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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (107 page)

BOOK: Nueva York
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La huelga del sector de la confección se había puesto de moda. Aquellas pobres chicas de las fábricas gozaban de todas sus simpatías, aunque tampoco iba a fingir que conocía bien todas las implicaciones. La comida de aquel día sería, en cualquier caso, un hito memorable. Aunque fuera con una pequeña contribución, Hetty Master tenía ganas de dejar su nombre en una nota a pie de página de la historia de Nueva York.

La mirada que paseaba por los invitados congregados en su mesa era, pues, de gran complacencia.

A Edmund Keller lo había incluido en el último momento. Al verlo en casa de su padre la semana anterior se le ocurrió invitarlo, porque siempre estaba bien tener un hombre entre la concurrencia. En cuanto a Rose, no había tenido intención alguna de invitarla. En realidad, se había llevado una sorpresa al ver que la esposa de su nieto se había enterado de la comida y anunciado que quería asistir.

—No hay necesidad, querida —le había respondido.

Rose había insistido tanto que habría sido una descortesía rehusar. Y ahora se había presentado con dos jóvenes del Lower East Side y se había obstinado en que se sentaran con ella a la mesa. ¿Acaso se habría convertido de repente a la causa?

La conversación giró en torno a la reunión de la noche. Asistirían importantes sindicalistas. Samuel Gomper, el líder sindical, y sus lugartenientes eran moderados; querían mejor salario y condiciones de trabajo, si podían conseguirlos. Otros, con ambiciones políticas, podían ser más estridentes. Nadie sabía qué iba a ocurrir. Todo era muy emocionante. Hetty casi se había olvidado de su nieta política y de sus acompañantes cuando, de improviso, en el momento en que servían el plato principal, ésta se puso en pie y anunció que había una joven del sector de la confección a quien querría que todos escucharan. Luego se volvió hacia la muchacha que tenía al lado.

—Puedes levantarte, querida —le dijo.

Anna Caruso dirigió una mirada a Salvatore. Sólo había accedido a ir si tenía a su hermano allí para protegerla.

—Cuéntales simplemente tu historia, tal como me la contaste a mí —le indicó Rose.

Delante de toda aquella gente, en aquella casa tan grande y sumado a su conciencia de no hablar todavía muy bien el inglés, se sentía no obstante nerviosa.

Se había llevado una sorpresa cuando el señor Harris la llamó la semana anterior en la fábrica.

—Esta señora quiere hablar con una de nuestras leales trabajadoras —le explicó—, y yo le he dicho que tú eres una chica sensata.

Como estaba claro que esperaba que hiciera lo que le indicaba, le contó a la dama lo que quería saber. Luego ésta dijo que le gustaría ir a su casa y conocer a su familia, así que al final de la jornada, la recogió con el coche junto con Salvatore y Angelo en el parque. En Mulberry Street había causado sensación el Rolls-Royce que se paró delante de su casa. Cuando la señora anunció que quería llevarla el domingo próximo para que hablara de la fábrica a sus amigas, su padre no parecía muy convencido. Luego, después de que la señora Master le diera su tarjeta de visita y su dirección y ofreciera veinte dólares por las molestias, aceptaron, con la condición de que fuera acompañada.

—Me llamo Anna —se presentó— y mi familia vive en Mulberry Street.

Les explicó que había emigrado de Italia a Estados Unidos cuando era niña, que su padre había perdido sus ahorros en la crisis de 1907, que sus hermanos habían tenido que abandonar la escuela y que todos trabajaban para recuperarse del revés. Notó que les gustó su relato. Oyó murmullos compasivos en el pasaje de la pérdida de los ahorros y exclamaciones de aprobación en relación a lo mucho que trabajaban todos. Explicó, además, que para su madre era muy difícil trabajar en casa y que, después de ir a la Triangle Factory, ella disponía de unas condiciones mejores.

Y entonces la señora empezó a hacerle preguntas.

—¿Hay un sindicato en la fábrica? —inquirió Rose.

—Hay un sindicato en la fábrica.

—Era el sindicato de fuera, el Sindicato de las Mujeres, el que no le gustaba a los propietarios. ¿Querías afiliarte a él?

—No.

—Y cuando los propietarios cerraron las puertas a las trabajadoras, ¿qué hiciste tú?

—Mis padres querían que siguiera trabajando. Nuestro párroco también dijo que debía trabajar. Por eso fui a ver al señor Harris a la fábrica.

—¿Y te volvió a dar el empleo?

—Sí.

—¿Y contrató a chicas nuevas para trabajar?

—Sí.

—¿Son casi todas respetables muchachas italianas, católicas, como tú?

—Sí.

—Las chicas que perdieron el trabajo, que se afiliaron al Sindicato de Mujeres, ¿eran judías en su mayoría?

—Sí.

—Gracias, querida. Puedes sentarte. —Rose desplazó la atención a las damas congregadas—. Creo que todo el mundo puede ver que ésta es una joven honesta —declaró—, y estoy segura de que hay motivos de queja y que algunas de las fábricas son responsables de agravios. Aun así, pienso que debemos obrar con prudencia. ¿Y si las muchachas judías no quieren lo mismo que Anna? ¿Y si no van a la huelga para mejorar las condiciones de trabajo, sino para conseguir objetivos políticos? ¿Cuántas de esas chicas rusas son socialistas? —Paseó una mirada triunfal en torno a la mesa—. Creo que todos deberíamos plantearnos esta pregunta.

Rose paladeó el silencio que se produjo tras su alocución. En primer lugar, había aportado una nota de sentido común al acto. Los presentes se habrían llevado una sorpresa aún mayor de haber visto el breve reportaje que se hacía eco de que, en una comida celebrada en casa de la anciana señora Master, ciertos miembros de la familia Master que conocían bien las condiciones reales de trabajo de las obreras —no todas las cuales seguían la huelga— habían puesto en tela de juicio la motivación de algunos de los agitadores socialistas que la promovían. La anciana Hetty podría retener su momento de gloria, puesto que su comida sería recordada, aunque no de la manera como lo había planeado, y la reputación de la familia quedaría a salvo. El reportaje saldría impreso en varios periódicos al día siguiente.

Hetty se quedó sin palabras. No podía creerlo. La esposa de su propio nieto había acudido allí para arruinarle la fiesta, con un acto de pública deslealtad. Su reacción fue instantánea y natural. Rose debía saber sin duda que los fondos fiduciarios pasarían a manos de William de todas formas, pero ya podía despedirse de heredar algo de aquella casa.

Hetty miró en torno a sí buscando a alguien que salvara la situación. Su mirada se posó en Edmund Keller. Valía la pena intentarlo.

—Y bien, señor Keller —inquirió—, ¿aceptará ser nuestro caballero andante?

Edmund Keller calló un momento. Apreciaba a la anciana Hetty Master y con gusto la complacería, pero para él era aún más importante la causa de la verdad. La verdad era más compleja que como la quería presentar Rose.

Él comprendía bien la ciudad, lo bastante para saber que los emigrantes rusos, después de haber sufrido tantas persecuciones de carácter político y religioso, estaban decididos a luchar contra cualquier forma de opresión en su país de acogida. Los italianos, por otra parte, huían sólo de la pobreza. Enviaban dinero a Italia; muchos de ellos ni siquiera tenían intención de quedarse en Estados Unidos. A veces en los muelles se encontraban más italianos que volvían a su país que los que acababan de llegar. Ellos tenían, por consiguiente, menos motivos para causar conflictos o para integrarse en el proceso político; por eso eran más propensos a soportar los malos tratos. De todos modos, aun después de exponer estos razonamientos, no quiso cejar. Si había algo que Edmund Keller, como buen académico, no soportaba era la gente que simplificaba la realidad y las pruebas hasta volverlas engañosas.

—¿Hay piquetes fuera de la Triangle Factory? —preguntó a Anna.

—Sí, señor.

—¿Hay muchachas judías en los piquetes?

—Sí, señor.

—¿Hay muchachas italianas en los piquetes?

—Sí, señor.

—¿Y son, pongamos, esas chicas italianas en torno a una cuarta parte de las integrantes de los piquetes?

—Creo que sí.

—¿Por qué no participas tú en ellos?

Anna titubeó. Recordó el día en que la mujer del Sindicato de Mujeres la había abordado cuando iba al trabajo para preguntarle por qué traicionaba a las otras obreras. Se había sentido muy culpable, pero cuando habló de ello a sus padres esa noche, su padre le ordenó que no volviera a hablar nunca de ese tema.

—Mi familia no quiere, señor.

En el comedor resonó un murmullo generalizado. Luego Keller se volvió hacia Rose Master.

—Creo que debemos ser prudentes, en efecto —dijo—. Los propietarios de las fábricas querrían sin duda hacernos creer que se trata de una huelga masivamente judía, una huelga socialista tal vez, pero es posible que lo hagan con intenciones engañosas.

No pretendía ser brusco. Sólo quería hacer honor a la verdad.

La anciana Hetty estaba resplandeciente. La cara de Rose se había convertido en una máscara.

Fue entonces cuando Edmund Keller cometió un gran error.

Aunque distaba de ser un necio, no era un hombre de mundo. Él se movía en un ámbito académico y no acababa de comprender que para las poderosas damas neoyorquinas —o londinenses o parisinas—, la política era un juego social en el que se demostraba quién tenía más influencia. Él suponía que, detrás de todas aquellas actividades, había una verdadera búsqueda de la verdad. Por eso no se dio cuenta de que al corregir la versión de los hechos, estaba humillando a Rose.

—Es fácil comprender —prosiguió— por qué la familia de esta muchacha no quería que ingresara en el sindicato. Lo cierto es, con todo, que la historia europea nos muestra que los obreros de las fábricas casi siempre han sido explotados hasta que ha intervenido un sindicato poderoso o un gobierno.

Si aquello hubiera sido un seminario histórico, un argumento de peso como aquél habría sido un elemento digno de tener en cuenta. Las circunstancias eran otras, sin embargo, y con ello acababa de presentar a Rose un flanco por donde contraatacar.

—¿La historia europea? Seguro que usted la conoce muy bien, señor Keller. ¿No es cierto que Europa está llena de socialistas? ¿Y no sabe que cuando las inocentes muchachas italianas se ven obligadas, por la fuerza o por engaño, a ingresar en los sindicatos, son utilizadas por los socialistas rusos? Aunque usted lo sabe todo de los socialistas, señor Keller, según tengo entendido, puesto que usted mismo es, y lo sé de buena fuente, un socialista.

Keller no se había planteado en especial la cuestión socialista. Tampoco tenía la menor idea de que el presidente de Columbia, a quien desagradaban sus posiciones de tolerancia, le hubiera dicho a Rose que era un socialista. Por eso se quedó mirándola con gran sorpresa, cosa que ella interpretó, naturalmente, como un reconocimiento de culpa.

—Ajá —exclamó, con aire triunfal.

—Bueno —intervino Hetty, viendo que las cosas comenzaban a irse de la mano—, todo esto es muy interesante, hay que reconocerlo.

Lo cual en aquellos círculos equivalía, como hasta Edmund Keller sabía, a una señal en la que se reclamaba el inmediato fin de la discusión.

—Espero que ahora nos lleve a casa —susurró con nerviosismo Anna a Salvatore al final de la comida.

Rose Master estaba ocupada hablando, de modo que se quedaron allí de pie solos.

¿Habría dicho algo incorrecto sobre las chicas italianas que participaban en los piquetes? ¿Le diría la dama al señor Harris algo que pudiera causarle complicaciones?

Llevaban así un par de minutos cuando se les acercó la anciana propietaria de la casa, acompañada de otra señora, no tan vieja.

—Soy la señora Master —se presentó la anciana—. Quería daros las gracias por haber venido —dijo con suma educación—. Ésta es mi amiga la señorita O’Donnell —añadió.

Se notaba que la otra señora era muy rica, pero parecía amable y les preguntó dónde vivían.

—Yo antes vivía no lejos de donde vivís vosotros, justo al otro lado de la Bowery —dijo.

Anna la miró con incredulidad. Aunque no se podía imaginar que aquella opulenta señora hubiera vivido alguna vez en su vida cerca del Lower East Side, no se atrevió a hacer ningún comentario. Advirtiendo su expresión, la mujer sonrió.

—Normalmente tenía que pasar junto a Five Points cada día.

—¿Y vivía en una casa de apartamentos como nosotros? —se aventuró por fin a preguntar Anna.

—Sí. —Mary O’Donnell calló un momento, como si recordara algo. Luego intercambió una mirada con Hetty Master y sonrió—. En realidad, mi padre estaba borracho casi todo el tiempo, y ni siquiera trabajaba. En cuanto a nuestra casa… —Sacudió la cabeza al evocarla—. Al final me tuve que ir de allí. —Volvió a dirigirse a Anna y Salvatore—. Vuestro padre parece una buena persona. Hagáis lo que hagáis, mantened la unidad de la familia. Eso es lo más importante del mundo.

En ese preciso momento apareció Rose. Por suerte, parecía muy contenta con el desarrollo de las cosas, y se los llevó al coche. De este modo, Anna no pudo averiguar cómo salió del Lower East Side aquella señora tan rica.

A petición de Hetty, Mary O’Donnell se quedó después de que se hubieran ido los demás. Mary sabía que era agradable repasar las incidencias de una reunión cuando ésta había terminado.

—Ha ido bien —opinó—. Todo el mundo la recordará, y las conversaciones han dado tema para pensar a todos.

—Estoy disgustada con Rose —dijo Hetty.

—El señor Keller le ha respondido bastante bien.

—Su intención era buena. Rose, en cambio, ha sido muy desleal —prosiguió Hetty.

—Debemos perdonar, supongo —apuntó Mary.

—Puede que perdone —repuso Hetty—, pero no pienso olvidarlo.

—La muchacha italiana era un encanto —apreció Mary.

—Eso me recuerda… ¿Por qué le has dicho que tu padre era un borracho que no trabajaba? Tu padre era un hombre perfectamente respetable; amigo de los Keller. Me acuerdo muy bien del día en que Gretchen me habló de eso.

Mary guardó silencio un instante, azorada.

—Cuando he visto a esa muchacha y a su hermano y he oído las condiciones en que vivían —confesó—, me ha venido todo a la memoria. Aunque no sé por qué he tenido que soltarlo.

—¿Me estás diciendo, Mary O’Donnell, después de todos estos años, que empezaste a trabajar aquí contando falsedades? ¿Que tu familia no tenía nada de respetable?

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