Noches de baile en el Infierno (14 page)

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Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

BOOK: Noches de baile en el Infierno
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Ron se detuvo en el umbral de la puerta. Barnabas se quedó detrás de él, barruntando su preocupación por una mera chica de diecisiete años.

—No vas a morirte, porque ya estás muerta —dijo Ron—. Sin embargo, pueden pasarte cosas peores.

«Genial», pensé mientras recordaba el baile con Seth, los besos que me había dado, la sensación de romperle la nariz con la rodilla y la mirada de odio que me había lanzado. «Lo que te queda por delante, Madison.» No sólo había echado a perder mi reputación en el nuevo instituto, sino que había insultado al mismísimo ángel de la muerte. Estaba en su punto de mira.

—¿Barnabas? —dijo Ron, sacándome de repente de mi ensimismamiento.

—¿Sí? —respondió Barnabas, también él tomado por sorpresa.

—Felicidades. Acabas de ser ascendido a ángel de la guarda.

Barnabas se quedó horrorizado.

—Eso no es un ascenso. ¡Es un castigo!

—En parte es culpa tuya —repuso Ron con una voz ruda que desentonaba con la sonrisa que me estaba dirigiendo—. O más que en parte, quizá —adoptó una expresión adusta—. Cumple con tus obligaciones. Y no la tomes con ella.

—¿Y Lucy? ¡La responsabilidad era suya! —protestó con una rebeldía que lo hacía parecer más joven.

—Madison tiene diecisiete años —le indicó Ron con un tono de voz que no admitía réplica—. Los diecisiete son tu campo. Es pan comido —se volvió con los brazos en jarras—. Además de tu condición de caronte blanco, ejercerás de ángel de la guarda a cargo de Madison. Imagino que el asunto estará solventado en el plazo de un año —su mirada se tornó distante—. Ya sea de un modo u otro.

—¡Pero…! —objetó Barnabas, que tropezó con la pared del vestíbulo cuando Ron, dirigiéndose hacia las escaleras, lo apartó de en medio. Yo los seguí, incrédula. ¿Iba a tener un ángel de la guarda?—. ¡Pero no es posible! —insistió, haciéndome sentir como una carga indeseable—. ¡No puedo hacer mi trabajo y cuidar de ella al mismo tiempo! ¡Si me alejo demasiado, la apresarán!

—Entonces haz que te acompañe cuando salgas a trabajar —resolvió Ron, descendiendo por la escalera—. Es necesario que aprenda a utilizar esa cosa. Aprovecha tu tiempo libre, que, por lo que sé, no te falta, para enseñarle algo. Además, no tendrás que preocuparte de que siga viva. Se trata solamente de que no abandone el limbo. Espero que esta vez hagas un buen trabajo —afirmó.

Barnabas farfulló algo, y Ron me dedicó una sonrisa atribulada.

—Madison —me dijo con intención de despedirse—. No te separes de ese colgante. Te protegerá de algún modo. Si te lo quitas, los alas negras podrán encontrarte, y los carontes oscuros nunca se alejan demasiado de los alas negras.

Los alas negras. Ya era la segunda vez que oía aquellas palabras que, de por sí, bastaban para convocar en mi mente pensamientos funestos.

—¿Los alas negras? —pregunté.

Ron se detuvo en el último escalón.

—Buitres inmundos, apartados de la creación. Captan el olor de las muertes erróneas antes de que ocurran e intentan robar un pedazo del alma olvidada. No permitas que te toquen. Pueden percibir tu presencia, dado que estás muerta, pero con esa piedra creerán que eres un caronte y te dejarán en paz.

Asentí con fruición. Mantenerme lejos de los alas negras. Comprendido.

—¡Crono! —rogó Barnabas, mientras Ron volvía a ponerse en movimiento—. Por favor. ¡No me hagas esto!

—Busca un poco de viento y sácale todo el partido que puedas —murmuró Ron, acercándose a la puerta principal—. Es sólo un año.

Se internó en el chorro de luz solar que entraba por el umbral. Y desapareció, no de repente, sino poco a poco, internándose en la luz. El ambiente de la casa pareció reanudarse, y la cortacésped volvió a funcionar en la distancia.

Respiré. El mundo había recomenzado su devenir y los pájaros cantaban, el viento soplaba y en algún lugar sonaba una radio. Estaba perpleja.

—¿Qué ha querido decir con eso? —le pregunté a Barnabas—. ¿Un año es todo lo que me queda?

Él me miró de arriba abajo, molesto.

—¿Cómo voy a saberlo?

—¿Madison? ¿Eres tú? —oí decir a mi padre con voz sobresaltada, desde mi habitación.

—¡Papá! —exclamé, y, en cuanto lo vi aparecer, corrí hacia él. Me recibió con un abrazo, feliz. Miró a Barnabas con una sonrisa.

—Tú debes de ser el chico que anoche trajo a Madison a casa. Seth, ¿no?

«¿Qué está pasando?», me pregunté, pasmada. Él ya conocía a Barnabas. Y además, ¿qué había sido de su ira protectora? ¿Cómo se había convertido en padre simpático en tan poco tiempo? ¿Ya no se acordaba del accidente? ¿O del hospital? ¿O del coche destrozado? ¿Y de que yo estuviese muerta?

Barnabas, hasta entonces con una actitud un tanto avergonzada, se recompuso para lanzarme una mirada reprobatoria con la que me recomendaba cerrar la boca.

—No, señor. Soy Barnabas, uno de los amigos de Madison. Anoche también estuve con ella, después de que Josh se marchase. Me alegro de conocerle, señor. Sólo he venido a… a ver si a Madison le apetecía hacer algo.

Mi padre estaba orgulloso porque yo hubiese hecho un amigo sin su ayuda, pero, por encima de todo, estaba confuso. Tras carraspear como si estuviese meditando la manera de tratar al primer amigo de su hija que él tenía oportunidad de conocer, optó al fin por darle la mano. Yo me quedé asombrada, mirándolos mientras se saludaban de aquel modo. Barnabas se encogió ligeramente de hombros, y eso me bastó para empezar a relajarme. Por lo visto, los últimos acontecimientos habían sido eliminados de la mente de mi padre y sustituidos por el recuerdo de una noche sin contratiempos. ¿Qué más podría pedir una adolescente? En fin, lo único que debía hacer consistía en descubrir cómo lo había hecho Ron. Vamos, por si me hacía falta en el futuro.

—No habrá nada de comer por aquí, ¿verdad? —dijo Barnabas, rascándose la nuca con una mano—. Tengo un hambre de lobo.

Como por arte de magia, mi padre, decidido a agradar al supuesto recién llegado, sugirió que tomáramos unos gofres y se apresuró a ir a buscarlos. Barnabas iba a seguirlo, pero yo lo retuve por el brazo.

—Así que, entonces, lo que ocurrió ayer fue que Seth me trajo a casa y que luego estuve viendo la tele, ¿no? —sugerí, ansiosa por saber en qué iba a consistir mi coartada. Él asintió—. ¿Y no ha habido ningún accidente de coche? —agregué—. ¿Hay alguien que se acuerde de lo ocurrido ayer por la noche?

—Nadie que esté con vida —respondió él—. Ron invierte mucho tiempo en atar todos los cabos sueltos. Debes de haberle caído bien —miró la piedra que yo llevaba colgada del cuello—. O, tal vez, se ha enamorado de esa preciosa piedra tuya.

De nuevo nerviosa, lo dejé marchar, y él corrió detrás de mi padre, quien ya se encontraba en la cocina, preguntándonos a voz en grito si Barnabas iba a quedarse a desayunar. Me alisé el vestido, me pasé una mano por los cabellos y fui andando hacia la cocina con pasos lentos y cautelosos. Todo me resultaba muy raro. Un año. Al menos tenía un año. Podría ser que no estuviese viva, pero lo cierto era que tampoco me iba a morir. Descubriría cómo usar la piedra y me quedaría en el lugar al que pertenecía: mi casa, junto a mi padre.

Lo tenía claro.

Inquieta, me senté en el tejado para lanzarle piedras a la noche y, de paso, reflexionar un poco. No estaba viva, pero tampoco había muerto del todo. Como me había temido, un cuidadoso interrogatorio efectuado a mi padre había revelado que además de haber olvidado la visita al hospital, no sabía nada del accidente. Creía que había plantado a Josh al darme cuenta de que era un impresentable, que había vuelto a casa con Seth y Barnabas, y que, fiel a mis costumbres, me había pasado la noche pegada al televisor.

Por otra parte, no le hacía ninguna gracia que hubiese estropeado el disfraz de alquiler. A mí me había hecho menos gracia que restase de mi paga el dinero para pagarlo, pero no se me había ocurrido quejarme. Allí estaba yo, más o menos viva, y eso era lo importante. Le había costado dar crédito a mi sumisa aceptación del castigo y, tras digerirlo, me había dicho que me estaba haciendo mayor. Ah, si él supiera.

Había dedicado el día a observar a mi padre y, además, había desempaquetado mis cosas y las había colocado en sus cajones y estantes correspondientes. Me daba la impresión de que él sabía que algo no encajaba, pero nada más. No había dejado de vigilarme en ningún momento, y su constante ir y venir desde la cocina a mi habitación para traerme chucherías y refrescos había llegado a hartarme. Más de una vez había descubierto en su cara una expresión de terror, que ocultaba al adivinar que le estaba mirando. La cena había consistido en una forzada conversación sobre chuletas de cerdo y, tras picotear del plato durante veinte minutos, me había disculpado diciendo que la fiesta de la noche anterior me había dejado baldada.

Sí. Tendría que estar cansada, pero no lo estaba. Por el contrario, eran las dos de la mañana y me encontraba en el tejado, lanzando piedras al vacío, cuando debería estar en la cama. Tal vez ya no necesitara dormir.

Para relajarme, arranqué otro trozo de alquitrán de entre las tablillas y lo lancé a la chimenea. Golpeó el metal con un sonoro tintineo y, tras rebotar, se precipitó en la oscuridad. Me arrastré por la lisa superficie del tejado para sentarme un poco más arriba y luego me coloqué los vaqueros en su sitio.

Una leve inquietud comenzó a extendérseme por el cuerpo, desde las puntas de los dedos, a modo de hormigueo, hasta el interior más hondo, en donde cobró mayor intensidad. Me asaltó de pronto la sensación de estar siendo observada y, con un grito ahogado, me di la vuelta en el momento en que Barnabas se dejaba caer desde el árbol que se arqueaba sobre el tejado.

—¡Oye! —grité mientras él aterrizaba en el tejado y se agachaba como un gato—. Podrías haberme avisado.

Se irguió con los brazos en jarras. Su figura resplandecía con una luz trémula procedente de la luna, y su expresión indicaba exasperación.

—Si hubiese sido un caronte negro, ahora estarías muerta.

—Sí, claro, pero es que ya estoy muerta, ¿no es cierto? —repuse, tirándole una piedra. Erré el disparo por muy poco, pero él no se movió—. ¿Qué quieres? —le pregunté con hosquedad.

En lugar de contestarme, se encogió de hombros y miró hacia el este.

—Quiero saber qué es lo que no le has contado a Ron.

—¿Cómo?

Imperturbable, cruzó los brazos y me miró fijamente.

—Seth te dijo algo en ese coche. Fue la única situación en la que yo no estuve vigilando. Quiero saber qué te dijo. Podría ser lo que incline la balanza entre que sigas adelante con esta farsa de estar viva o que seas conducida a una corte oscura —sus gestos se tornaron severos y airados—. No voy a cometer un nuevo error contigo. Tú ya eras importante para Seth antes de robarle la piedra. Por ese motivo fue hasta la morgue a buscarte. Quiero saber por qué.

Observé la piedra, en la que refulgían los rayos de la luna, y después me miré los pies. La pendiente del tejado me hacía daño en los tobillos.

—Dijo que mi nombre había sido mencionado en muchas ocasiones, y que se proponía robar mi alma.

Barnabas se sentó bastante lejos de mí.

—Eso ya lo ha hecho. Estando muerta, has dejado de ser una amenaza. ¿Por qué volvió a por ti?

Más tranquilo y cómodo, Barnabas me miró y me pareció entrever la luna en sus ojos.

—¿Qué razón se te ocurre a ti? —le pregunté con ánimo de confiar en él. Necesitaba hablar con alguien, pero lo que tenía que contar me impedía llamar a mis antiguas amistades y hablarles como si tal cosa, de estar muerta, por ejemplo.

Barnabas titubeó.

—No lo sé, pero creo que es mejor que me lo cuentes tú.

Tomé aire y me dispuse a hablar.

—Dijo que el ponerle fin a mi patética vida iba a permitirle entrar en una corte más alta. Volvió para poder demostrar que me había… eliminado.

Esperé a oír su respuesta, pero ésta no se produjo. Después de un rato, cansada de aquel silencio, alcé la vista y me encontré con los ojos de Barnabas, que me escudriñaban como si ello sirviese para desentrañar el verdadero sentido de mis palabras. Tras quedar claro que no sabía qué pensar, dijo:

—Opino que tendrás que quedarte con la piedra un tiempo. No sé qué habrá querido decir con eso. Tal vez nada. Olvídalo. Emplea el tiempo en intentar adaptarte.

—Sí—dije con una risotada sarcástica—. Cambiarse de instituto implica una gran labor de adaptación.

—Me refería a pasar desapercibida en el mundo de los vivos.

—Ah.

Fantástico. Iba a aprender a adaptarme, pero no al nuevo instituto, sino al mundo de los vivos. Fenomenal. Recordé de pronto la desastrosa cena con mi padre, y me mordí el labio.

—Oye, Barnabas, ¿debo comer o no?

—Claro. Siempre que quieras. Yo no como casi nunca —dijo con algo semejante a la melancolía—. Si eres como yo, te aseguro que nunca tendrás hambre.

Me coloqué los mechones de cabello rebeldes tras las orejas.

—¿Y dormir?

Sonrió.

—Inténtalo. Yo jamás lo consigo, a no ser que me venza el aburrimiento.

Volví a desprender un fragmento de alquitrán de entre las tablillas y lo lancé, una vez más, contra la chimenea.

—¿Y cómo es posible que no tenga que comer? —inquirí.

Barnabas me miró.

—Esa piedra te está dando energía que tú estás absorbiendo, que estás tomando. Ten cuidado con los videntes. Creerán que estás poseída.

—Mmm —murmuré, meditando si debía preguntarle qué debía hacer respecto a la iglesia. Claro que, como en la iglesia estaban bastante equivocados con la muerte, era probable que no supiesen tanto como creían.

Suspiré. Me encontraba sentada en el tejado de mi casa junto a un caronte blanco… mi ángel de la guarda. ¿Sería posible que mi vida —o, más bien, que mi muerte— pudiera torcerse aún más? Palpé con cuidado la piedra que, de algún modo, me permitía existir, preguntándome qué iba a hacer yo a partir de aquel momento. Ir al instituto. Estudiar. Estar con mi padre. Buscarle un sentido a lo que hacía y a mi identidad. Concretando: si se exceptuaba lo de no comer ni dormir, no iba a ser tan distinto de mi vida anterior. Por una parte, había un caronte negro que quería raptarme. Pero también estaba mi ángel de la guarda. Fuera como fuese, la vida continuaba, aunque yo hubiese dejado de formar parte de ella.

Barnabas se puso en pie de un salto. Sobresaltada, levanté la mirada para ver qué se proponía.

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