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Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

Noches de baile en el Infierno (2 page)

BOOK: Noches de baile en el Infierno
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Yo le respondí: —¿Porqué?

—Porque hay algo malo en ese tío —repuso Ted.

Es imposible que Ted haya podido darse cuenta de eso. Drake apareció de la nada en el apartamento de Lila, en Park Avenue, la noche anterior. Y Ted no le conocía. ¿Cómo es posible que sepa algo de él, siquiera un poco?

Cuando se lo señalé, él contestó:

—Tío, ¿pero tú lo has visto bien?

Tengo que admitir que Ted tiene un poco de razón. Porque el tipo ese parece haber salido directamente de un catálogo de Abercrombie & Fitch o algo así. A nadie le inspira confianza alguien tan —digamos— perfecto.

Con todo, a mí no me va eso de seguir a la gente por ahí. No mola nada. Aun en el caso de que, como dijo Ted, fuese para evitar que Lila se metiera en problemas. Ya sé que Lila es la novia de Ted… o ex novia, ahora, gracias a Drake.

Y sí, cierto, no es que ella tenga muchas luces.

Sin embargo, ¿seguirlos a ella y al tío con el que está enrollada? Eso me pareció una pérdida de tiempo aún mayor que el trabajo de dos mil palabras a doble espacio que tengo que presentarle a la señora Gregory el lunes en clase de Historia de Estados Unidos de América.

Ted tenía que marcharse y me sugirió que llevase la Beretta de nueve milímetros.

Lo curioso del caso es que, aun siendo una pistola de agua, las réplicas tan conseguidas como ésa están prohibidas en Manhattan.

Por eso, hasta el momento, nunca había tenido oportunidad de usarla mucho. Cosa que Ted sabía.

Y por ese motivo imagino que siguió insistiendo en lo graciosísimo que sería empapar al tipo. Tenía claro que yo no sería capaz de resistirme.

Lo de la salsa de tomate fue idea mía.

Vale, sí, es una ocurrencia bastante infantil.

¿Pero qué demonios iba a hacer yo un viernes por la noche? Mejor eso que el trabajo de Historia.

En fin, le dije a Ted que me sumaba a su plan. Siempre que fuese yo el que se encargase de disparar. Ted aceptó sin dudarlo.

—Es que tengo que enterarme, tío —dijo, meneando la cabeza.

—Enterarte ¿de qué?

—De qué es lo que tiene el tal Sebastian —respondió— que yo no tenga.

Bien es cierto que se lo pude haber dicho. Quiero decir, es bastante evidente qué es lo que tiene Drake que Ted no tenga. Ted está de buen ver y todo eso, pero no es carne de Abercrombie & Fitch.

Aun así, no dije nada. Ted estaba muy afectado con el asunto, y yo, más o menos, comprendía el motivo. Porque Lila es una de esas tías, ¿entiendes? Una de ésas con grandes ojos castaños y grandes… bueno, me refiero también a otras partes.

Mejor cambiar de tema por consideración a mi hermana, Verónica, quien dice que tengo que dejar de considerar a las mujeres un mero objeto sexual y empezar a ver en ellas a las futuras compañeras que arrimarán el hombro en la inevitable lucha por la supervivencia que habrá de producirse en el Estados Unidos postapocalíptico (tema al que Verónica ha consagrado su tesis, dado que presiente que el apocalipsis acaecerá en algún momento de la próxima década, debido al fanatismo religioso y los desastres medioambientales que asolan el país, circunstancias estas que estuvieron presentes en la caída de Roma y en la desaparición de otras civilizaciones).

Así es como Ted y yo acabamos en el Swig —por fortuna, el tío de Ted, Vinnie, es proveedor de licores de ese local, y gracias a él pudimos entrar, y no sólo eso, sino que, además, no nos obligaron a pasar por el detector de metales— disparándole salsa de tomate a Sebastian Drake con mi réplica de la Beretta de nueve milímetros. Sé que yo tenía que estar en casa concentrado en el trabajo que debía presentarle a la señora Gregory, pero ¿no es verdad que siempre viene bien divertirse un poco?

Sí que fue divertido ver aquellas manchas rojas esparciéndose por el pecho de Drake. Ted se rió por primera vez desde que Lila le había mandado aquel mensaje de texto durante la comida en el que le decía que tendría que ir al baile solo, porque ella iría con Drake.

Todo iba a pedir de boca… hasta que vi a Drake mirando una columna situada a un costado de la pista de baile. Allí pasaba algo raro. Teniendo en cuenta la dirección de la que procedía el ataque de salsa de tomate, tendría que habernos mirado a nosotros, sentados en nuestro reservado vip (gracias, tío Vinnie).

Entonces advertí que había alguien ocultándose detrás. Detrás de la columna, quiero decir.

Y no se trataba de cualquier persona, sino de Mary, esa chica nueva de la clase de Historia de Estados Unidos, la que no habla con nadie excepto con Lila.

Tiene en las manos una ballesta.

Una ballesta, nada menos.

¿Y cómo diablos ha logrado pasar la ballesta por el detector de metales? Es imposible que conozca al tío Vinnie.

En fin, tampoco importa. Lo único que importa es que Drake está observando la columna, tras la cual Mary se agacha como si creyese que la puede ver a través del cemento. Hay algo en el modo en que la está mirando que me hace… Bueno, todo lo que sé es que quiero que deje de mirarla así.

—Imbécil —murmuro. Sobre todo por Drake. Pero también por mí, un poco. Luego apunto y vuelvo a disparar.

—¡Paf! —exclama Ted alegremente—. ¿Has visto eso? ¡Justo en el culo!

Eso resulta suficiente para que Drake se fije en nosotros. Se vuelve… y, de repente, me entero de lo que son unos ojos verdaderamente relampagueantes. O sea, como en los libros de Stephen King, ¿vale? Jamás había visto nada parecido.

Pero eso es lo que hay en la cara de Drake, que no aparta la mirada de nosotros. Sus ojos relampaguean, ni más ni menos.

«Vamos —pienso, como si me estuviera dirigiendo a Drake—, venga. Ven aquí, Drake. ¿Quieres pelea? Te vas a encontrar con algo más que salsa de tomate, tío.»

No es muy cierto, la verdad, pero qué más da. Drake no se acerca.

En lugar de ello, desaparece.

No quiero decir que se da media vuelta y que sale de la discoteca.

Quiero decir que el tipo está ahí y que, de pronto… en fin, deja de estar. Por un segundo, la niebla de la nieve carbónica parece intensificarse y, cuando se aclara, ya no hay nadie bailando junto a Lila.

—Toma —digo, poniendo la Beretta en la mano de Ted.

—¿Pero qué…? —Ted escudriña la pista de baile—. ¿Dónde está?

Pero yo ya me he puesto en marcha

—Llévate a Lila —le grito—, y espérame en la entrada.

Ted masculla una bonita serie de improperios al oírme, pero nadie le presta atención. La música está demasiado alta, y aquí la gente está pasándoselo pero que muy bien. Es decir, si nadie se ha enterado de que le estábamos disparando salsa de tomate a un tío ni de que, por lo demás, el tío en cuestión se ha evaporado como si tal cosa, difícilmente van a fijarse en las palabrotas de Ted.

Llego a la columna y bajo la vista.

Allí está ella, jadeando como si acabara de correr un maratón o algo así. Se abraza a la ballesta como si ésta fuese un amuleto. No tiene rastro de color en las mejillas.

—Eh —le digo con tranquilidad. No quiero espantarla.

Pese a lo cual se espanta. Al oír mi voz, se pone en pie de un salto y me clava unos ojos muy abiertos y asustados.

—Oye, cálmate —le digo—. Se ha marchado, ¿vale?

—¿Se ha marchado? —me mira con esos ojos verdes, tan verdes como el césped de Central Park en mayo. El terror que hay en ellos es evidente—. ¿Cómo? ¿Qué?

—Que ha desaparecido —anuncio con un gesto de incredulidad—. He visto cómo te miraba. Y le he disparado.

—¿Que has hecho qué?

Veo que el miedo en su expresión se esfuma con la misma rapidez que el propio Drake. Pero, a diferencia de éste, hay algo que lo reemplaza: la ira. Mary está muy cabreada.

—Dios mío, Adam —dice—. ¿Es que estás loco? ¿Tienes la más mínima idea de quién es ese tío?

—Sí —le contesto. La verdad es que Mary se pone muy guapa cuando se cabrea. Es increíble que no me haya dado cuenta hasta ahora. Por otro lado, es la primera vez que la veo cabreada. Y no me extraña, porque no hay mucho en la clase de la señora Gregory que pueda provocar algún tipo de emoción—. El nuevo ligue de Lila. Es un fantoche. ¿Le has visto los pantalones?

Mary se limita a sacudir la cabeza.

—¿Qué estás haciendo aquí? —me pregunta, un tanto pasmada.

—Por lo visto, lo mismo que tú —respondo, echándole un vistazo a la ballesta—. Sólo que tú tienes más potencia de tiro. ¿De dónde la has sacado? Creía que ese tipo de arma estaba prohibida en Manhattan.

—Pues mira quién fue a hablar —replica ella, en referencia a la Beretta.

Levanto las manos como si me estuviera rindiendo.

—Oye, que sólo era salsa de tomate. Pero lo que veo en el extremo de esa flecha no es precisamente una ventosa. Con eso puedes hacer mucha pupa…

—Esa es la idea —dice Mary.

Y hay tanto rencor en su voz —mamá sigue animándonos a Verónica y a mí a usar un lenguaje menos directo para expresarnos— que lo capto enseguida. Como si lo estuviera viendo.

Drake es su ex.

Tengo que admitir que, ahora que me he dado cuenta, me siento un poco raro. O sea, porque me gusta Mary. Es bastante lista —nunca falla cuando la señora Gregory le hace preguntas en clase—, y la verdad es que el hecho de que esté siempre con la tonta de Lila prueba que no es una pasota. La mayor parte de las chicas de Saint Eligius procuran ignorar a Lila, sobre todo desde que circuló por el Instituto aquella foto hecha con un teléfono móvil en la que podía observarse lo que Ted y ella habían estado haciendo en el baño en cierta fiesta.

En mi opinión, nada malo.

Sin embargo, estoy un poco decepcionado. Habría dicho que alguien como Mary tendría mejor gusto y no saldría con una persona como Sebastian Drake.

Lo cual viene a demostrar que lo que Verónica dice sobre mí es cierto: lo que me falta por saber de mujeres podría llenar East River.

Mary

Esto es increíble. Es decir, que me encuentre aquí, en la callejuela del Swig, hablando con Adam Blum, el que se sienta detrás de mí en la clase de Historia de Estados Unidos de la señora Gregory. Por no mencionar a Teddy Hancock, el mejor amigo de Adam.

Y ex de Lila, dicho sea de paso.

El mismo que Lila ignora con tanto tesón.

He guardado la flecha con punta de fresno en el bolso. Ahora sé que ahí es donde va a quedarse. No habrá exterminio esta noche.

Aunque imagino que debería agradecer que, en lo que a mí respecta, nadie haya sido exterminado. De no ser por Adam… en fin, no estaría aquí en este momento, intentando explicar algo que… en resumidas cuentas, es inexplicable.

—En serio, Mary —Adam me observa con una expresión sombría en sus ojos castaños. Tiene gracia que hasta ahora no me haya fijado en lo guapo que es. Desde luego, nada que ver con Sebastian Drake. Los cabellos de Adam son tan oscuros como los míos y tiene los ojos color almíbar y no azules como el mar.

Aun así, no está nada mal el chico, con esa espalda de nadador —ha conseguido colocar al Saint Eligius en las finales regionales de mariposa durante dos años seguidos— y sus ciento ochenta centímetros de altura (suficientes para que yo tenga que estirar el cuello si quiero verle la cara, habida cuenta de mis decepcionantes ciento cincuenta centímetros). Es algo más que un alumno del montón, y también bastante popular, si se tiene en cuenta a todas esas chicas recién llegadas que se marean cada vez que lo ven caminar por el pasillo (de lo cual, al parecer, él no se da cuenta).

Sin embargo, su modo de mirarme es todo menos distraído.

—¿De qué va todo esto? —inquiere, alzando una de sus oscuras y pobladas cejas con aire suspicaz—. Sé por qué Ted odia a Drake. Le ha robado a su chica. ¿Pero cuáles son tus motivos?

—Personales —respondo. Dios, esto es muy poco profesional. Cuando se entere, mamá va a matarme.

Si es que llega a enterarse.

Por otra parte… supongo que Adam me ha salvado la vida. Aunque no lo sepa. Drake me habría destripado —allí mismo, delante de todo el mundo— sin pensárselo dos veces.

A no ser que, antes, decidiese jugar conmigo. Lo cual, conociendo a su padre, es justamente lo que habría hecho.

Le debo una a Adam. Pues sí. Pero mejor que no lo sepa.

—¿Cómo has entrado? —me pregunta Adam—. No irás a decirme que pasaste por el detector de metales con esa cosa.

—Claro que no —contesto. En serio, los tíos, a veces, son idiotas—. Me colé por el tragaluz.

—¿Por el tejado?

—Sí, ése es el sitio en el que suelen encontrarse los tragaluces —le indico.

—Eres un inmaduro —le dice Lila a Ted, con voz suave y entrecortada, en claro contraste con el mensaje. Pero, claro, no puede evitarlo. Drake la ha sometido a sus encantos—. ¿Se puede saber qué esperabas conseguir?

—No hace ni un día que conoces a ese tío —Ted tiene las manos metidas en el fondo de los bolsillos. Parece un poco avergonzado… y desafiante al mismo tiempo—. O sea, yo también podría haberte traído al Swig, si eso era lo que querías. ¿Por qué no me lo dijiste? Ya sabes lo de mi tío Vinnie.

—No se trata de las discotecas a las que Sebastian puede llevarme —responde Lila—. Se trata… bueno, se trata de él. Él es… perfecto.

Tuve que hacer un esfuerzo para contener las arcadas.

—Nadie es perfecto, Li —dice Ted antes de que yo tenga oportunidad de abrir la boca.

—Sebastian sí lo es —persevera Lila mientras la luz de la solitaria bombilla que ilumina la puerta de emergencia de la discoteca le arranca destellos de los oscuros ojos—. Es tan guapo… e inteligente… y experimentado… y amable…

Basta. Ya he oído suficiente.

—Lila —le espeto—. Cállate. Ted tiene razón. No lo conoces de nada. Si lo conocieras, créeme que no dirías que es amable.

—Pero lo es —insiste Lila con expresión encandilada—. No sabes lo…

Un segundo después —no sé muy bien cómo ha ocurrido— la sujeto por los hombros. La estoy sacudiendo. Ella es bastante más alta que yo y, en cuanto a peso, me supera en veinte kilos.

Pero eso da igual. En este momento, lo único que quiero es despertar en ella un mínimo de inteligencia.

—Te lo ha dicho, ¿verdad? —me oigo gritarle con voz ronca—. Te ha contado lo que es. Ay, Lila. Eres idiota. Eres una estúpida, una estúpida.

—¡Eh! —Adam trata de soltarme las manos de los desnudos hombros de Lila—. Vale, está bien. Vamos a calmarnos un poquito…

Pero Lila se zafa y nos contempla con expresión triunfal.

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