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Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

Noches de baile en el Infierno (12 page)

BOOK: Noches de baile en el Infierno
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Barnabas se levantó.

—Pues, bueno, somos Cuadros de Avistamiento, Recuperación, Organización y Normalización de Tránsitos Erróneos.

Medité sobre ello. Cuadros de avistamiento, recuperación, organización… ¿CARONTE?

¡Horror! La adrenalina se me disparó. Me puse en pie de un salto y miré a la parte de mí que estaba en la camilla.

—¡Trabajáis para la muerte! —grité, situándome detrás de la mesa. Noté que las puntas de los dedos comenzaban a entumecérseme y, tras clavar los ojos en el amuleto de Barnabas, me detuve—. Dios mío, estoy muerta —susurré—. No puede ser. Todavía no estoy preparada. ¡Me queda mucho por hacer en la vida! ¡Sólo tengo diecisiete años!

—Oye, nosotros no somos carontes grises —se defendió Lucy, de brazos cruzados—. Somos carontes blancos. Los carontes oscuros matan a las personas antes de que les dé tiempo a entregar su óbolo, los blancos tratan de salvarlas y los grises son unos traidores peligrosos y fanfarrones que tienen los días contados.

Barnabas parecía avergonzado.

—Los carontes grises son, en realidad, carontes blancos que cayeron en la trampa y se pasaron… al otro lado. No hacen mucho daño, ya que los carontes blancos no les dejamos, pero si se produce una crisis de mortalidad repentina y aguda, siempre pasa que aparecen y se llevan a unas cuantas almas antes de tiempo, de la manera más trágica posible. Son unos piratas. Carecen de honor —concluyó con voz amarga.

Seguí apartándome de ellos, paso a paso, sin entender la rivalidad de la que hablaban, hasta que volví a sentirme mal. Miré los amuletos, me acerqué un poco a ellos y la sensación se evaporó.

—Asesináis a la gente. Eso es lo que dijo Seth. ¡Habló de robar almas! ¡Sois unos asesinos!

Barnabas se acarició la nuca.

—Pues no. Casi nunca asesinamos a nadie —intercambió una mirada con Lucy—. Seth es un caronte oscuro, un caronte oscuro. Nosotros sólo nos presentamos cuando ellos apresan a alguien demasiado pronto o cuando se produce un error.

—¿Un error? —alcé los ojos, esperanzada. ¿Significaba aquello que podían devolverme al mundo?

Lucy dio unos pasos para aproximarse.

—A ver, tú no ibas a morir. Pero un caronte oscuro te atrapó antes de que te hubiese llegado el momento de entregar el óbolo. Nuestro trabajo consiste en detenerlos, pero, a veces, fallamos. Hemos venido a presentar una disculpa formal y a conducirte a donde debes ir —miró a Barnabas—. Y tan pronto como él reconozca que todo ha sido culpa suya, yo podré largarme de aquí.

Traté de no mirar mi cuerpo, tendido en la camilla, y me enderecé.

—Yo no voy a ninguna parte. Se trata de un error, ¿no? Pues no pasa nada. ¡Devolvedme a mi lugar! Quiero recuperar mi vida —aterrada, di un paso al frente—. Porque podéis hacerlo, ¿verdad?

El rostro de Barnabas se contrajo.

—Es que ya es un poco tarde para eso. Todo el mundo sabe que has muerto.

—¡Me da igual! —grité. De pronto, palidecí. Mi padre. Él creía que yo estaba…—. Papá… —murmuré con espanto. Tomé una bocanada de aire y, tras volverme en la dirección de las puertas, eché a correr.

—¡Espera! ¡Madison! —bramó Barnabas, pero yo embestí las puertas con todas mis fuerzas y logré, a duras penas, atravesarlas a pesar de que no se hubiesen abierto lo suficiente para permitirme el paso.

Llegué a otra estancia. Acababa de atravesar unas puertas. Era como si mi cuerpo no existiese.

Había un señor gordo sentado a una mesa, quien se sobresaltó al oír el leve chirrido que emitieron los goznes de las puertas. Abrió sus ojillos de rata y suspiró. Me señaló con un dedo.

—Se trata de un error —le espeté, preparándome para seguir mi camino a través de un tenebroso pasillo abovedado—. No estoy muerta.

Sin embargo, la misteriosa sensación estaba volviendo a adueñarse de mí. Me sentí ingrávida y difusa. Estirada. Los sonidos me llegaban deformados, y una cortina gris comenzaba a empañarme la visión.

A mis espaldas, Barnabas empujó las puertas y entró. Todo volvió a la normalidad como por ensalmo. Mis fuerzas dependían del amuleto. Tenía que conseguir uno para mí.

—Sí que está muerta —corrigió él, que no se detuvo hasta que me agarró de la muñeca—. Esto es una alucinación. Ella no está aquí. Y yo tampoco.

—¿De dónde habéis salido? —preguntó el tipo, con los ojos como platos—. ¿Cómo habéis entrado?

Lucy entró dándole un golpetazo a las puertas que provocó que el tipo de la mesa y yo diésemos un respingo.

—Madison, basta de tonterías. Tienes que ponerte en marcha.

Aquello fue demasiado para el tipo de la mesa, que alargó un brazo para levantar el auricular del teléfono.

Pese a mis intentos de zafarme, Barnabas seguía asiéndome de la muñeca.

—¡Tengo que hablar con mi padre! —protesté, y él me empujó.

—Nos vamos —dijo con ojos amenazadores—. Ahora mismo.

Frenética, le di un pisotón. Barnabas aulló y, doblándose de dolor, me soltó la muñeca. Lucy se rió de él, y yo salí disparada por el corredor. «Intentad detenerme», pensé, pero, acto seguido, tropecé con algo grande, cálido y que desprendía un olor sedoso. Reculé, asustada, al reconocer a Seth. Tras intentarlo lanzando el coche por un terraplén, había conseguido matarme con una hoz que no causaba heridas. Era un caronte oscuro. Era mi muerte.

—¿Por qué habéis venido dos? —inquirió mirando a Barnabas y a Lucy. La cadencia de su voz me resultaba familiar, pero, al tiempo, me hacía daño oírla. Además, el olor a mar se había podrido—. Muy bien —agregó, mirándome de nuevo—. Falleciste el día del aniversario de tu nacimiento. Dos carontes. Ay, ay, ay. Eres la reina del drama, Madison. Me alegra verte de pie. Es hora de irse.

Apocada y aprensiva, me retiré.

—No me toques.

—¡Madison! —gritó Barnabas—. ¡Corre!

Claro, pero sólo podía correr hacia la morgue. Lucy se colocó delante de mí con los brazos extendidos, como si se creyese capaz de detener a Seth con la sola fuerza de su voluntad.

—¿Qué haces tú aquí? —le dijo con voz trémula—. Ella ya está muerta. No puede entregar el óbolo dos veces.

Confiado, Seth se le acercó arrastrando los pies.

—Yo he recibido su óbolo, como dices, así que puedo hacer con ella lo que me plazca.

Barnabas palideció.

—Vosotros nunca volvéis a buscarlos, vosotros… —en ese momento, se fijó en la piedra que colgaba del cuello de Seth—. Pero tú no eres un caronte oscuro, ¿verdad?

Seth sonrió como si acabaran de contarle un chiste.

—No. Soy un poquito más que eso. Algo a lo que no puedes enfrentarte. Márchate, Barnabas. Limítate a irte. De ese modo, no saldrás malparado.

Impotente, miré a Barnabas. El comprendió que estaba aterrada y se envalentonó.

—¡Barnabas! —chilló Lucy—. ¡No!

Pero Barnabas se lanzó contra la oscura figura vestida de seda negra. Con horrible indiferencia, Seth le propinó una bofetada tal que hizo que Barnabas saliera despedido por el aire hasta chocar contra la pared. Resbaló hasta el suelo, inconsciente.

—¡Corre! —insistió Lucy, empujándome hacia la morgue—. No te apartes del sol y cuídate de que te toquen los alas negras. Pediré ayuda. Alguien irá a buscarte. ¡Vete de aquí!

—¿Cómo? —exclamé—. Él está taponando la única vía de salida.

Seth volvió a moverse, esta vez para golpear a Lucy. Esta se derrumbó, de modo que sólo quedaba yo, ya que el tipo de la mesa debía de estar muerto o escondido en algún rincón. Me erguí en toda mi estatura —que no era mucha— y me alisé el vestido. La cosa iba de mal en peor.

—Ella te estaba intentando decir —explicó Seth, con una voz a la vez conocida y ajena— que corrieras a través de las paredes. Tienes más oportunidades al sol, con los alas negras, que conmigo, bajo tierra.

—Pero si no puedo… —dije, y en ese instante recordé lo ocurrido con las puertas. Las había atravesado, estaba segura. ¿En qué me había convertido? ¿En un fantasma?

La sonrisa de Seth me heló la sangre.

—Me alegro de verte, Madison, ahora que puedo… verte tal como eres —se quitó la máscara y la dejó caer. Su rostro era hermoso, como de piedra cincelada.

Me lamí los labios y me quedé helada al acordarme de que lo había besado. Abrazándome el pecho, comencé a alejarme con el propósito de distanciarme lo bastante de la influencia de Lucy y Barnabas. De aquel modo, podría atravesar las paredes. Si aquel espantajo pensaba que podía hacerlo, sería porque era cierto.

Seth, no obstante, me vigilaba de cerca.

—Nos marcharemos juntos —dijo—. Nadie creerá que robé tu alma si no te llevo hasta ellos.

Pero yo seguí reculando. Miré fugazmente a Barnabas y a Lucy, ambos tirados sobre las baldosas.

—Prefiero quedarme aquí, gracias —le contesté.

Topé con el muro, casi con el corazón en la boca. Se me escapó un chillido. Había salido del radio de acción de los amuletos, pero, aun así, no ocurría nada. Observé a Seth y vi la piedra negra que llevaba colgada. Eso lo explicaba todo. ¡Maldición!

—No tienes alternativa —afirmó—. Yo te maté. Eres mía.

Me sujetó por la muñeca. Me inundó una oleada de adrenalina, y me revolví.

—Y una mierda —le espeté, tras lo cual le di una patada en la espinilla.

Él gimió y se inclinó, pero seguía teniéndome presa. Pese a ello, había puesto el rostro a mi alcance y, tras cogerle del cabello, le aplasté la nariz de un rodillazo. Sentí los cartílagos romperse, y el estómago me dio un vuelco.

Tras proferir una maldición en una lengua que me provocó un estremecimiento, me soltó y se cayó.

Tenía que salir de allí. Y necesitaba estar en condiciones, o nunca lo conseguiría. Con el corazón en un puño, le quité el colgante, que me quemó la mano como si fuese fuego. Dispuesta a sufrir cuanto fuese necesario, lo apreté entre los dedos.

Desde el suelo y con la cara ensangrentada, Seth me miraba sin salir de su asombro. Debía de pensar que se había dado de bruces con una pared transparente.

—Madison… —Barnabas arañó el suelo.

Su mirada, atenazada por el sufrimiento y perdida, miraba en mi dirección.

—Corre —masculló.

Con el amuleto de Seth en la mano, encaré el pasillo… y corrí.

—¡Papa!

Junto a la puerta, abierta, agucé el oído para descubrir algo en el silencio que reinaba en la casa, pulcra y ordenada como le gustaba mantenerla a mi padre. Detrás de mí, una cortacésped zumbaba con los primeros albores de la mañana. El resplandor dorado corría por los suelos de madera y el pasamanos de la escalera que conducía al piso superior. Había llegado hasta allí en tacones, todavía ataviada con aquel vestido repugnante. Había sido objeto de las miradas de quienes se cruzaban conmigo. Me sorprendía no estar exhausta; el pulso acelerado se debía al miedo y no al esfuerzo.

—¿Papá?

Entré, y se me empañaron los ojos con la emoción cuando, desde el piso de arriba, me llegó la voz de mi padre, incrédula y agitada:

—¿Madison?

Subí por la escalera saltando los escalones de dos en dos, tropezando con la falda y sirviéndome de las manos, hasta llegar a la parte alta. Con un nudo en la garganta, corrí hasta el pasillo al que se abría la puerta de mi habitación. Mi padre estaba sentado en el suelo, entre cajas abiertas, todavía sin desempaquetar. Tenía el rostro avejentado y marcado por el dolor. Me quedé quieta, sin saber qué hacer.

Me miró con los ojos muy abiertos, sin dar crédito a lo que veía.

—Nunca vaciaste las cajas —susurró.

Una lágrima cálida e imprevista me atravesó la mejilla. Al verlo en aquel estado me di cuenta de que necesitaba que yo le alegrase la vida. Nadie me había necesitado de aquel modo hasta entonces.

—Lo… lo siento, papá —logré decir, presa de la impotencia.

Suspiró. La emoción le iluminaba la cara. Se levantó de repente.

—¿Estás viva? —me preguntó, jadeante, y, con un grito ahogado, me abandoné en sus brazos—. Me dijeron que habías muerto. ¿De verdad estás viva?

—Estoy bien —respondí, entre sollozos, desahogándome al fin. Olía como el laboratorio en el que trabajaba, a aceites y tintas, y me pareció el olor más agradable del mundo. No podía dejar de llorar. Estaba muerta… o eso creía. Tenía el amuleto, pero el temor de no saber si podría quedarme con mi padre me carcomía por dentro—. Estoy bien —repetí, con la voz quebrada—. Pero ha habido un error.

Medio riéndose, me apartó de él para poder observarme. Las lágrimas le brillaban en los ojos y me sonrió como si estuviese sonriendo por primera vez.

—Estuve en el hospital —afirmó—. Te vi —el recuerdo de la impresión de la que hablaba se le atravesó en la expresión y, como si quisiera comprobar que yo era real, me pasó por los cabellos una mano temblorosa—. Pero estás bien. Intenté hablar con tu madre. Va a pensar que estoy loco. Más loco de lo normal. No pude dejarle un mensaje en el contestador diciéndole que habías tenido un accidente. Así que colgué. ¿Pero de verdad estás bien?

El llanto apenas me dejaba respirar. Jamás perdería el amuleto. Jamás.

—Perdóname, papá —le dije, llorando—. No debí irme con ese chico. Nunca. Perdóname. ¡Perdóname!

—Está bien —volvió a abrazarme y comenzó a mecerme, pero yo lloré aún con más fuerza—. Tranquila. Estás bien —murmuró, acariciándome las mejillas. Sin embargo, él no sabía que estaba muerta.

De pronto, tras reflexionar un segundo, mi padre contuvo la respiración y retrocedió un paso. El frío que me invadió mientras él me observaba de arriba abajo hizo que dejara de llorar con un último sollozo.

—Estás perfectamente —indicó, maravillado—. No tienes ni un rasguño.

Sonreí, nerviosa, y él dejó caer los brazos.

—Papá, tengo que contarte muchas cosas. Yo…

Algo rascó la puerta. Mi padre miró en aquella dirección, y yo me volví para ver a Barnabas junto a un hombrecillo vestido con una indumentaria suelta, semejante a la que se estila en las artes marciales, aparatosa y nada funcional. Era de tez morena, delgado y nervudo, y sus facciones trazaban ángulos marcados. Tenía los ojos de color castaño oscuro, rodeados de arrugas, y los rizados cabellos blanqueados en las sienes.

—Discúlpenme —dijo mi padre, colocándose a mi lado—. ¿Han traído ustedes a mi hija a casa? Muchas gracias.

No me gustó la expresión de Barnabas, y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no esconderme detrás de mi padre. Todavía me rodeaba con un brazo y yo no quería apartarme de él por nada del mundo. Maldición. Deduje que Barnabas había venido con su jefe. Yo deseaba quedarme como fuera. Dios, no quería estar muerta. ¡No era justo!

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