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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (54 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Lo primero que hizo El Pipo fue invitar a Manolo a un bocadillo y una taza de café, su primera comida en veinticuatro horas. Lo segundo fue decirle que le llamara por teléfono todos los días, a las doce de la mañana, para saber si él había podido enterarse de alguna tienta a celebrar en Salamanca.

Pasaron semanas sin que nada ocurriese. Desengañado, Manolo le dijo a El Pipo que estaba dispuesto a pasearse por la Puerta del Sol con un rótulo a la espalda ofreciendo un Mercedes al primero que le diese una oportunidad. Pero, al fin, sus incrédulos oídos recibieron el anuncio de El Pipo de que iban a marchar a Salamanca.

Manolo acudió a la cita con media hora de anticipación. Iba tan sucio y olía tan mal que El Pipo hizo que viajara solo en el asiento de atrás del Seat que había pedido prestado, lo más lejos posible de su acicalada y perfumada persona.

Su punto de destino era la finca de don Antonio Pérez Tabernero, uno de los más famosos ganaderos salmantinos. Éste había querido que la tienta fuese un verdadero festival, presidido por dos de los primeros diestros de España: Antonio Ordóñez y Curro Romero. El Pipo presentó inmediatamente a su piojoso protegido a los dos diestros, muy elegantes con su chaquetilla de franela gris, su camisa bordada y los zahones de cuero de ritual.

—Este muchacho —les dijo con su modestia habitual— va a enterraros a los dos el día menos pensado.

El objeto de su baladronada estuvo lamentablemente mal en su primera intervención. La segunda vez que le ofrecieron una oportunidad, Curro Romero le echó una zancadilla al salir al ruedo, haciéndole rodar por el suelo con gran regocijo de los invitados de Pérez Tabernero. A causa de su nerviosismo todavía estuvo peor en la segunda res.

—¿Por qué has traído a ese idiota? —preguntó Pérez Tabernero a El Pipo.

Éste, muy mortificado, pidió al ganadero que le excusara y sacó a Manolo del redondel. Extendiendo majestuosamente el. brazo, le señaló la distante carretera.

—¿Ves esa carretera? —le dijo—. Es la que va a Madrid. Puedes echar a andar. Y, si quieres seguir mi consejo, cuando llegues a Madrid sigue caminando. Sigue caminando hasta Andalucía. Nadie hará nunca un torero de ti.

Pronunciada su sentencia de destierro, El Pipo volvió a la placita a ver el resto de la tienta. Era ya bien entrada la noche cuando, después de una prolongada y alegre recepción en la hacienda del ganadero, volvió El Pipo a su automóvil. Para su sorpresa, encontró al desterrado torero acurrucado en el asiento de atrás, llorando quedamente. Manolo suplicó a El Pipo que no le abandonase, que le diese una nueva oportunidad. El Pipo suspiró. En todo caso, era demasiado tarde para dejarlo abandonado aquella noche. Le dejó dormir en el automóvil, mientras él pasaba la noche con unos amigos. Al día siguiente, le dejó participar en otra tienta. Al probarse la primera vaquilla, Manolo, sin que nadie se lo indicase, saltó al ruedo. El mayoral se disponía ya a intervenir cuando El Pipo le detuvo.

—Tiene afición —le dijo.

Más tranquilo y seguro de sí mismo que el día anterior, Manolo toreó lo bastante bien para ganarse una segunda oportunidad, y después una tercera. El Pipo le observaba con creciente interés desde el burladero. No se había equivocado. Sus brazos le permitían dar largos y templados pases. Ahora no había en sus ademanes el menor asomo de miedo ni de nerviosismo. Toda la tarde estuvo observándole, apoyado el mentón en las manos cruzadas sobre el borde del burladero, echado el sombrero sobre la frente para resguardarse del sol, y chupando un cigarro apagado.

Cuando terminó la prueba de la última vaquilla y la res volvió al pastizal, El Pipo llamó a Manolo. El ex rey de los mariscos se metió una mano en el bolsillo y sacó una de sus tarjetas de visita. Garrapateó unas palabras en su dorso y la tendió a Manolo.

Era el pasaporte que Manolo estaba esperando desde hacía casi diez años, la llave que le abriría al fin los recintos que durante tanto tiempo habían permanecido cerrados para él: las tientas de los ganaderos. El Pipo le dijo que debía quedarse unas semanas en Salamanca y practicar en cuantas tientas se celebrasen. En cuanto a él, regresó a Madrid para hacer planes con vistas a la siguiente temporada.

Armado con la tarjeta de El Pipo, Manolo reanudó su asedio a los cortijos salmantinos. Esta vez, empero, las puertas que hasta entonces le habían sido inexorablemente cerradas empezaron a abrirse para él. Casi todos los días encontraba alguna tienta donde practicar su arte. Con este entrenamiento que durante tanto tiempo le había sido negado, empezó a progresar. Al poco, se había ya convertido en una figura muy conocida en las tientas, en un muchacho del que los entendidos ganaderos empezaban a decir que tenía algo.

Por las noches, durmiendo en cobertizos de las fincas o arrebujado en su muleta en la Plaza Mayor, Manolo empezó a soñar en la vida que le esperaba. Sólo una cosa turbaba sus sueños. Estaba seguro de que su apoderado haría llover los contratos sobre su cabeza. Y la llegada de éstos significaría un momento muy dificultoso para Manolo. Hacía ya tiempo que las rudimentarias enseñanzas aprendidas en el orfanato de don Carlos se había borrado de su mente. No sólo sería incapaz de leer los contratos, sino también de firmarlos. No sabía escribir su propio nombre.

Con conmovedor empeño se aplicó a remediar este defecto. Un ganadero cuya finca había visitado le dio el nombre de un profesor del colegio salesiano de Salamanca. El maduro y digno profesor, don Antonio Cortés, se sorprendió un día al ver en la puerta del colegio la astrosa figura de Manolo, que le suplicó que le enseñara a firmar. El profesor, conmovido por la vehemencia de la súplica, accedió. Durante seis semanas, Manolo se presentó ante la puerta del profesor a las once en punto de la noche.

El benemérito profesor, que jamás había visto una corrida de toros, recordaría mientras viviese la imagen de «aquel muchacho atormentado, exhausto, sucio, cubierto de sangre y de cardenales después de cada tienta, derrumbándose en mi sillón, patéticamente ansioso de recoger unas migajas de conocimientos de mi mesa de maestro». Su mayor hazaña de la temporada la realizó, no en las fincas vecinas, sino allí, en el estudio del profesor. Aprendió ante todo a escribir la eme mayúscula y trazar una larga línea, partiendo de la base de aquélla, que sirviese de pauta a las otras letras; después, le costó muy poco escribir Manuel Benítez El Renco, las cuatro palabras que soñaba ver muy pronto en los carteles de toros de todas las ciudades de España
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. Era insaciable en su afán de mostrar su nueva habilidad. Siempre que podía echar mano a un lápiz y un papel, escribía su nombre y lo mostraba al primero que se presentaba. El descubrimiento de su propia firma fue para el torero de veinticinco años el mayor motivo de orgullo que tuvo aquel invierno.

Aquel invierno estuvo para El Pipo tan vacío de acontecimientos como pródigo fue para Manolo. Y no faltaban razones para ello. Las trescientas cincuenta mil pesetas que aquél había ganado en la corrida de Albacete se habían agotado hacía tiempo, y el destronado rey de los mariscos se vio obligado a vivir aquellos meses en el límite extremo de la indulgencia de sus acreedores. El Pipo sopesaba la venidera temporada en función de su teoría de que, repartiendo sus esfuerzos, multiplicaría las probabilidades de éxito. Su idea era muy sencilla: introduciría a varios jóvenes toreros en la lidia, como se enseña a unos gozquecillos a nadar. Se arrojan los perritos al agua y se ve cuál de ellos llega el primero. Manolo era uno de los cuatro jóvenes en los que tenía puesta su mirada de experto.

El Pipo ignoraba si Manolo sabría o no nadar; mientras tanto, Manolo fue el primero de su
troupe
en plantearle un problema. Un día, a finales de marzo, llegó a su casa una tarjeta postal. Venía de Salamanca, y alguien había escrito en ella, por encargo de Manolo, una petición de quinientas pesetas para pagar deudas. Las necesitaba con urgencia, y si no las recibía se vería obligado a huir de la región.

Una cosa era meterse la mano en el bolsillo y sacar una tarjeta, y otra muy distinta extraer de él quinientas pesetas. Ante todo, era muy improbable que las encontrase allí; aquel invierno, quinientas pesetas representaban casi tanto para el apoderado como para el joven y mugriento torero. Para El Pipo era una inversión, algo como cruzar un Rubicón financiero, y vaciló largo rato antes de hacerlo. Por fin, una tarde, cediendo a un súbito impulso, fue a empeñar una moneda de oro que había traído de México y giró a Manolo las quinientas pesetas que le dieron por ella.

Unos días más tarde, Manolo llamó a su puerta. El Pipo le introdujo en el cuarto de estar y le ofreció una pluma y una hoja de papel en blanco.

—Firma —le dijo.

Con inmensa satisfacción, Manolo estampó en el papel las cuatro palabras que eran el fruto principal de sus estudios de aquel invierno en Salamanca: Manuel Benítez
El Renco
.

El Pipo cogió el papel y lo miró. Precedida de un texto que se proponía escribir personalmente, aquella firma sería el precio que iba a pagarle Manolo por la respuesta a su postal. Sería su contrato con El Pipo. Éste, después de reflexionar unos momentos, anunció su primera decisión en beneficio de su protegido. El Renco era un apodo que no daba la impresión de virilidad que el público esperaba de un torero, le dijo. En adelante, Manolo sería conocido por el nombre de El Cordobés.

Manolo le miró asombrado y alicaído. Estas dos palabras anulaban sus grandes esfuerzos de Salamanca. Contempló tristemente el pedazo de papel que El Pipo tenía en la mano y comprendió que tendría que aprender de nuevo a firmar con su nombre.

Manolo alquiló una habitación junto con un compañero albañil, y El Pipo le encontró un empleo de mozo de recados en una marisquería, a fin de que pudiese seguir viviendo mientras él le buscaba una corrida.

Movilizando todos los recursos de su astucia, el hombre que había visto morir a Manolete emprendió la tarea de instalar al mísero y desconocido huérfano andaluz en el trono vacante del maestro. Como un viajante de comercio, empezó a recorrer las calles de Madrid y todos los bares frecuentados por aficionados a los toros, en busca de un comprador para la única mercancía que tenía por vender: el valor de un pobre torero. Con su sempiterno sombrero, con un cigarro —generalmente apagado en consideración a sus desdichas económicas— entre los dientes, con un desmesurado pañuelo asomando del bolsillo de su chaqueta, y envuelto todo él en una capa de agua de Colonia barata, El Pipo hacía su ronda diaria con la majestad de un monarca desterrado en busca de una nueva Corte. Con el jactancioso aplomo de que sólo él era capaz, proclamaba ante todos los que querían escucharle las virtudes del joven que, bajo su tutela, revolucionaría la fiesta brava. Sereno, confiado, sin dar el menor indicio de su precaria situación económica, El Pipo plantó sus cañas bien cebadas y esperó a que picase algún pez.

Desgraciadamente, empero, se demostró que, aquella temporada, era mucho más difícil vender un torero que una caja de mariscos. Sus colegas conocían sobradamente a El Pipo para tomarse en serio sus pomposas declaraciones. Su último genio no era más que el sucesor de toda una estirpe de fenómenos que, según aquel hombre jovial y jactancioso, tenían que armar una revolución en el toreo…, y que no le habían durado más que un par de toros.

Fracasado en sus esfuerzos para lanzar a Manolo en Madrid, El Pipo emprendió una nueva acción que le pareció completamente lógica: buscar una corrida para Manolo en la tierra que lo había visto nacer: Andalucía. Lió, pues, sus bártulos y salió para Sevilla, donde acababa de empezar la Feria anual que atraía a sus adornadas calles a la flor y nata de la fiesta brava.

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