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Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

Noches de baile en el Infierno (23 page)

BOOK: Noches de baile en el Infierno
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Lo que en realidad había pensado cuando Sheba le había ordenado, y no pedido, que la acompañase a la fiesta no era algo de lo que pudiese hablar en voz alta, y mucho menos con Gabe. Había muchas cosas que se volvían inapropiadas cuando estaba en las cercanías de Gabe. Con Sheba sucedía justamente lo contrario. Cuando había visto el enloquecedor vestido de cuero rojo que ella pensaba ponerse, se le había llenado la cabeza de ideas que de ningún modo juzgaba inapropiadas si ella lo miraba con aquellos ojos oscuros.

—Me parece que nunca he hablado con ella —dijo Gabe, interrumpiendo la breve ensoñación de Logan.

—Si lo hubieras hecho, te acordarías.

Pero Sheba no había tardado mucho en olvidar a Logan una vez habían llegado a la puerta, ¿no era cierto?

—Oye, ¿crees que Libby habrá venido sola? No me suena que nadie le haya pedido…

—Eh, pues con Dylan.

—Ah —musitó Logan, cariacontecido. Luego, sonrió con desgana—. La noche es lo bastante nefasta como para no torturarse con estos temas… ¿Pero no iban a traer a un grupo de música? Ese pinchadiscos es…

—Tienes razón. Parece que nos estuviera castigando por nuestros pecados —juzgó Gabe, y profirió una carcajada.

—¿Pecados? ¿Pero qué pecados puedes haber cometido tú, Galahad el Puro?

—¿Me tomas el pelo? Por poco me expulsan y me quedo sin permiso para estar aquí esta noche —claro que, vistas las cosas, Gabe no acababa de ver en qué medida le favorecía encontrarse allí—. He tenido mucha suerte.

—El señor Reese se lo merecía. Nadie lo duda.

—Sí, cierto —dijo Gabe, tensándose de pronto. En el instituto, todos recelaban del señor Reese, pero poco pudieron hacer hasta que el profesor de Matemáticas cruzó una línea que no debía haber cruzado. Los de los últimos cursos también conocían bien al señor Reese y, sin embargo, Gabe no iba a permitir que acorralara a aquella novata de primer año… Con todo, noquear a un profesor era un poco radical. Seguro que podía haber solventado la situación de un modo mejor. De todas maneras, sus padres, como siempre, le habían prestado su ayuda.

—Podríamos irnos, si te apetece —dijo Logan, interrumpiendo sus pensamientos.

—Ya, pero no querría que Celeste se quedase sin que nadie la acompañe a casa…

—Mira, Gabe, esa tía no es tu tipo —«es perversa, una fulana en toda regla», podría haber añadido Logan, pero aquélla no era la clase de palabras que decir cuando se estaba en compañía de Gabe—. Ya la acompañará el tío que le está metiendo la lengua hasta la garganta.

Gabe suspiró y meneó la cabeza.

—Esperaré hasta que sepa que no hay problema.

Logan soltó un bufido.

—Es increíble que se lo hayas pedido justo a ella. Vale, ¿y si nos escapamos un rato para ir a buscar un par de discos decentes? Luego podríamos secuestrar ese montón de basura con el que el pinchadiscos nos está castigando…

—Bien pensado. Me pregunto qué opinará el conductor de la limusina sobre un viajecito extra…

Logan y Gabe acabaron por enzarzarse en una discusión sobre cuáles eran los mejores discos a escoger —los cinco primeros eran evidentes, pero de ahí en adelante la lista se volvía subjetiva— y, mientras duró, pasaron un rato muy divertido.

Tenía gracia que, mientras bromeaban sobre el tema, Gabe tuviera la impresión de que ellos eran los únicos que se lo estaban pasando bien. El resto de la gente que ocupaba la sala tenía aspecto de estar irritada por algo. Y en la esquina, junto a las galletas rancias, parecía que una chica estaba llorando. ¿No era Evie Hess? Y otra chica, Úrsula Tatum, tenía los ojos enrojecidos y el maquillaje corrido. Quizá el ponche y la música no eran las únicas cosas repugnantes en aquella fiesta. Clara y Bryan parecían felices, pero, a excepción de ellos dos, de Logan y de Gabe —teniendo en cuenta que estos últimos habían sido humillados y rechazados hacía muy poco—, el resto del personal no estaba pasando un buen rato.

Menos perspicaz que Gabe, Logan no captó la negatividad que reinaba en el ambiente hasta que Libby y Dylan comenzaron a discutir. Libby salió de la pista de baile a grandes trancos, y entonces se dio cuenta.

Logan se revolvió, intranquilo, y fijó la vista en Libby, que se alejaba.

—Oye, Gabe, ¿te importa si te dejo?

—Para nada. Adelante.

Logan salió corriendo tras ella.

Gabe se quedó sin saber qué hacer. ¿Debía buscar a Celeste y preguntarle si no le importaba que se marchase? Sin embargo, lo incomodaba la idea de interrumpirla por el único motivo de hacerle aquella pregunta.

Decidió ir a por otra botella de agua y buscar el rincón más tranquilo de la sala en el que poder sentarse a esperar a que la noche se arrastrara hasta su final.

Y entonces, mientras iba en busca de aquel rincón tranquilo, Gabe notó de nuevo aquella sensación extraña, pero con una intensidad que desconocía. Era como si alguien se estuviese ahogando en aguas tenebrosas y le estuviese pidiendo ayuda a gritos. Frenético, miró alrededor con la intención de discernir la procedencia de la llamada. La viveza y la urgencia de su angustia lo abrumaban. No se parecía a nada que hubiera sentido hasta entonces.

Por un momento, fijó la mirada en una chica… en su espalda, que se alejaba de él. La chica tenía el cabello oscuro y brillante, con un brillo de lentejuelas. Llevaba un espectacular vestido largo del color de las llamas. Mientras Gabe observaba, sus pendientes emitieron un destello rojo.

Casi sin proponérselo, Gabe fue tras ella, atraído por el aura de necesidad que captaba a su alrededor. Ella se volvió a medias, y Gabe pudo divisar una palidez singular, un perfil aguileño —labios carnosos de marfil y cejas oscuras e inclinadas—, que quedó oculto en cuanto la chica transpuso la puerta del baño de mujeres.

Gabe tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no seguirla hasta aquel territorio, para él, vedado. Notaba que el anhelo de ella lo succionaba como si fuera un pozo de arenas movedizas. Se apoyó en la pared en la que se abría la puerta del baño, se abrazó el pecho con fuerza y trató de convencerse de que debía aguardar a que la chica saliera. Aquel insano instinto suyo era un desvarío. ¿No era Celeste suficiente prueba de ello? No era más que un producto de su imaginación. Tal vez debía marcharse de allí sin perder un minuto.

Pero Gabe no fue capaz de alejar los pies ni siquiera un paso más allá de aquel lugar.

A pesar de que la chica, tacones de aguja incluidos, medía poco más de un metro cincuenta, había algo en su figura —estilizada y envarada como un florete de esgrima— que la hacía parecer más alta.

No obstante, las paradojas iban más allá de la altura: el oscuro de los cabellos que contrastaba con la lividez de la piel, la delicadeza y la rudeza de las facciones, pequeñas y afiladas, y las fuerzas de atracción y de repulsión que emanaban de las hipnotizadoras ondulaciones que trazaba su cuerpo y de la hostilidad abierta que caracterizaba su expresión.

Sólo había una cosa que no caía en la ambigüedad. Su vestido, sin duda, era una obra de arte: unas lenguas brillantes y rojas de cuero incendiado que le descubrían los hombros, lamían sus sinuosas curvas y acababan besando el suelo. Mientras cruzaba la pista de baile, muchos pares de ojos femeninos la siguieron con envidia, y muchos pares de ojos masculinos, con deseo.

Pero a su paso también se producía otro fenómeno: mientras la chica del vestido explosivo rodeaba a quienes estaban bailando, se producían súbitos y mínimos estallidos de horror, dolor y vergüenza, formando remolinos que sólo podían deberse a una coincidencia. Un tacón alto se rompía y el talón que se apoyaba en él se doblaba. Un vestido de satén se descosía por la costura hasta la altura de la cintura. Una lentilla se caía y se perdía en la mugre del suelo. Una cinta de un sujetador se partía en dos y ocasionaba un desaguisado. Una cartera se caía de un bolsillo. Un calambre inesperado anunciaba una temprana llegada de la regla. Un collar prestado se convertía en una lluvia de cuentas que se diseminaban por el suelo.

Y todo era así: desastres leves en torno a los que giraban pequeños círculos de desgracia.

La chica pálida de cabello oscuro sonrió para sí misma como si, de algún modo, pudiese sentir los destrozos que provocaba y disfrutara con ellos… y tal vez, también, como si los saborease, pues se pasó la lengua por los labios en señal de satisfacción.

Tras lo cual frunció el ceño, y unas arrugas reconcentradas le surcaron la frente. La única persona que la estaba observando vio un extraño resplandor rojizo junto a los lóbulos de sus orejas, como de chispas rojas que salieran despedidas. En ese momento, todo el mundo se volvió para mirar a Brody Farrow, quien se asía el brazo y gritaba de dolor; se había dislocado el hombro con el mero movimiento del baile.

La chica del vestido rojo sonrió excesivamente.

Taconeando sobre las baldosas del suelo, recorrió el vestíbulo hasta llegar al cuarto de baño de señoras. La siguieron débiles lamentos de dolor y desazón.

En el interior del baño, un puñado de chicas revoloteaban frente a los espejos que cubrían la pared hasta el suelo. Sólo tuvieron un momento para quedarse boquiabiertas ante el despampanante vestido y para advertir que la menuda chica que lo llevaba tiritaba por un momento, pese al asfixiante y viciado calor de la estancia, antes de que el caos subsiguiente las distrajera. Comenzó por Emma Roland, quien se clavó en el ojo el cepillo del rímel. Con la impresión, hizo un aspaviento y derribó el vaso de ponche que Bethany Crandall tenía en la mano, y el líquido empapó a Bethany y alcanzó otros tres vestidos en los lugares menos indicados. La temperatura del ambiente se elevó de pronto cuando una de las chicas —que lucía una ignominiosa mancha verdosa que le cruzaba el pecho— acusó a Bethany de haberle tirado el ponche encima a propósito.

La chica pálida de cabello oscuro se limitó a sonreír ante la pelea que se fraguaba, tras lo cual caminó hasta el excusado más alejado y cerró la puerta.

No aprovechaba la intimidad de un modo convencional. En lugar de ello, sin miedo a la escasa esterilización del medio en que se hallaba, la chica apoyó la frente en la pared de metal y cerró los ojos con fuerza. Sus manos, apretadas en pequeños y tenaces puños, también descansaron sobre el metal, como buscando soporte.

Si alguna de las chicas que se encontraban en el cuarto de baño de señoras hubiese estado atenta, se habría preguntado qué era lo que provocaba el resplandor rojizo que se filtraba por la rendija abierta entre la puerta y la pared. Pero todas ellas tenían la cabeza puesta en otra cosa.

La chica del vestido rojo apretó las mandíbulas con fuerza. De entre ellas brotó un borbotón ardiente e incendiado que dejó unas marcas oscuras en la delgada capa de pintura que protegía la pared de metal. Empezó a resollar, luchando contra un peso invisible, y el fuego, avivándose, envió gruesos dedos rojos a estrellarse contra la fría superficie de la pared. Las llamas le envolvieron el cabello, pero no le quemaron los suaves y oscuros mechones. Un humo tenue, a modo de jirones, empezó a salirle por la nariz y los oídos.

Y, al fin, sus oídos expulsaron una lluvia de chispas cuando ella pronunció entre dientes una única palabra:

—Melissa.

En la atestada pista de baile, Melissa Harris levantó la vista con aire distraído. ¿Era que alguien acababa de llamarla? No encontró a nadie que estuviese lo bastante cerca como para ser dueño de aquella voz susurrante. Sería cosa de su imaginación. Melissa devolvió la vista a su pareja y trató de concentrarse en lo que ésta le estaba diciendo.

Se preguntó por qué había aceptado ir al baile con Cooper Silverdale. No era su tipo; un chico menudo, consumido por los aires que se daba, con demasiado por demostrar. No había dejado de hablar en toda la noche, sobre su familia y sus posesiones, y Melissa estaba cansada de ello.

Otro susurro captó la atención de Melissa, que se dio la vuelta.

Allá, demasiado alejado para que la voz procediera de él, Tyson Bell la estaba mirando a los ojos mientras bailaba con otra chica. Estremeciéndose, Melissa bajó la vista de inmediato e intentó no adivinar con quién estaba Tyson y, sobre todo, no mirar.

Se acercó más a Cooper. Era aburrido y superficial, sí, pero mejor que Tyson. Cualquiera era mejor que Tyson.

«¿Ah, sí? ¿En serio crees que Cooper es la mejor opción?» Las preguntas se abrieron paso por entre los pensamientos de Melissa como si provinieran de una persona ajena. Sin querer, alzó la mirada y se encontró con las pestañas pobladas y los ojos oscuros de Tyson. Continuaba observándola.

Pues claro que Cooper era mejor que Tyson, y que el segundo fuese muy guapo no tenía nada que ver. El atractivo físico no era más que parte de la engañifa.

Cooper perseveraba en su cháchara, atragantándose con las palabras en un vano intento por ganarse el interés de Melissa.

«Cooper pertenece a una liga inferior a la tuya», le susurró la voz. Melissa sacudió la cabeza, avergonzada por pensar de aquel modo tan vanidoso. Cooper era tan bueno como cualquiera, tan válido como ella misma.

«No tanto como Tyson. Recuerda cómo era…»

Melissa intentó sacarse de la mente aquellas imágenes: los cálidos ojos de Tyson, llenos de añoranza… sus manos, rugosas y dulces, recorriéndole la piel… su voz vibrante, que hacía que las palabras cotidianas se transformaran en poesía… el modo en que le hervía la sangre cada vez que él le besaba los dedos…

Sintió que el corazón se le descompasaba de deseo.

Deliberadamente, Melissa convocó otros recuerdos para combatir aquellas imágenes intempestivas. El puño brutal de Tyson estrellándosele en la cara de repente, los puntos negros nublándole la mirada, el suelo al que se aferró con las manos, el vómito obstruyéndole la garganta, el dolor agudo que le recorrió todo el cuerpo…

«Lo sintió muchísimo. Lo sintió de verdad. Te lo prometió. Nunca más.» La imagen de los ojos color café de Tyson anegados en lágrimas se le instaló en la cabeza sin que ella lo pretendiera.

Meditabunda, Melissa buscó a Tyson con la mirada. Allí estaba, escrutándola. Tenía la frente arrugada y las cejas crispadas, contraídas por el pesar…

Melisa sufrió un nuevo estremecimiento.

—¿Tienes frío? ¿Quieres mi…? —Cooper se desembarazó de la chaqueta de su esmoquin y de pronto, azorándose, se quedó paralizado—. No puedes tener frío. Aquí hace un calor espantoso —dijo sin mucha convicción, volviendo a enfundarse la chaqueta.

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