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Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

Noches de baile en el Infierno (20 page)

BOOK: Noches de baile en el Infierno
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—Sí, lo dijo con esa sonrisa. Y me miraba a los ojos mientras lo dijo. ¡Estaba claro que se refería a ti!

—Clarísimo —Miranda quería a sus amigas a pesar de sus delirios.

—Deja de mirarme como si acabara de hacer una paradita en la tienda de lobotomías, Miranda —rezongó Kenzi—. No me equivoco. Le gustas y está libre. Deja de pensar y ve a por él. Suerte y VAT.

—¿VAT?

—Vive a tope —señaló Beth.

Miranda se quedó sin aire.

—No puede ser —masculló.

—¿Qué? —preguntó Kenzi.

—Nada —Miranda meneó la cabeza—. Aunque esté solo, ¿qué te hace pensar que Will quiere salir precisamente conmigo?

Kenzi la miró de reojo.

—Bueno, pues pasando por alto todas esas bobadas de que eres estupenda y lista que tengo que decirte como tu mejor amiga que soy, ¿hace mucho que no te miras al espejo?

—Ja, ja. Venga…

—¡Adiós! —intervino Beth, interrumpiéndola y llevándose a Kenzi consigo—. ¡Nos vemos más tarde!

—¡No lo olvides, VAT! —le recomendó Kenzi, alejándose—. ¡Cómetelo con patatas!

—Pero ¿adonde…? —Miranda cerró la boca al oír un latido que venía de muy cerca y se dio la vuelta.

A punto estuvo de darse de bruces contra el pecho de Will.

—Hola —dijo él.

—¡Epa! —dijo ella. Dios. DIOS. ¿Es que no podía saludar de un modo más normal? Gracias, Boca Atolondrada.

El levantó una ceja.

—No sabía que fueras a venir a la fiesta.

—Esto… Cambié de opinión a última hora.

—Estás muy guapa.

—Tú también —y mucho más, la verdad. Estaba como una ración doble de pasteles de manzana y canela acompañada por un extra de beicon y croquetas de patata y cebolla (supercrujientes). Era lo mejor que habían registrado los ojos de Miranda.

Se dio cuenta de que estaba mirándolo con excesiva fijeza y, azorándose, apartó la vista. Se produjo un momento de silencio. Y luego otro más. «No permitas que supere los cuatro segundos», se recordó a sí misma. Debía de haber transcurrido al menos un segundo, de manera que quedaban tres segundos, dos segundos… «¡Di algo! Di…»

—¿Llevas puesto el pantalón de astronauta? —le dijo Miranda.

—¿Qué?

¿Cómo continuaba? Ah, ya se acordaba.

—Es que te has pasado el día dándome vueltas en la cabeza.

Will se la quedó mirando como si estuviese calculando qué talla de camisa de fuerza le sentaría mejor.

—Me parece… —dijo, titubeando. Carraspeó varias veces y continuó—: Me parece que la segunda parte de la frase es: «Es que tienes un culo que se sale de órbita».

—Ah. Así tiene sentido. Ya decía yo. Claro, es que leí en un libro que trata sobre cómo gustarle a los tíos que esa frase nunca falla, pero entonces tuve que dejar de leer y la frase anterior hablaba de mareos o algo así, de ahí lo de dar vueltas, así que supongo que he mezclado la una con la otra… —él continuaba mirándola, y Miranda, recordando otro de los consejos del libro («en caso de duda, hazle una oferta»), cogió el primer cuenco que encontró a mano, se lo puso bajo la barbilla y le preguntó—: ¿Unos frutos secos?

Él estuvo a punto de sufrir un ataque. Volvió a carraspear vanas veces, tomó unos cuantos frutos secos, devolvió el cuenco a la mesa, se le acercó casi hasta tropezar con ella y dijo:

—¿De verdad has leído un libro sobre eso?

Con tanto barullo, Miranda apenas podía percibir el sonido que producía el corazón de Will.

—Sí, lo he leído. Porque, como es evidente, no se me da muy bien el tema. O sea, si le das un beso a un tío y él se aparta de ti y te mira como si fueras un montón de mocos, entonces es que no hay duda de que tienes que dedicarle tiempo a la sección de autoayuda de las…

—Eres muy habladora cuando estás nerviosa —señaló él, todavía muy cerca.

—No, no es verdad. Eso es absurdo. Sólo estoy intentando explicarte que…

—¿Te pongo nerviosa?

—Pero si no estoy nerviosa.

—Estás temblando.

—Tengo frío. Apenas llevo ropa.

Los ojos de Will le recorrieron los labios y luego volvieron a mirarla de frente.

—Ya veo.

Miranda tragó saliva.

—Oye, tengo que…

El le agarró la muñeca antes de que pudiera levantar el vuelo.

—Ese beso que me diste fue el más excitante que me hayan dado nunca. Me aparté de ti porque tuve miedo de perder el control y empezar a arrancarte la ropa a lo salvaje. No me parecía que fuesen maneras de terminar nuestra primera cita. No pretendía que te quedaras con la idea de que habías dejado de interesarme.

Ella estudió su expresión. Se produjo un nuevo silencio, pero esta vez Miranda no se preocupó por su duración.

—¿Y por qué no me lo dijiste? —le preguntó, después de un rato.

—Lo intenté, pero, después de aquello, cada vez que te veía, tú te escapabas. Pensaba que me estabas evitando.

—No quería pasar por una situación incómoda.

—Claro, porque no fue nada incómodo que, el miércoles, te escondieras detrás de una planta cuando entré en el comedor.

—No me estaba escondiendo. Estaba… respirando. Ya sabes, oxígeno. El de la planta. Es que emiten un aire muy oxigenado, la verdad.

«Mete la cabeza en un horno sin perder un instante.»

—Claro. No sé cómo no se me ocurrió pensarlo.

—Es saludable. No hay mucha gente que lo sepa.

«Mete la cabeza en un horno, porque todavía la tienes A MEDIO HACER.»

—Entiendo. Estoy seguro de que…

—¿Hablabas en serio? —lo interrumpió Miranda—. ¿Decías en serio que te gustó el beso?

—Sí. Me gustó mucho.

Las manos de Miranda temblaban. Se puso de puntillas y lo atrajo hacia sí.

En aquel instante, la música dejó de sonar, se encendió la luz de la salida de emergencia y una vocecilla anunció por un altavoz: «Por favor, vayan ordenadamente a la salida más cercana y abandonen el edificio de inmediato».

La muchedumbre que buscaba la puerta, guiada por cuatro hombres ataviados con trajes protectores, empujó a Will y a Miranda hacia lados distintos. La voz de la megafonía seguía repitiendo el mensaje, pero Miranda no le hacía caso, ni tampoco a Ariel West, quien gritaba que alguien iba a tener que pagar el haberle estropeado la noche, ni a un individuo que exclamaba que tío, aquél era el mejor modo de ponerle la guinda a la fiesta, y que además estaba que se salía, macho. Miranda estaba atenta al un, dos, tres, chachachá del corazón del sargento Reynolds, un tanto amortiguado por el protector que le cubría el pecho. Aquello no era un simulacro.

—Es por nosotras, ¿verdad? —le preguntó Sibby, que había aparecido al punto junto a Miranda—. Por eso han venido estos soldados de asalto. Por nosotras.

—Sí.

—Tenías razón. Debí haberme quedado escondida. Esto es culpa mía. No quiero que le pase nada a nadie. Iré junto a esos tipos y me entregaré, y ellos tendrán que…

—¿Cómo? —estalló Miranda—. ¿Después de todo lo que he pasado? ¿Ahora que sólo faltan tres horas? ¿Con lo bien que te has integrado en la fiesta? Ni de broma. Esto no va a quedar así. Vamos a salir de aquí, ya lo verás.

Trataba de inspirar confianza, pero, en realidad, estaba aterrorizada.

«¿Qué diablos crees que vas a hacer?», inquirió el canal Autocrítica.

No tenía ni idea.

Sibby la miró, esperanzada.

—¿De verdad? ¿Tienes un plan de fuga?

Miranda tragó saliva, tomó aire y le contestó:

—Sígueme.

Y a sí misma se dijo: «Por favor, no me falles».

Salió a la perfección. O casi. Había seis guardias bloqueando las salidas y otros cuatro en la entrada principal, todos ellos registrando a la gente que abandonaba la sala. Diez en total. Pertrechados con trajes protectores y máscaras, explicaban a todo el mundo que se había producido una amenaza de bomba y que debían evacuar el edificio a la mayor brevedad posible. Nadie se preguntó por qué llevaban armas automáticas que, además, empleaban para empujar a la gente.

Nadie excepto el señor Trope, que se acercó a uno de ellos y le dijo:

—Oiga, joven, le ruego que, con mis chicos delante, oculten esas armas.

Eso fue suficiente para que el guardia se distrajera y que Miranda y Sibby se infiltraran en el medio de la multitud.

Ya habían dejado atrás a la primera pareja de soldados y sólo les quedaban otros dos por delante. En ese momento, Ariel gritó:

—¿Señor Trope? ¿Señor Trope? Mire, allí está ella, Miranda Kiss. Ya le dije que se había colado en la fiesta. Está justo en el medio, allí. Tiene que…

—¿Dónde está? —preguntó el señor Trope, detrás de Miranda—. ¿Adonde ha ido? No pienso abandonar aquí a nadie.

—Por favor, señor —le respondió un soldado—. Deben evacuar la sala sin pérdida de tiempo. La encontraremos. No se preocupe.

Miranda, que lo había oído todo, pensó que si lograba salir con vida de allí se portaría mucho mejor con el señor Trope. Claro, sólo si salía con vida.

Arrastró a Sibby hasta el geiser Old Faithful.

—Métete ahí. Ya —le ordenó.

—¿No será mejor que me esconda en la Casa Blanca? ¿Por qué me tengo que meter en esta especie de volcán?

—Porque a lo mejor necesito parte de la Casa Blanca. Por favor, haz lo que te digo. Si te metes ahí, no podrán encontrarte, aun en el caso de que tengan visión nocturna.

—¿Y tú qué vas a hacer? Vas vestida de un blanco muy visible.

—Que es el mismo blanco que el de la decoración.

—¡Vaya! Qué bien se te da. Esto sí que es estrategia. ¿Dónde has aprendido a…?

Miranda se estaba haciendo la misma pregunta. ¿Por qué, tan pronto como había oído el anuncio de evacuación, su mente había empezado a medir la distancia que la separaba de las vías de salida, a identificar las armas o a vigilar la entrada principal? Que sus sentidos funcionaran en piloto automático era un alivio, ya que significaba que sus poderes estaban cooperando. Sin embargo, ¿era lo bastante fuerte para enfrentarse a diez hombres armados? Hasta el momento, su mejor marca estaba en tres atacantes, y sin ametralladoras.

—Dame tus botas —le dijo a Sibby.

—¿Para qué?

—Para quitar de en medio a unos cuantos enemigos y que podamos salir de aquí.

—Pero me gustan mucho estas…

—Dámelas. Y la pulsera de goma también.

Miranda colocó la trampa y, al ver que un guardia se acercaba, contuvo la respiración.

—Columna sudoeste —le oyó decir por la radio portátil—. Tengo a una.

Luego, vio cómo el guardia apartaba las cintas con la culata de su arma.

—¿Pero qué es lo que…? —inquirió el guardia.

Entonces, Miranda le disparó el trozo de azúcar que había constituido la nariz de George Washington sirviéndose del tirachinas que había construido con la pulsera de Sibby y un tenedor. El tiempo que había invertido en afinar la puntería había dado sus frutos, ya que el proyectil había alcanzado al guardia y lo había hecho echarse hacia delante. Cayó de bruces y se quedó desorientado y atontado, suficiente para que ella lo atase de pies y manos con las cintas de la columna.

—Lo siento muchísimo —le dijo, dándole la vuelta para taponarle la boca con un panecillo, y luego sonrió—. Ah. Hola, Craig. No es tu día, ¿eh? Espero que no te duela mucho la cabeza. ¿Cómo? ¿Que te duele? No te preocupes, el dolor remitirá. Más tarde, cuando te desaten, frótate las muñecas y los tobillos con agua caliente. Adiós.

Recogió las botas, que había situado en la base de la columna a modo de reclamo, y advirtió que otro guardia venía en su dirección a toda prisa. Le lanzó una de las botas a modo de disco, y sonrió satisfecha cuando oyó el ruido que hizo el cuerpo del guardia al chocar contra el suelo.

Dos fuera de combate. Todavía faltaban ocho.

Mientras se disculpaba con el segundo, que había perdido el conocimiento —resultaba esperanzador que las botas de caña alta sirviesen para algo—, la radio de éste emitió el sonido de una voz:

—León, aquí el jardinero. ¿Dónde estás? Manten la posición. ¿Me recibes?

Miranda estudió la radio y optó por hablar.

—Creía que te llamabas Caleb Reynolds, sargento. ¿A qué viene ese rollo del jardinero? ¿No te gusta más «mago de las plantas», como te llama alguna amiga mía?

La radio chisporroteó. Luego se oyó la voz del sargento Reynolds.

—¿Miranda? ¿Eres tú? ¿Dónde estás? ¿Miranda?

—Aquí mismo —le susurró en el oído. Se había deslizado hasta allí sigilosamente y, mientras él se volvía, le agarró el cuello con una mano y le presionó la garganta con el tacón de la bota de Sibby.

—¿Con qué pretendes acuchillarme? —inquirió él.

—Lo único que te interesa saber es que va a dolerte mucho y que la herida se te va a infectar si no me dices cuántos amigos han venido contigo y cuáles son vuestros planes.

—Hay diez aquí y otros cinco en el exterior, vigilando las salidas. Pero yo estoy de tu lado.

—¿Qué me dices, jardinero? No me llevé esa impresión cuando te vi en la casa.

—No me diste tiempo a hablar con la niña.

—Vas a tener que esforzarte un poco más. A mí no me engañas con esas tonterías.

—¿Tienes idea de quién es ella?

—¿Que quién es? Pues no.

El pulso de Reynolds se aceleró.

—Es una profeta de carne y hueso. La sibila cumana. Es una de las diez personas que, uniendo sus fuerzas, pueden conocer y controlar el futuro del mundo.

—¡Vaya! Y yo que la creía una adolescente insoportable, un hervidero de hormonas.

—La sibila actúa a través de diferentes cuerpos. O eso es lo que cree la gente con la que trabajo. Delincuentes. Dicen que quieren protegerla, evitar que personas sin escrúpulos se aprovechen de sus profecías, pero yo creo que su propósito es la extorsión. Le oí decir a uno de ellos que, si la raptaban, podrían pedir una cifra de ocho ceros en concepto de rescate —a medida que hablaba, su corazón iba latiendo más despacio—. Mi trabajo consistía en averiguar dónde la iban a recoger, de modo que ellos pudieran mandar a alguien allí con una pertenencia de la niña para demostrar que estaba con nosotros y hacer que el capataz pagase el rescate.

A Miranda le pareció siniestro aquello de «una pertenencia de la niña».

—Pero tus planes eran otros —aventuró.

—Están utilizando la vertiente religiosa del asunto como una tapadera bajo la que esconder su codicia. Es asqueroso. Yo me preparé para desbaratar sus planes, pero entonces —dijo, con voz agitada y el pulso cardiaco alcanzando cotas máximas— apareces tú y lo complicas todo.

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