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Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

Noches de baile en el Infierno (16 page)

BOOK: Noches de baile en el Infierno
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Así había advertido lo peligrosos que eran sus poderes, que podían convertirla en una paria. Y también que los chicos de su edad no encontraban atractivo y ni siquiera beneficioso que ella los superase en fuerza física. La administración del colegio, por cierto, era de la misma opinión.

Desde entonces, se había convertido en una experta en pasar desapercibida, en ser cuidadosa. Dominaba sus poderes. O eso había creído hasta que, hacía seis meses…

Miranda se deshizo de aquel recuerdo y se concentró en la gente que pululaba por el aeropuerto. En su trabajo. Vio a una niñita rubia con tirabuzones a hombros de su padre, que, al ver a una mujer que iba hacia ella, gritó: «¡Mami, mami, te he echado de menos!».

Observó a la feliz familia abrazarse y se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Una de las ventajas de estar en un internado, pensó Miranda, consistía en que nadie la invitaba a ir a la casa familiar, nunca veía a sus compañeros en su entorno doméstico, desayunando con sus padres. Por alguna razón, siempre que pensaba en familias felices de verdad, las imaginaba desayunando.

Aparte de que la gente con una familia normal no iba a Chatsworth Academy, «la mejor experiencia educativa integral del sur de California». O, como a Miranda le gustaba decir, el Almacén Infantil, el lugar en que los padres (en su caso, los tutores) dejan en depósito a sus hijos hasta que les convenga.

Todo ello con la posible excepción de su compañera de habitación, Kenzi Chin. Vivían juntas desde hacía cuatro años, que casi era más tiempo del que Miranda hubiese convivido con nadie. Kenzi procedía de una de esas familias perfectas que se juntan a la hora del desayuno, tenía una piel perfecta, notas perfectas y todo perfecto, y de no ser porque, además, le ofrecía una amistad sincera y sentida —y también, un poquito alocada—, Miranda habría tenido que odiarla.

Lo demostraba lo ocurrido aquel mismo mediodía, cuando Miranda entró en la habitación que compartían y se la había encontrado encima de la cama, vestida tan sólo con ropa interior y con el cuerpo untado en un barro reseco y verdoso.

—Voy a tener que pasarme el resto de mi vida yendo a terapia para poder olvidar esta imagen —le había dicho Miranda.

—Vas a tener que ir a terapia, sí, pero para digerir tu desastre familiar. Te voy a dar material RS para que reflexiones un poco.

Kenzi sabía más de la historia familiar de Miranda que cualquier otra persona en Chatsworth, casi toda ella inventada, por lo demás, a excepción de su carácter desastroso. Aparte, era muy amiga de los acrónimos y siempre tenía uno en la punta de la lengua.

Mientras dejaba caer el bolso y se tiraba sobre la cama, Miranda le preguntó:

—¿RS?

—Ropero selecto —respondió Kenzi, y agregó—: No puedo creer que no vengas al baile. Siempre pensé que iríamos las dos juntas.

—No creo que eso vaya a hacerle mucha gracia a Beth. Ya sabes, encontrarse con una carabina.

Beth era la novia de Kenzi.

—Ni una palabra sobre esa criatura —dijo, fingiendo un estremecimiento—. El espectáculo de Beth y Kenzi ha quedado oficialmente anulado.

—¿Desde cuándo?

—¿Qué hora es?

—Las tres y treinta y cinco.

—Hace dos horas y seis minutos.

—Ah, o sea que hay tiempo para que solventéis vuestras diferencias antes de la fiesta.

—Pues claro.

Las «anulaciones» de Kenzi tenían lugar una vez por semana y nunca duraban más de cuatro horas. Opinaba que la tragedia de las rupturas y la emoción de las reconciliaciones contribuían a preservar la frescura de la relación. Y, por algún motivo extraño, su teoría parecía funcionar, puesto que Beth y ella eran la pareja más feliz que Miranda conociera. Otra de las perfecciones de Kenzi.

—En cualquier caso, no cambies de tema. Creo que es un error que no vengas al baile.

—Sí, apuesto a que voy a arrepentirme.

—Lo digo en serio.

—¿Por qué? ¿Dónde está el problema? Si consiste en bailar al ritmo de una cancioncilla cutre, nada más. Ya sabes que soy una bailarina horrorosa y que es más que probable que no se me permita salir a la pista delante del resto de la gente.

—Vamos, vamos. La movida no es cutre. Y, además, no se te da tan mal.

—Yo creo que Libby Geer no estaría de acuerdo contigo. Si pudiera hablar, claro.

—Da igual. No se trata sólo de un baile. Es un rito de tránsito, un momento en que abandonamos nuestro estado actual para internarnos en el vasto mundo de los adultos en que vamos a convertirnos, deshaciéndonos de todas nuestras inseguridades juveniles para…

—… emborracharnos, con suerte. Y dependiendo de lo que entiendas tú por «suerte».

—Lo lamentarás si no vienes. ¿De verdad quieres crecer deprimida y llena de resentimiento?

—¡Sí, ojalá! Además, tengo trabajo.

—LDS, vaya. Vuelves a excusarte con lo de tu trabajo. Seguro que puedes tomarte libre la noche del sábado. Al menos, dime por qué no quieres venir.

Miranda adoptó la expresión Ojos Inocentes, indicada en el libro con el número dos.

—No me mires como si fueses Mi Pequeño Poni. Escucha estas letras: WILL

—Ya, pues tú atiende a éstas: NO. Ah, y también a éstas: DEP.

Pero Kenzi, que era toda una maestra en ello, pasó olímpicamente de Miranda y continuó insistiendo.

—Vale, es posible que Will tenga que ponerse unas vacunas o que hacerse unos análisis después de haber estado con Ariel, pero no me puedo creer que te rindas de este modo.

Will Javelin protagonizaba el noventa y ocho por ciento de los sueños de Miranda. Había intentado olvidarse de él en cuanto supo que iba a la fiesta con Ariel —«Le he puesto a mis nuevos pechos los nombres de las dos casas de campo de mi familia. Y tu familia, ¿tiene casas de campo? Ah, claro, lo olvidaba. Eres huérfana»— West, hija de los riquísimos dueños de la azucarera West, pero le resultaba casi imposible.

Para alejar el mal karma, Miranda dijo:

—Ariel no tiene nada de malo.

—Sí, en efecto, nada que un buen exorcismo no pueda curar —Kenzi saltó al suelo y cogió su toalla—. Al menos, prométeme que vendrás después de la fiesta a la casa de los padres de Sean, en la playa, ¿sí? Pensamos quedarnos por allí hasta que amanezca. Tendrás oportunidad de hablar con Will fuera del colegio. Por cierto, ¿cuándo vas a contarme qué pasó entre vosotros dos aquella noche? ¿Por qué estás tan BC en ese tema?

A Miranda no se le escaparon las siglas en aquella ocasión.

—No estoy en plan «boca cerrada» —dijo, estirando un brazo para ordenar unos folios que estaban en la estantería, entre las camas de ambas.

—Volvemos a las andadas. Ya estás haciéndote la santa ama de casa para evadirte de la discusión.

—Puede ser —Miranda observó los papeles, que en realidad eran fotocopias de artículos de periódico pertenecientes a los anteriores seis meses.

«Un misterioso buen samaritano detiene a un carterista y lo deja atado a una verja con un yoyó», decía el más reciente. «Atraco frustrado: un testigo afirma que un paquete de caramelos Pez salido de la nada hizo que el atracador perdiera su arma», rezaba otro, más antiguo. Un tercero, de hacía unos meses, narraba: «Asalto de una tienda de comestibles frustrado por el derrumbamiento de una farola; dos detenidos». Los ánimos de Miranda se resintieron.

Se dijo que sólo eran tres de los más o menos, doce incidentes en que había tomado parte. Pero eso no hizo que se sintiera mejor. Nadie debía descubrir un hilo conductor entre aquellos casos. Jamás.

El de la tienda veinticuatro horas había sido el primero. La niebla había entrado desde el mar, y las farolas colmaban el aire de difusos halos. Miranda se dirigía en coche hacia el entrenamiento de roller derby cuando oyó unos gritos en el interior del establecimiento y… actuó. No sabía lo que hacía, como si fuese un sueño, pues era su cuerpo el que tomaba las decisiones, el que preveía los movimientos de los atracadores y descubría cómo detenerlos. Algo semejante al modo en que se recuerda la letra de una canción que hace tiempo que no suena. Pero ella no sabía de dónde procedía la canción.

Después, se había pasado tres días en la cama, ovillada y temblorosa, siguiendo la última hora del incidente de la tienda. Le había dicho a Kenzi que tenía gripe, pero lo que en verdad la aquejaba era el terror. Estaba aterrorizada por aquellos poderes que no podía refrenar.

Aterrorizada, también, porque utilizarlos le había sentado muy bien. Pero que muy bien. Como si hubiese salido al mundo por primera vez.

Aterrorizada, además, porque sabía lo que podría pasar si la gente se enteraba. Lo que podía pasarle a ella. Ya…

Le enseñó las fotocopias a Kenzi.

—¿Qué haces tú con esto? —inquirió.

—Atención, la sargento Kiss ha entrado en el edificio —se mofó Kenzi, haciéndole un saludo marcial—. Con el debido respeto, señora, va usted DMEP. No vas a conseguir cambiar de tema por mucho que pongas esa voz de enfado.

DMEP significaba «de mal en peor». Miranda tuvo que reírse.

—Si quisiera cambiar de tema, soldado de pacotilla, diría que esa cosa que te has puesto en el cuerpo está poniendo perdida la alfombrilla que el decorador de tu madre estuvo buscando en tres continentes porque, supuestamente, pertenecía a Lucy Lawless. Sé sincera, ¿por qué diablos te interesa tanto el tema del crimen callejero en Santa Bárbara?

Kenzi dejó de pisar la alfombrilla.

—No cualquier crimen callejero en Santa Bárbara, sino el crimen callejero frustrado. Es para mi proyecto de periodismo. Hay quien dice que una fuerza mística anda por ahí haciendo el bien. Quizá se trate de la mismísima Santa Bárbara.

—¿Y no puede deberse todo a una simple coincidencia? Los criminales son cada vez más torpes.

—A la gente no le gustan las coincidencias. Tampoco es coincidencia que estés intentando que hable de este tema para no tener que decirme qué ocurrió entre Will y tú. Todo iba a pedir de boca y, de repente, estás aquí, de vuelta en la habitación. Tirando por la borda una maravillosa velada romántica sólo por acompañarme.

—Ya te lo dije —gruñó Miranda—. No pasó nada. Nada.

Apoyada en la limusina mientras se desvanecían las últimas luces del día, Miranda pensó que aquel «nada» no era exacto. Porque, en realidad, había sido peor que nada. Will había adoptado aquella expresión, que basculaba entre el «tienes una cosa verde entre los dientes» y el «he visto un fantasma», una mezcla de horror y, bueno, horror, cuando ella, al fin, había logrado armarse de valor para…

Se le iluminó la bombilla. Los artículos de Kenzi eran de los jueves, e informaban de lo ocurrido —de lo que ella había provocado— los miércoles.

Y rememoró sus palabras, que Caleb había oído: «Las tardes de los miércoles y los sábados libres».

Pintaba mal. La cosa pintaba fatal. Iba a tener que andarse con ojo.

El Lexus todoterreno se puso en marcha y Miranda oyó, mezclada con el sonido del aire acondicionado, la discusión que mantenía la pareja que iba en su interior. Al volante, la mujer le gritaba a su marido —«¡No me mientas! ¡Sé que has estado con ella!»— y pisaba el acelerador a fondo, y, entretanto, la niña de los tirabuzones y su familia se disponían a cruzar el paso de cebra que estaba justo…

Más tarde, nadie supo decir qué había pasado exactamente. El coche iba directo hacia la familia y su pequeña pero, un segundo después, se produjo un torbellino y la niña y sus padres aparecieron en el bordillo, perplejos pero sanos y salvos.

Mientras observaba al todoterreno alejarse, Miranda sintió la inyección de adrenalina que siempre la invadía cada vez que actuaba sin pensar y salvaba a alguien. Era adictivo como una droga.

Y peligroso como una droga, se recordó.

«Me parece que deberías comprarte un diccionario. Esto no es lo que "andarse con ojo" significa.»

Pero no había sido para tanto. Tan sólo una voltereta y un pequeño empujón. Nada que ver con una gran maniobra estratégica.

«No deberías haberlo hecho. Era demasiado arriesgado. No eres invisible, ¿sabías?»

Pero nadie se había percatado de nada. Todo en orden.

«Por esta vez.»

A Miranda le habría gustado saber si todo el mundo tenía una voz en la cabeza que reproducía permanentemente el canal Autocrítica.

«De todas formas, ¿qué pretendes? ¿Te parece que puedes salvar a todo quisque? ¿Recuerdas que ni siquiera pudiste…?»

A callar.

—¿Perdona? —preguntó una voz de niña, y, asustada, Miranda se dio cuenta de que estaba hablando a viva voz.

La niña era tan alta como Miranda pero más joven, de catorce años, tal vez, e iba vestida como si hubiese estado estudiando los vídeos de Madonna para asegurarse de que, en caso de que volvieran a ponerse de moda las camisetas de malla, los guantes cortados, el pelo alborotado, la raya gruesa en los ojos, las pulseras de goma, las faldas cortas con medias de red y las botas de caña alta, ella estaría preparada.

—Disculpa —le dijo Miranda—. Hablaba para mí.

Lo cual no se correspondía con el comportamiento de la persona madura y trabajadora que se suponía que era.

—Ah —la niña le dio el cartel en el que se leía «Cumean»—. Pues esto es tuyo. Y esto también —agregó, ofreciéndole una cajita.

Miranda aceptó el cartel pero no la cajita.

—Eso no es mío.

—Yo creo que sí es tuyo. Y yo. Es decir, porque yo soy Sibby Cumean —señaló el cartel.

Miranda se metió la cajita en el bolsillo y le abrió la puerta trasera del coche a la niña. ¿Qué clase de padres permitían que una extraña recogiese a su hija de catorce años a las ocho de la tarde?

—¿Puedo ir delante?

—Los clientes prefieren ir detrás —contestó Miranda, con voz profesional.

—Ya. Lo que quieres decir es que tú prefieres que vayan detrás. ¿Pero qué pasa si a mí me apetece ir delante? Los clientes siempre tienen razón, ¿no?

La empresa 5Ds Luxury Transport debía su nombre a una serie de principios que su dueño, Tony Bosun, había prefijado: diligencia, discreción, deferencia, disposición y, lo más importante, dinero. A pesar de que Miranda sospechase que se debían a una noche de borrachera, trataba de seguir aquellas normas a pies juntillas. Interpretó como una deferencia acceder a la petición de su dienta y le abrió la puerta delantera del coche.

La niña sacudió la cabeza.

—Da igual. Iré detrás.

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