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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (106 page)

BOOK: Nueva York
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Lo había invitado a comer Hetty Master. La anciana debía de tener más de noventa años ya, y no quería decepcionarla. La última vez que se vieron fue en casa de su padre, una semana atrás. La conversación se había centrado en los extraordinarios acontecimientos que afectaban a aquellas empleadas de la industria de la confección. Quizá quisiera hablar de eso. En realidad le daba igual. Una vez que la anciana quedara satisfecha, iría a pie a casa de su padre y se quedaría a cenar.

En la Quinta Avenida reinaba el sosiego de los domingos. Tras pasar frente a la fachada de ladrillo rojo del museo Metropolitan, siguió bajando por la franja de palacios de millonarios con vistas al Central Park. A la altura de la Cincuenta, cruzó hacia el lado oeste de la calle para evitar el gentío que salía de la catedral de Saint Patrick. En la Cuarenta y Dos advirtió que ya estaba casi terminada la nueva biblioteca, provista de una magnífica fachada clásica. Y cuando hubo llegado a la Veintitrés, en la intersección de la gran diagonal de Broadway con la Quinta, Edmund Keller sonrió complacido.

Allí estaba: el Flatiron Building.

En el centro de la ciudad había ya varios edificios altos, pero sólo el Flatiron poseía la talla de un verdadero rascacielos. El Flatiron Building era, además, una construcción singular. Con sus más de veinte pisos de altura y una planta triangular, se alzaba en la confluencia de los dos grandes bulevares, encarado a Madison Square, como uno de los más elegantes puntos de referencia de la ciudad. Las oficinas de sus estrechas esquinas estaban especialmente cotizadas.

A Edmund Keller le gustaban los rascacielos. Consideraba natural que en aquel apiñado mundo comercial y financiero de Wall Street se quisiera aprovechar al máximo el terreno. Durante los veinte años previos, el desarrollo de la construcción con vigas de hierro había permitido descargar el peso de las paredes haciéndolo reposar en enormes estructuras de acero que resultaban más baratas y eficaces. En la Edad Media, los constructores habían logrado erigir extraordinarios edificios utilizando pilares de piedra y complejas armazones de madera, pero aquel tipo de estructura tenía un precio desorbitado. La construcción en acero, en cambio, era sencilla y barata.

Aparte, él consideraba que iba con el espíritu de la época que los poderosos titanes de los negocios americanos elevaran al cielo sus edificios, como atalayas desde las que se podía dominar aquel vasto y nuevo continente. Era de prever, asimismo, que si las cumbres de los edificios eran como cimas de montañas, las avenidas que mediaban entre ellos pronto serían grandes cañones, a los que la luz del sol llegaría a grandes zancadas, con la audacia de un gigante.

Desde el Flatiron Building a Gramercy Park quedaba un corto paseo, de menos de cinco manzanas. Cuando el mayordomo abrió la puerta, Keller dedujo por el murmullo de voces que la casa estaba bastante concurrida. No advirtió, en cambio, el Rolls-Royce plateado que se paró al lado de la acera tras él.

Rose asintió para sí al ver a Edmund Keller. Hasta aquel momento había logrado mantenerlo a distancia. En una ocasión el joven había pasado una tarde por la casa y ella había indicado al mayordomo que le dijera que «no estaba en casa», tal como mandaban los cánones sociales. Él se había ido. Al cabo de un tiempo había mandado una breve carta en la que decía que tenía intenciones de pasar a verlos, y ella le había enviado una respuesta, muy educada, en la que le informaba de que uno de los niños tenía paperas y que, por ello, no era prudente que fuera. A partir de ahí, no la había importunado más. Viéndolo entrar en casa de Hetty en ese momento pensó que el hecho de que el socialista señor Keller acudiera a la cita demostraba cuánta razón tenía al haber intervenido, y que si quería guerra, la iba a tener.

—Nos bajamos aquí —anunció a los dos jóvenes que la acompañaban.

Al cabo de un momento cruzó el umbral ante la atónita mirada del mayordomo. Pese a la radiante sonrisa que lucía, al ver a los otros invitados reunidos en la casa se felicitó porque su amada señora Astor hubiera fallecido dieciocho meses atrás. Era una suerte, pensó, que la pobre dama no estuviera viva para ver aquello.

Aquel insidioso asunto había comenzado en otoño. Algunos de los trabajadores de la confección de las fábricas del centro de la ciudad habían empezado a quejarse de sus condiciones de trabajo. Quizá tuvieran su parte de razón; Rose no lo sabía. El caso era que a los agitadores —socialistas y revolucionarios venidos de Rusia en su mayoría, según le habían dicho— les faltó tiempo para ponerse a exaltar los ánimos. Los obreros amenazaban con ir a la huelga y los patronos estaban indignados.

El caso del señor Blanck y el señor Harris, propietarios de la Triangle Factory, era algo distinto. Ellos habían promovido la creación de un sindicato interno para sus empleados, pero les habían advertido con firmeza que despedirían a todo aquel que se afiliara a un sindicato exterior.

Al poco tiempo, la totalidad del sector de la confección estaba alborotado. Ciertos trabajadores preconizaban la huelga general y los empleados más valientes, encabezados por los de la Triangle, les cerraban las puertas y contrataban a otros obreros en su lugar. Algunos patronos pagaban matones para que propinaran palizas a los más destacados activistas. Tammany Hall, que controlaba la Policía, estaba del lado de los patronos, de modo que se produjeron abundantes detenciones. Los sindicatos reaccionaron colocando mujeres en los piquetes, y cuando las apresaron y las mandaron a realizar trabajos forzados, suscitaron cierta corriente de simpatía entre el público. Hasta el
New York Times
, que normalmente era favorable a la patronal, comenzó a vacilar en su línea de apoyo.

Rose no justificaba los malos tratos ni la violencia, pero creía que aquellas cosas debían mantenerse en su justa proporción y que no había que dejar que se fuera de las manos. Y las cosas no se hubieran salido de los límites de no haber sido por cierto grupo de mujeres, las que precisamente se encontraban en aquella habitación.

Había que reconocer que la anciana Hetty había concentrado un buen número de personas. Había media docena de chicas de la Vassar —que podrían haber manifestado más cordura, para empezar—. Rose no estaba muy segura de la opinión que le inspiraba el hecho de que las mujeres fueran a la universidad. La Vassar y la Barnard en el estado de Nueva York, la Bryn Mawr en Filadelfia y las cuatro facultades de Massachusetts —las Siete Hermanas, como las llamaban— formaban una especie de equivalente femenino de la Ivy League. Todas eran bastante respetables, desde luego, pero ¿de veras era conveniente que a las chicas de las buenas familias les metieran todas aquellas ideas insensatas en la cabeza? Rose creía que no.

No había más que ver los resultados. Las alumnas de la Vassar se habían manifestado por la ciudad con carteles, pregonando su apoyo a la huelga. Se habían ido a vivir al Lower East Side con los pobres. ¿Y para qué? ¿Para demostrar que eran cultivadas? Bueno, ellas tenían al menos la excusa de que eran jóvenes. No podía decirse lo mismo, en cambio, de la siguiente persona en la que reparó.

Alva Vanderbilt… como mínimo así se llamaba por la época en que había obligado a su hija Consuelo a casarse con el duque de Marlborough. Alva siempre se salía con la suya. Después de divorciarse de Vanderbilt por una buena suma de dinero, se casó con el hijo de August Belmont y construyó una enorme mansión en Newport. Por lo visto debía de estar aburrida, de modo que lo único que se le ocurrió luego para darse aires de importancia fue pedir el voto para las mujeres. El tema de las ventajas e inconvenientes del sufragio femenino era discutible, pero lo que estaba muy claro era la insaciable sed de publicidad de Alva. Por eso no era de extrañar que, al ver que se organizaban huelgas en el sector de la confección, decidiera poner a aquellas desdichadas obreras en el mismo carro y proclamar que sus reivindicaciones entraban dentro de la lucha por los derechos de las mujeres.

Las trabajadoras habían visto con asombro cómo empezaba a presentarse en los tribunales para pagar sus multas. Había organizado concentraciones masivas. Incluso había logrado hacer venir a la señora Pankhurst, la destacada sufragista británica, para que efectuara una comparecencia pública. Tenía talento para la publicidad, no cabía duda, y los periódicos de Hearst y Pulitzer se hacían eco de la causa. No obstante, su más astuta jugada había sido apelar a la mujer que en ese momento se acercaba a Rose y a sus dos jóvenes acompañantes.

—Hola, Rose. No esperaba verte aquí.

Elizabeth Marbury llevaba chaqueta y falda oscuras y un sombrerito negro en la cabeza. Siempre llenaba cualquier habitación con su presencia. Era la agente literaria de personajes como Oscar Wilde y George Bernard Shaw y siempre iba adonde le apetecía. Tras abrazar la causa de las huelguistas, había conseguido la adhesión de las asociaciones de actores y dinero de la acaudalada familia Schubert. Incluso había sido la promotora de una comida ofrecida a un grupo de huelguistas en el sagrado marco del Colony Club, normalmente reservado para las damas de buena posición.

Por lo menos no había llevado a su amiga. Ella y Elsie de Wolfe, la diseñadora, vivían juntas desde hacía años. Eran amantes. Aunque en los mundillos de la moda de Nueva York, París y Londres se aceptaban ese tipo de relaciones, a Rose no le parecían bien. Elizabeth Marbury observó tranquilamente a Rose.

—¿Quién son tus jóvenes amigos? —preguntó.

Rose sonrió, pero los hizo pasar adelante sin dar ninguna explicación. Las otras personas presentes eran en su mayoría señoras de la alta sociedad, entre las que se encontraban algunas viejas amigas de Hetty. Lily de Chantal estaba en la cama con gripe, aunque Mary O’Donnell sí se encontraba allí, fiel como siempre. Rose fue a saludarla.

—¿Va a ir al Carnegie Hall esta noche? —le preguntó Mary—. Siento que debería ir con Hetty, que está muy decidida a ir. Aunque si usted y William la llevaran —añadió—, podría quedarme en casa.

Aquél era el motivo de aquella comida. Se trataba de un encuentro, de una concentración previa al gran evento.

La reunión que iba a tener lugar esa noche en el Carnegie Hall iba a ser la culminación de las acciones de los dos meses anteriores. Podía suponer el comienzo de una huelga general. En realidad era una reunión sindical, pero si alguien creía que eso iba a ser impedimento para que no asistieran Alva y otras señoras de su especie, era porque no conocía a las mujeres ricas y poderosas de Nueva York. A cuenta de sus votos para la Liga de las Mujeres, disponía de un palco privado.

—Lo siento, Mary —contestó Rose.

—¡Ah! —exclamó, decepcionada, Mary—. Ahora sólo falta una persona. —Luego, tras echar una ojeada a la puerta, anunció—. Aquí está.

Antes de volverse a mirar, Rose ya intuyó quién era. Alva Belmont y Marbury eran ya bastante detestables, pero si había una mujer en todo Nueva York a la que realmente odiaba, a la que no podía perdonar… era precisamente la que en ese momento entraba en la sala.

Anne Morgan. Llegaba con un sombrero de ala ancha y una estola de piel, tan satisfecha consigo misma como de costumbre, a juicio de Rose. A Rose siempre le había caído antipática, pero desde que se había juntado con Marbury y De Wolfe se había vuelto imposible. Se habían ido a vivir juntas a Francia un tiempo… en una villa de Versalles. ¿Quién se creían que eran? ¿La realeza? En cuanto a la naturaleza de su relación, Rose la desconocía y prefería no indagar en la cuestión. Y ahora Anne Morgan se dedicaba a donar grandes sumas de dinero para la causa de las obreras de la confección, financiar a los rusos y a los socialistas y a fastidiar en general. A saber qué opinaría su padre de todo aquello.

¿Quién habría pensado que el gran Pierpont, el propio J.P. Morgan, pudiera tener una hija así? Podía seguir comportándose de ese modo porque él le daba veinte mil dólares al año. Rose no lo entendía. ¿Por qué no le retiraba aquella paga?

De eso se quejaba precisamente Rose. Si hubiera creído por un instante que aquellas mujeres se preocupaban realmente por las condiciones laborales de las personas como aquellos dos jóvenes que había traído consigo no le hubiera parecido tan vituperable su actitud. Pero para cumplir sus propios propósitos, deleitarse en su propio sentimiento de poder —en su vanidad, en opinión de Rose—, aquellas mujeres ricas, de buena familia, las mismas de quienes se esperaba que asumieran una posición de liderazgo en la sociedad y dieran buen ejemplo, financiaban a los huelguistas y recababan apoyo público para una causa tras la cual, de eso no le cabía duda, se encontraban los socialistas y anarquistas, personas cuyo objetivo era destruir la misma sociedad que les proporcionaba su riqueza. Aquellas mujeres eran una traidoras, insensatas tal vez, pero destructoras. Las detestaba.

Ya se imaginaba los titulares de los periódicos: LA SEÑORA MASTER RECIBE EN SU CASA A LA SEÑORA BELMONT Y A LA SEÑORITA MORGAN ANTES DE LA REUNIÓN EN EL CARNEGIE HALL. O peor aún: LA FAMILIA MASTER PRESTA SU APOYO A LA HUELGA.

En todo caso, aquello acababa de confirmar la razón que la amparaba al llevar a aquellos dos jóvenes allí.

Cuando todos tomaron asiento en torno a la mesa del espacioso comedor, la anciana Hetty experimentó un sentimiento de satisfacción. Había trabajado mucho para hilvanar aquello y lo había llevado a cabo justo en el momento más oportuno.

La situación de las trabajadoras de la confección había suscitado su interés desde el principio. Se había paseado con Mary por la zona de las fábricas y había asistido a algunas reuniones. Había hablado con Alva Belmont y con algunas de las otras. Así, de una cosa a la otra, habían acordado que se darían cita en su casa el día de la reunión en el Carnegie Hall.

Para una anciana de noventa años no era poca cosa ejercer de anfitriona de un evento como aquél. En aquellos tiempos eran pocas las ocasiones que tenía de estar en primera línea. Era posible que aquella fuera su última oportunidad.

Pese a su avanzada edad, Hetty creía que había que adaptarse a los tiempos. Había visto tantos cambios… Había visto la creación de los canales, después del ferrocarril, de la luz a gas, luego de la electricidad, los barcos de vapor y ahora el automóvil. Había visto cómo la vieja guardia de la Academy of Music cedía el puesto a los ricos advenedizos de la Metropolitan Opera y cómo muchas familias de las que nunca se había oído hablar, como los Vanderbilt, pasaban a formar parte de la elitista lista de Cuatrocientos trazada por la señora Astor. Si Rose quería ser más formal, ella, en los años que le quedaban por vivir, deseaba disfrutar de un poco más de emoción. De hecho, por una vez en la vida, creía haberse situado en la primera línea de la moda.

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