despedí del sargento y salí de la comisaría.

De aquella manera extraña en que a menudo te encuentras de sopetón con alguien que acabas de mencionar, Claudia Hardcastle salió de la estafeta de correos cuando yo pasaba por delante. Ambos nos detuvimos. Ella me dijo con el leve embarazo que sientes cuando te encuentras con alguien que acaba de sufrir la pérdida de un ser querido:

—Mike, siento muchísimo lo de Ellie. No diré nada más. Es horrible cuando la gente te dice cosas, pero ya está, tenía que decírtelo.

—Lo sé. Siempre fuiste muy amable con Ellie. Hiciste que se sintiera a gusto en este lugar. Te estoy muy agradecido.

—Hay una cosa que quería preguntarte y pensé que quizá sería mejor hacerlo ahora antes de que marches a Estados Unidos. Me han comentado que te vas dentro de unos días.

—En cuanto pueda. Tendré que ocuparme de una multitud de asuntos.

—Verás, se trata de que tal vez quieras poner la casa en venta, y me pareció que quizá decidas encargar a algún agente inmobiliario que se ocupe de la operación antes de marcharte. En ese caso, me gustaría tener la oportunidad de hacer la primera oferta.

La miré desconcertado. La verdad es que me había sorprendido. Era lo último que hubiera esperado de su parte.

—¿Quieres decir que estarías dispuesta a comprarla? Creía que no te interesaba la arquitectura moderna.

—Mi hermano Rudolph me dijo que era la mejor cosa que había hecho. Yo diría que no se equivoca. Supongo que pedirás una suma elevadísima, pero puedo pagarla. Sí, me gustaría tenerla.

Admito que me pareció muy extraño. Nunca había demostrado el menor aprecio por nuestra casa en ninguna de las ocasiones en que había venido a visitarnos. Me pregunté, como otras veces anteriores, cómo habían sido las relaciones con su hermanastro. ¿Le tenía afecto? Algunas veces me había parecido que le caía mal, incluso que le odiaba. Desde luego, cuando hablaba de Santonix lo hacía de una manera muy extraña. Pero era evidente que, de una manera u otra, él significaba algo para Claudia. Significaba algo importante. Meneé la cabeza lentamente.

—Al parecer —dije—, crees que quiero vender la casa y marcharme porque Ellie está muerta. En realidad,
no
es así. Fuimos muy felices en nuestra casa y es el lugar donde su memoria siempre estará viva. ¡Nunca venderé el Campo de Gitano! Puedes estar bien segura.

Cruzamos una mirada. Por un momento, fue un duelo de voluntades. Luego, ella se dio por vencida.

Me armé de valor y decidí preguntárselo:

—No es asunto mío, ¿pero estuviste casada con Stanford Lloyd?

Permaneció en silencio durante unos segundos, mirándome fijamente.

—Sí —respondió escuetamente y se marchó.

Capítulo XXI

Confusión. Eso es todo lo que recuerdo cuando hago memoria: las preguntas de los reporteros, las llamadas para solicitar una entrevista, las montañas de cartas y telegramas, y Greta ocupándose de todo.

La primera cosa sorprendente fue que la familia de Ellie no se encontraba en Estados Unidos como suponíamos. Fue toda una sorpresa descubrir que la mayoría de ellos estaban en Inglaterra. Hasta cierto punto era comprensible en el caso de Cora van Stuyvesant. Era una mujer que no paraba, siempre de aquí para allá recorriendo Europa, de Italia a París, a Londres, y otra vez de vuelta a Estados Unidos, a Palm Beach, al rancho en el Oeste; aquí, allá y en todas partes. El día que murió Ellie, su madrastra se encontraba a no más de cincuenta millas empeñada en su capricho de tener una casa en Inglaterra. Había estado dos o tres días en Londres para visitar nuevas agencias inmobiliarias y ver qué podían ofrecerle; el día de autos había visitado media docena de residencias campestres.

En cuanto a Stanford Lloyd, había viajado en el mismo avión al parecer para asistir a una reunión de negocios. Todas estas personas se habían enterado del fallecimiento de Ellie, no por los telegramas que enviamos a Estados Unidos, sino por las noticias publicadas en los periódicos.

Se planteó una agria discusión por el tema de dónde enterraríamos a Ellie. Yo había dado por hecho que lo más natural era enterrarla aquí, donde había muerto. En el lugar donde habíamos vivido juntos.

Pero la familia de Ellie se opuso rotundamente. Querían llevarse el cuerpo a Estados Unidos para enterrarla junto a sus familiares: su abuelo, su padre, su madre y sus tíos. Supongo, si uno lo piensa bien, que eso también tenía su lógica.

Andrew Lippincott vino para hablar conmigo al respecto y me planteó el tema de un modo muy razonable.

—¿Ellie no dejó instrucciones sobre el lugar donde deseaba que la enterraran? —me preguntó.

—¿Por qué iba a hacerlo? —respondí enfadado—. ¿Qué edad tenía? ¿Veintiuno? Nadie a los veintiún años piensa que va a morir. No te pones a pensar en donde quieres que te entierren. Si hubiéramos pensado en eso, lo más lógico hubiera sido suponer que nos enterrarían juntos aunque no falleciéramos al mismo tiempo. Pero, ¿quién piensa en la muerte cuando tienes veinte años?

—Una observación muy sensata —afirmó Lippincott—. Mucho me temo que tendrás que viajar a Estados Unidos. Hay una gran cantidad de asuntos financieros y empresariales de los que tendrás que ocuparte personalmente.

—¿A qué asuntos se refiere? ¿Qué tengo que ver yo con asuntos financieros y empresariales?

—Tiene mucho que ver. ¿Acaso no te has dado cuenta de que eres tú, Mike, el principal beneficiario del testamento?

—¿Quiere usted decir que soy el familiar más próximo a Ellie o algo así?

—No, por disposición testamentaria.

—Ni siquiera sabía que hubiera redactado un testamento.

—Por supuesto que sí. Ellie era una joven que entendía de negocios. Tenía que saber. Siempre vivió en ese ambiente. Hizo un testamento cuando cumplió la mayoría de edad y otro cuando se casó. Estaba depositado en el despacho de su abogado en Londres y a mí me enviaron una copia. —Vaciló un momento antes de añadir—: Si viajas a Estados Unidos, cosa que te recomiendo, creo que debes colocar tus asuntos en manos de un abogado de confianza.

—¿Por qué?

—Porque al tratarse de una fortuna inmensa, propiedades, inversiones y participaciones en una multitud de empresas, necesitarás que te asesoren bien.

—La verdad es que no estoy capacitado para ocuparme de esa clase de asuntos —admití.

—Lo comprendo muy bien.

—¿No podría dejarlo todo en sus manos?

—Podrías hacerlo.

—Bueno, entonces ya está decidido.

—De todas maneras, creo que debes tener una representación independiente. Yo ya actúo en nombre de algunos de los miembros de la familia y podría plantearse un conflicto de intereses. Si dejas el tema en mis manos, me ocuparé de que tus intereses estén representados por un abogado de primera.

—Muchas gracias, es usted muy amable.

—Si me permites una pequeña indiscreción... —Parecía un tanto incómodo y a mí me encantaba la idea de que Lippincott pudiera ser indiscreto.

—¿Sí?

—Te recomiendo que tengas mucho cuidado con cualquier cosa que firmes. Me refiero a documentos comerciales. Antes de firmar nada, léelos a fondo y asegúrate de que los entiendes.

—¿El tipo de documento al que usted se refiere significaría algo para mí si lo leyera?

—Si no lo entiendes, entonces entrégaselo a tu asesor legal para que te lo explique.

—¿Está usted previniéndome contra alguien o algo? —pregunté dominado por un súbito interés.

—Esa es una pregunta a la que no puedo contestar —replicó Lippincott—. Sólo puedo decirte que, cuando hay sumas de dinero tan importantes de por medio, es prudente no confiar en nadie.

O sea que me estaba previniendo contra alguien, pero no estaba dispuesto a facilitarme ningún nombre. Estaba claro. ¿Se trataría de Cora? ¿Acaso tenía fundadas sospechas de Stanford Lloyd, el cordial banquero, siempre tan despreocupado y alegre, que había venido recientemente en «viaje de negocios»? Tal vez se refería a la posibilidad de que el tío Frank me abordara con algunos documentos con aspecto de legítimos. De pronto, tuve la sensación de ser un pobre incauto que se encuentra nadando en aguas infestadas de cocodrilos que le dedican falsas sonrisas de amistad.

—El mundo es un lugar malvado —comentó el viejo abogado.

Quizá se trataba de una pregunta estúpida, pero me resultó imposible contenerme.

—¿La muerte de Ellie beneficia a alguien?

Me miró con una mirada de halcón.

—Es una pregunta realmente curiosa. ¿Por qué me lo pregunta?

—No lo sé, se me acaba de ocurrir.

—Le beneficia a usted.

—Desde luego. Eso ya lo sabía. Lo que quiero decir es si beneficia a alguien más.

Lippincott permaneció en silencio durante un rato que a mí se me hizo muy largo.

—Si te refieres a que el testamento de Fenella beneficia a otras personas con algunos legados, la respuesta es afirmativa. Algunos viejos criados, una gobernanta, un par de entidades benéficas, pero nada más allá de lo normal y correcto en estos casos. Hay un legado para miss Andersen, pero tampoco es una cantidad importante porque, como ya sabes, Ellie le entregó en vida una suma considerable.

Asentí. Ellie me lo había comentado.

—Tú eras su marido y no tenía otros parientes cercanos, pero interpreto que tu pregunta no se refería específicamente a ese punto.

—No sé exactamente a que quiero referirme. Pero, de una manera u otra, usted ha conseguido, Mr. Lippincott, despertar mis sospechas. No sé de quién o de qué he de sospechar. Sólo sospecho. Tenga presente que no entiendo nada de negocios.

—No, eso es bastante evidente. Permíteme que te diga que, aunque no haya un motivo preciso, ninguna sospecha fundada de ningún tipo, cuando muere alguien, se acostumbra a realizar una auditoría de sus asuntos económicos. Esto se puede hacer rápidamente o bien se puede alargar durante muchos años.

—Lo que quiere usted decir es que alguno de los administradores puede intentar tapar cualquier ilegalidad. Pretenderá que firme algún documento que los exonere de responsabilidades o algo por el estilo.

—Si los asuntos de Fenella no estaban, digamos, tan saneados como deberían estar, es posible que su muerte prematura resultara muy conveniente para alguien, no mencionaremos nombres, que podría cubrir sus faltas si trata con una persona poco experta como es su caso. Pero no puedo añadir nada más sobre este tema. No estoy en posición de hacerlo.

En la pequeña iglesia del pueblo se celebró un sencillo funeral. De haber estado en mi mano no hubiera asistido. Detestaba a todas aquellas personas apiñadas delante del templo que me miraban llenos de curiosidad. Greta me ayudó a pasar el mal trago. No creo que hasta ese momento me hubiera dado cuenta de su fuerte personalidad. Ella se encargó de los arreglos, se ocupó de las flores, lo hizo todo. Comprendí por qué Ellie había dependido tanto de Greta. No hay muchas Gretas en el mundo.

Los asistentes al funeral eran en su mayoría nuestros vecinos, algunos de los cuales apenas si conocíamos. Sin embargo, me fijé en un rostro que había visto antes, pero que no conseguía ubicar. Cuando regresé a casa, Carson me dijo que un caballero quería verme.

—Hoy no quiero ver a nadie. Dígale que se marche. ¡No tendría que haberle dejado entrar!

—Perdone, señor. Dijo que era un pariente.

—¿Un pariente?

De pronto recordé al hombre que había visto en la iglesia. Carson me entregó una tarjeta.

Leí un nombre que me era totalmente desconocido: William R. Pardoe. Meneé la cabeza. Luego le di la tarjeta a Greta.

—¿Por casualidad sabes tú quién es? Su rostro me parece conocido, pero no consigo recordar dónde lo he visto antes. Quizá sea uno de los amigos de Ellie.

Greta aceptó la tarjeta y la leyó.

—Por supuesto —dijo.

—¿Sabes quién es?

—El tío Reuben. El primo de Ellie. Sin duda te lo mencionó en algún momento.

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