Read Noches de baile en el Infierno Online

Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

Noches de baile en el Infierno (24 page)

BOOK: Noches de baile en el Infierno
4.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Estoy bien —le aseguró Melissa. Se obligó a observar tan sólo la aniñada y amarillenta cara de Cooper.

—Este lugar apesta —lamentó Cooper, y Melissa asintió, feliz por la coincidencia de sus opiniones—. Podríamos ir al club de campo de mi padre. El restaurante es excelente, o sea que si te apetece un postre, es el lugar indicado. No tendremos que esperar por la mesa. En cuanto oigan mi nombre…

Melissa volvió a perder la concentración.

«¿Por qué estoy aquí con este petimetre enano? —le dijo la extraña voz de sus pensamientos, que, curiosamente, era la suya propia—. Es un pelele. ¿Qué más da que no haya matado una mosca en su vida? ¿Es que la seguridad es lo único que el amor puede ofrecer? No siento esa necesidad en el vientre al ver a Cooper que si siento junto a Tyson… No debo mentirme a mí misma. Todavía quiero estar con él. Sí, quiero estar con él. ¿No es eso amor?»

Melissa deseó no haber bebido tanto de aquel ponche infame y aguardentoso. No le permitía pensar con claridad.

Vio cómo Tyson dejaba a su pareja plantada y atravesaba la pista de baile hasta situarse a su lado; allí lo tenía, al perfecto modelo de héroe de los deportes, ancho de hombros y viril. Le pareció que Cooper, todavía allí, se volvía invisible.

—Melissa —le dijo Tyson con voz melosa mientras la aflicción le retorcía las facciones—. Melissa, por favor —ignorando las quejas que Cooper farfullaba, alargó una mano hacia ella.

«Sí, sí, sí, sí», gritaba la voz en su cabeza.

La invadieron un millar de recuerdos lujuriosos, y su mente, confusa, capituló.

Titubeante, Melissa asintió.

Tyson sonrió, aliviado, jubiloso, y, tras hacer a Cooper a un lado, la abrazó.

Era tan sencillo dejarse llevar por él. Melissa sintió que la sangre, ardiente, le recorría las venas a gran velocidad.

—¡Sí! —siseó la chica pálida de cabello oscuro, oculta en el excusado, y una lengua viperina de fuego le tiñó la cara de rojo. Las crepitaciones de la combustión generaban un fragor que cualquiera habría oído de no ser por las irritadas voces que disputaban en el cuarto de baño.

Las llamas remitieron, y la chica inhaló una bocanada de aire. Se le agitaron los párpados por un instante, y después cerró los ojos. Apretó los puños con tal fuerza que la piel se le tensó casi hasta rasgársele en la zona de los nudillos. Su esbelta figura comenzó a temblar, como si estuviese acarreando una montaña. La tensión, la determinación y la expectación formaban a su alrededor un halo casi visible.

Cualquiera que fuese el cometido que se había propuesto, saltaba a la vista que llevarlo a cabo era cuestión de suma importancia.

—Cooper —siseó, y el fuego se le asomó por la boca, la nariz y los oídos. Tenía el rostro bañado en llamas.

«Como si fueras insignificante. Como si fueras invisible. ¡Como si no existieses!» Cooper vibraba de furia, y las palabras que sonaban en su cabeza alimentaron su rabia, la llevaron al extremo.

Automáticamente, se llevó una mano hacia el bulto que ocultaba en la chaqueta, en la zona de la espalda. La impresión de contemplar la pistola desvirtuó su ira y lo hizo parpadear, como si acabara de despertarse de un mal sueño.

El vello del cuello se le erizó. ¿Qué estaba haciendo en la fiesta con un arma? ¿Estaba loco?

Aquello era una barbaridad, pero, por otra parte, ¿qué otra cosa podía hacer si Warren Beeds le había dicho que era un fanfarrón descerebrado? Vale, quedaba claro que el sistema de seguridad del instituto era un chiste, que cualquiera podría colarse llevando lo que le viniese en gana. Lo había demostrado, ¿no? Sin embargo, ¿valía la pena tener aquella pistola en el baile por la sencilla razón de poder enseñársela a Warren Beeds?

Observó a Melissa. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el hombro de aquel forzudo imbécil. ¿Es que se había olvidado de él de golpe y porrazo?

La furia volvió a revolvérsele en las entrañas, y se llevó las manos a la espalda.

Esta vez, Cooper sacudió la cabeza con vigor. Qué locura. No había traído la pistola para aquello… Era tan sólo una broma, una travesura.

«Pero mira a Tyson. ¡Mira esa sonrisa de superioridad, de engreimiento que le cruza la cara! ¿Quién se habrá creído que es? ¡Si su padre no es más que un jardinero sobrevalorado! Se confía creyendo que no voy a hacer nada ante el hecho de que me haya robado la pareja. Ni siquiera se acuerda de que ella vino conmigo. Y si se acordara, tampoco le importaría. Y Melissa; Melissa ha olvidado que existo.»

Cooper apretó las mandíbulas, presa del resentimiento. Imaginó cómo desaparecería la mueca de superioridad de la cara de Tyson, cómo se transformaría en miedo y terror en cuanto se enfrentase al cañón de la pistola.

Pero, como si recibiera una bofetada, Cooper volvió a la realidad.

«Ponche. Me hace falta más ponche. Es barato y malo, pero por lo menos es fuerte. Después de unos buenos tragos de ponche, tomaré una decisión.»

Inhalando aire para recomponerse, Cooper se encaminó a la mesa en la que se servían las bebidas.

Contrariada, la chica de cabello oscuro, en el cuarto de baño, frunció el ceño y sacudió la cabeza. Respiró hondo unas cuantas veces y, luego, con voz gutural, susurró:

—Hay tiempo de sobra. Un poco más de alcohol que le nuble la mente, que se apodere de su voluntad… Paciencia. Hay muchos otros a los que prestarles atención, multitud de detalles que aguardan su turno…

Apretó las mandíbulas y pestañeó de nuevo, varias veces, durante largo rato.

—Primero, Matt y Louisa, y después, Bryan y Clara —se dijo, como si estuviera elaborando una lista—. ¡Ah, y luego ese entrometido, Gabe! ¿Por qué aún no sufre? —volvió a tomar aire—. Es momento de que mi pequeña ayudante vuelva al trabajo.

Se apretó las sienes con los puños y cerró los ojos.

—Celeste —masculló.

La voz que le invadió la cabeza a Celeste era conocida, casi deseada. Últimamente, sus mejores ocurrencias llegaban por aquella vía.

«Mira qué cómodos están Matt y Louisa.»

Celeste le dedicó una sonrisa a la pareja en cuestión.

«Se lo pasan bien, ¿verdad? Ahora, ¿es eso justo?»

—Debo irme… —intentando recordar su nombre, Celeste escudriñó el rostro de quien estaba con ella—… Derek.

Los dedos del chico, que le ascendían por las costillas, se quedaron paralizados.

—Ha estado bien —le aseguró Celeste, frotándose los labios con el dorso de la mano como para borrar cualquier rastro que hubiera podido quedar de él. Se apartó.

—Pero Celeste… Yo creía que…

—Ya, hasta luego.

Celeste se dirigió hacia Matt Franklin y su chica, aquel ratoncillo de nombre prescindible, con una sonrisa tan afilada como una hoja de afeitar. Durante un segundo, se acordó de su pareja oficial para el baile —el casto y puro Gabe Christensen— y le entraron ganas de reír. ¡Qué bien se lo debía de estar pasando aquella noche! La humillación a que lo estaba sometiendo hacía que valiese la pena que hubiera ido a la fiesta con él, si bien no acababa de ver el motivo que la había llevado a decirle que sí. Celeste sacudió la cabeza para desprenderse de aquel recuerdo exasperante. Gabe la había mirado con aquellos ojos azules e inocentes y —durante unos treinta segundos— ella había querido decirle que sí. Había querido acercársele. En aquel breve instante, había barajado la posibilidad de aplazar sus refinados planes y dedicarse a pasar un rato agradable con un chico agradable.

¡Uf! Cuánto se alegraba de haber rechazado aquel horrible pensamiento bonachón. Celeste se lo estaba pasando como nunca. Le había estropeado la noche a la mitad de las chicas que estaban en la sala y había logrado que la mitad de los chicos se pelearan por ella. Los hombres eran todos iguales, y además eran todos para ella, sus conquistas. Había llegado el momento de que el resto de chicas se dieran cuenta de ello. ¡Aquella estrategia de dominación general de la fiesta había sido una verdadera genialidad!

—Hola, Matt —saludó Celeste con voz zalamera, dándole una palmadita en el hombro.

—Ah, hola —respondió Matt, mirándola con expresión confusa.

—¿Te importa si te rapto un momento? —le preguntó Celeste, aleteando con las pestañas y echando los hombros hacia atrás para que las luces le iluminaran las clavículas—. Hay algo que… quiero enseñarte —Celeste se lamió los labios.

—Ah —Matt tragó saliva, visiblemente conmocionado.

Celeste notó que los ojos del chico con el que acababa de estar se le clavaban en la espalda, entre otras cosas, adivinó, porque Matt era su mejor amigo. Ahogó una risita. Más que perfecto.

—¿Matt? —intervino la chica que lo acompañaba con voz herida al ver que él le soltaba la cintura.

—Será sólo un segundo… Louisa.

¡Ja, ja! ¡Ni siquiera él se acordaba del nombre del ratoncillo! Celeste aprovechó para deslumbrarlo con su sonrisa.

—¿Matt? —insistió Louisa, estupefacta y dolida, mientras Matt tomaba de la mano a Celeste y la seguía hacia el centro de la pista de baile.

El excusado de la esquina del cuarto de baño se había quedado a oscuras. La chica que lo ocupaba estaba apoyada en la pared, esperando mientras recuperaba el aliento. A pesar de lo caldeado del ambiente, la chica estaba temblando.

La disputa entre chicas se había acabado y había entrado una nueva remesa, que estaba en aquel momento frente al espejo, repasándose el maquillaje.

La chica del vestido rojo se recompuso un poco y, luego, un nuevo chispazo rojo brilló junto a sus orejas. Quienes estaban frente al espejo se volvieron para mirar la puerta del baño, pero la chica del vestido rojo salió del excusado y, sin que nadie lo notara, se escabulló por una ventana. Ellas continuaron observando la puerta, a la espera del sonido que las había hecho darse la vuelta.

La pegajosa y húmeda noche de Miami era tan desagradable como el clima del infierno. Vestida con su grueso vestido de cuero, la chica sonrió con alivio y se frotó los brazos.

Se permitió relajar el cuerpo apoyándose en un contenedor de basuras cercano, y se asomó por la abertura superior, de la que procedía un olor pestífero a comida podrida. Cerró los ojos, inhaló aquel aire con energía y recuperó la sonrisa.

Otro olor, aún más corrupto, semejante al de la carne rancia y requemada o todavía peor, surgió en medio de aquella sofocante atmósfera. Con una sonrisa más amplia, la chica respiró aquel nuevo aroma como si se tratara del perfume más preciado.

Y, después, abrió los ojos y el cuerpo se le quedó tenso y recto.

Una risita se elevó desde la oscuridad aterciopelada.

—¿Añorando el hogar, Sheeb? —inquirió una voz femenina.

La chica, viendo aparecer a quien acababa de hablar, gruñó. Se trataba de una mujer hermosísima, de cabello oscuro, que parecía ir ataviada con una especie de niebla oscura que giraba perezosamente alrededor. No era posible verle los pies ni las piernas… tal vez porque no tuviese. En su frente prorrumpían dos pequeños y pulidos cuernos de ónice.

—Chex Jezebel aut Baal-Malphus —ladró la chica del vestido rojo—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Tan formal te pones, hermanita?

—¿A mí qué me importan las hermanas?

—Comprendo. Somos miles y miles las que compartimos ese mismo parentesco… Un ejército difícil de manejar. Mira, si te contentas con llamarme Jez, yo resumiré el Chex Sheba aut Baal-Malphus y te llamaré Sheeb.

Burlona, Sheba bufó.

—Creí que te habían asignado a Nueva York.

—Sí, pero me estoy tomando un descanso… como tú, por lo que veo —Jezebel señaló el lugar en el que estaba Sheba—. Nueva York es fabulosa, casi tan perversa como el mismo infierno, por si te interesa, pero incluso los asesinos se van a dormir de vez en cuando. Estaba aburrida, así que he venido a ver si os lo estabais pasando bien en la fiesssta —profirió una carcajada. La niebla oscura la rodeaba bailando.

Sheba frunció el ceño, pero guardó silencio.

Inquieta, había vuelto a concentrarse en los confiados adolescentes que se encontraban en el interior de la sala de baile del hotel. Buscaba interferencias. ¿No habría venido Jezebel a entorpecerle sus propósitos? La mayoría de las diablesas se alejaban kilómetros de su camino por la única razón de molestar a una competidora de menor envergadura, hasta el punto de que, a veces, con tal de fastidiar, llevaban a cabo buenas acciones. Hacía una década, Balan Lilith Hadad aut Hamon se había hecho pasar por un ser humano para introducirse en uno de los institutos a cargo de Sheba. Esta había comenzado a notar, extrañada, que todas sus perversas maquinaciones acababan en un final feliz. Luego, al descubrir lo que sucedía, se había quedado pasmada ante la audacia de Lilith, quien había orquestado tres casos distintos de amor verdadero simplemente para que la descendieran de categoría. Por suerte, Sheba había logrado sacarse de la manga una buena traición que, a última hora, se había llevado por delante dos de los enamoramientos. Sheba tomó aire. Entonces, ¡había estado muy cerca de volver al instituto de diablesas!

Sheba le hizo una mueca a la voluptuosa diablesa que tenía frente a sí, flotando. Si tuviese un trabajo tan fantástico como el de Jezebel —¡era una diablesa homicida, casi lo mejor a lo que se podía aspirar!—, Sheba se limitaría al progreso del caos y se olvidaría de aquellas trivialidades.

Los pensamientos de Sheba, en busca de traiciones, se retorcían como un humo invisible por entre la gente que bailaba en la sala. Pero todo marchaba como debía. La desgracia estaba alcanzando nuevas cotas. El sabor de la infelicidad humana le llenaba la mente. Delicioso.

Sabedora de las actividades de Sheba, Jezebel soltó una risa sofocada.

—Tranquila —le recomendó Jezebel—. No he venido para causarte problemas.

Sheba bufó. Pues claro que había venido a causarle problemas. A eso se dedicaban las diablesas.

—Bonito vestido —juzgó Jezebel—. Piel de sabueso del infierno. No hay nada mejor para incitar a la lujuria y a la envidia.

—Sé cómo hacer mi trabajo.

Jezebel volvió a reírse y Sheba, guiada por su instinto, se inclinó para recoger el sabor sulfuroso del aliento de la visitante.

—Pobre Sheeb, todavía anclada a un cuerpo semihumano —se mofó Jezebel—. Recuerdo lo bien que huele todo. Repulsivo. ¡Y sobre todo la temperatura! ¿Es que los seres humanos tienen que congelarlo todo con el maldito aire acondicionado?

La expresión de Sheba se había tornado sobria y relajada.

BOOK: Noches de baile en el Infierno
4.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Planilandia by Edwin A. Abbott
Wee Rockets by Brennan, Gerard
The Lost Child by Suzanne McCourt
Forever by Pete Hamill
The Pearls by Deborah Chester
Spirit Lake by Christine DeSmet
Darkness Follows by Emerald O'Brien