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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (33 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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La más curiosa paradoja de esta situación estribaba en la circunstancia de que el grupo social más cerrado, la aristocracia terrateniente, era el que más reverenciaba la ascensión de los Currito de la Cruz. Cuando el héroe del film, convertido en torero triunfal, se dirigió al palacio del Pardo para recibir la felicitación del Caudillo de España, todo el público del Cine Jerez, con don Félix Moreno a la cabeza, le acompañó. En aquel fugaz instante, en el cine oscurecido y rebosante de orgullo y satisfacción, no hubo más que una España, la España de la afición a su sagrado rito secular: la corrida de toros.

Entre todos los ojos que se clavaban en la pantalla del Cine Jerez, los más abiertos y maravillados eran los de Manolo Benítez y los de Juan Horillo. Descubrían un nuevo mundo en la pantalla. Para ellos, el toreo seguía siendo una abstracción, un juego al que se entregaban a veces en las calles del pueblo, un cartel roto y desvaído fijado en una pared, o las negras sombras de los toros que discurrían en los pastizales de don Félix Moreno.

De pronto, en el atestado cine, el toreo cobraba realidad ante sus ojos. Aparecía exento de sufrimientos y miserias. Sólo existía su brillo. Para el chico de catorce años que era Manolo Benítez, representaba una experiencia abrumadora. Acurrucado en su localidad de a dos pesetas, Manolo sentía dentro de él la misma hambre que había impelido a Currito de la Cruz por los largos caminos, en busca de un toro al cual lidiar a la luz de la luna. Instintivamente, se vio siguiendo los mismos caminos, dejando a su espalda, como Currito de la Cruz, su pueblo y su destino.

Escuchó, hechizado, «los aplausos, las exclamaciones gozosas, todo el griterío» que acompañaba a las imágenes de los primeros éxitos de Currito. Contemplando al héroe del film, resplandeciente en su traje de luces, dominando la negra mole del toro, el asombrado muchacho se decía que «esto debía de ser la gloria», y, sentado en su banco del gallinero, pensó que la vida del torero debía de ser «la vida más fácil del mundo».

Manolo observaba boquiabierto la imagen de aquel chico, cuya hambre debió correr parejas con la suya, moviéndose en el mundo que había conquistado con su valor. Su vida parecía ser una serie interminable de banquetes; de Hoteles con baños de agua caliente y enormes camas; de gente que le rodeaba y le colmaba de obsequios, llamándole por su nombre; de hombres gordos tocados con sombrero y fumando cigarros, y de niñas bonitas chascando los dedos en una exhibición interminable de flamenco.

Pero, por encima de todo, el éxito del jovencito de traje de luces había valido a éste el definitivo trofeo del bienestar material. Para el sencillo y frustrado ladrón de naranjas de la calle de Belén, la posesión física marcaba la frontera que separaba a los muy ricos del resto del mundo.

Currito de la Cruz tenía coche. Era un enorme Chrysler negro, y en él recorría las carreteras de San Sebastián, de Burgos, de Barcelona y de Madrid, lugares que, aquella noche, al muchacho del Cine Jerez debieron de parecerle tan remotos como les parecieron antaño las Indias a los marineros de Cádiz.

Todo estaba allí tan manido, tan trillado, tan irreal y tan romántico como puede ser un film de toros. Y, cuando hubo terminado y se encendieron las luces tras el apoteosis final de Currito de la Cruz, Manolo Benítez permaneció abrumado de asombro en su banco.

Por fin, Horillo y él se levantaron y regresaron a su mísero mundo. Volvieron juntos a sus casas, dando distraídamente patadas a las piedras de las calles. Caminaban ensimismados y silenciosos, perseguidos por una nueva imagen que habría de acompañarles en los años venideros.

Al llegar a la puerta de su choza, Manolo se volvió a Horillo:

—Ya lo verás —le dijo—; llegará un día en que tendré la panza tan llena como él.

Al día siguiente, dio el primer paso para la realización de su profecía. Hurtó la manta de la cama de su hermana. Con ella confeccionó la primera muleta de su vida.

Aquella mañana en que hurtó la manta de su hermana, los conocimientos de Manuel Benítez sobre el toreo se limitaban, en todos conceptos, a las depuradas y estereotipadas imágenes que había visto la noche anterior en la pantalla. El deseo que se había apoderado de él mientras se hallaba sentado en el banco de madera del Cine Jerez era muy corriente; era el mismo deseo que prendía, en un momento u otro, en la imaginación de casi todos los jóvenes varones que pasaban hambre en España, de todos los torpes adolescentes ansiosos de aplausos. Se parecía al sueño del muchacho negro de los barrios bajos, que aspira a abrirse camino con los puños en el paraíso de los blancos, o al del hijo de un minero de los Andes, ansioso de electrizar a las multitudes de un campo de fútbol con la magia de sus pies. Sueños que nacían en segundos y se desvanecían en segundos, al primer choque con las destructoras realidades de la vida.

Las probabilidades que tenía Manolo Benítez de realizar sus sueños, una vez confrontados con las realidades de su vida, eran tan infinitamente pequeñas que, de haberlas conocido aquélla mañana de invierno en que hurtó la manta de su hermana, seguramente no se habría atrevido jamás a perseguirlas. Pero, como no las conocía, puso manos a la obra.

Sumergió la manta durante horas en un cubo de punia, tinte barato de color de ladrillo, hasta que adquirió un tono pardo herrumbroso, y los pliegues quedaron tan endurecidos por la tintura que crujían a cada movimiento como sábanas heladas por el viento.

El arma ideal para el momento de la verdad la encontró durante sus correrías por el campo. La recogió de un montón de chatarra a orillas del Guadalquivir. Era una herrumbrosa bayoneta de la guerra civil, abandonada allí por uno de los hombres que habían atacado su pueblo en el verano de 1936.

Para llegar a ser torero hay que empezar siendo torero. Durante muchas generaciones, las aceras y los callejones de los pueblos españoles se han visto animados por chiquillos que ponen en práctica esta sencilla máxima. Entre fuerte griterío, juegan a los toros como otros chicos juegan al fútbol o al baloncesto, embistiendo la muleta del compañero para aprender los lances fundamentales de la profesión de torero. En Palma, los muchachos que jugaban a este juego se reunían diariamente junto a los muros calcinados de la iglesia de Santo Domingo. Su director era un joven de diecinueve años, flaco y lisiado, llamado Luis Rodríguez. Al igual que los chicos que pululaban a su alrededor en las ruinas de la iglesia, Rodríguez había sentido la llamada de los toros. Y los muchachos sentían por él un respeto especial, pues había llegado a vestir el traje de luces. Había toreado sin picadores, como novillero, en plazas desmontables levantadas en ocasiones en los pueblos próximos a Palma. En realidad, había despachado a tres de esos bichos. El cuarto había estado a punto de matarle a él. El novillo había hecho caso omiso de los bruscos y poco hábiles movimientos del capote de Rodríguez, prefiriendo introducir uno de sus pitones en la rodilla del adolescente torero. Cuando lo sacó, apenas si quedaba un tendón o un cartílago intactos en la rodilla del muchacho palmeño.

Ahora, convertido en un inválido, Rodríguez renqueaba por las calles de Palma, recogiendo una limosna aquí y allá para seguir viviendo. Si la tarde era templada, acudía a las ruinas de la iglesia de Santo Domingo e impartía sus menguados y defectuosos conocimientos al puñado de muchachos que querían seguir su ejemplo… y, quizás, a soñar despierto en los triunfos que habría podido cosechar en las soleadas plazas, lejos de la calcinada iglesia.

Trocando las enseñanzas de don Carlos Sánchez por el nuevo catecismo de Luis Rodríguez, Manolo y Juan empezaron a aprender los movimientos de la lidia. Día tras día, apretaban los puños contra las sienes, estiraban los dedos índices e, imitando así al toro, arremetían contra la improvisada muleta del compañero. Entre sus embestidas, Rodríguez trataba de enseñarles lo poco que sabía de los pases de la lidia, la manera de frenar la velocidad del toro, de dirigir su acometida, de mantenerlo prudentemente alejado al terminar un pase.

Para Manolo, aquellas tardes a la sombra de los quemados muros de la iglesia resultaban aburridas y fastidiosas. Él hubiera querido que su capa fuese embestida por un animal, no por la rizosa cabeza de su amigo Juan Horillo. Sólo los toros podían enseñarle lo que él quería aprender, y los toros no daban clase en las calles de Palma.

Había un camino tradicional para llegar a la confrontación deseada por Manolo con un animal vivo. Dicho camino pasaba por las placitas de los grandes ganaderos como don Félix. Varias veces al año, los ganaderos probaban en aquellas placitas la bravura de los becerros. En tales ocasiones, permitían que los muchachos que les habían sido recomendados dieran unos cuantos pases a una becerra. Con media docena de estos pases, un chico podía aprender más que con muchas horas de clase en el aula improvisada de Luis Rodríguez.

Abandonando a su lisiado maestro, como antes habían abandonado las clases de don Carlos, Manolo y Horillo se dispusieron a probar su destreza en las tientas de los alrededores de Palma del Río.

Con su eterna gorra calada hasta las orejas y con la manta de su hermana atada a la punta de la bayoneta procedente de la guerra civil, Manolo parecía una caricatura hollywoodense de un vagabundo llamando a las puertas de los ganaderos de Palma. Pronto comprendieron, él y Horillo, que se necesitaba algo más que buena voluntad para participar en tales tientas. Se requería la benévola recomendación de alguien que tuviese entrada en el lugar. Estas recomendaciones no se daban a la ligera, y Manolo y Horillo se dieron pronto cuenta de que nunca lograrían por este camino la experiencia que buscaban.

Sin embargo, había otra manera de salir al encuentro de los toros. Era por la noche, a la luz de la luna llena, en los pastizales donde vagaban aquéllos. Era el camino que había emprendido Currito de la Cruz, y Manolo resolvió rápidamente que sería también el suyo. El procedimiento no era nuevo. Muchos chicos españoles, bravos y desesperados, lo habían empleado desde hacía muchos años. Así había dado Juan Belmonte sus primeros pasos en dirección a la fiesta brava.

No obstante, la cosa era totalmente ilegal y extraordinariamente peligrosa. Todos los años morían chicos al intentarlo, algunos víctimas de los disparos de los mayorales que se excedían en el cumplimiento de su deber y otros corneados y desangrados entre los hierbajos de algún remoto pastizal.

Esta práctica era rotundamente condenada por todas las personas relacionadas con las corridas de toros. La primera condición de la lidia es que el toro y el torero se enfrenten por primera vez. El toro, como la mujer virgen, sólo pierde una vez su inocencia, y, si ha sido toreado en el campo, recordará la lección cuando salga al ruedo. Sus cuernos buscarán el cuerpo en vez de la tela, y la corrida se convertirá en un fiasco. Un toro de esta clase es una pública deshonra para el hombre que lo ha criado. Por esto, para proteger a sus reses, los ganaderos ejercen una vigilancia especial en sus pastizales los días de luna llena. Diciembre, enero y febrero son los meses peores. Entonces la luna es en Andalucía más clara, y con ella aumenta la amenaza contra los toros. Sin embargo, su protección constituye una tarea sumamente difícil. Los pastos abarcan docenas de kilómetros cuadrados, y tratar de pillar en ellos a un muchacho es como un enorme juego del escondite en la oscuridad.

Para los chicos, el precio a pagar, si son sorprendidos, es muy elevado. Como mínimo, les cuesta una paliza brutal. Pero el riesgo de esta paliza no es más que el precio de la entrada para el más peligroso juego que pretenden jugar. A pesar de todos los peligros, el torero tiene, en el ruedo, cierta defensa. En cambio, el muchacho no tiene ninguna en el pastizal iluminado por la luna. Allí no hay ningún neón apercibido para llevarse el toro con su capa; no hay ninguna enfermería con penicilina ni material sanitario de ninguna clase. La ayuda está a muchos kilómetros de distancia, al otro lado de unos campos inmensos y con frecuencia, sin un mal camino de cabras. El terreno es quebrado y las hierbas están a menudo cubiertas de una resbaladiza capa de rocío. El muchacho torea a la incierta luz de la luna, sus movimientos adolecen de la falta de los conocimientos que precisamente viene a buscar. Es un aprendizaje terriblemente peligroso de un oficio peligroso de por sí.

Varios meses después del paso de Currito de la Cruz por el Cine Jerez, en una ventosa y helada noche de febrero, un par de sombras se deslizaron hacia la orilla del Guadalquivir. En la ribera opuesta, detrás de un bosquecillo de naranjos, empezaba la dehesa, el inmenso y ondulado territorio de los toros. Aquella enorme extensión de muchos kilómetros, hasta las primeras vertientes de la sierra, pertenecía al hombre que había vengado la sangre de sus toros con la sangre de sus conciudadanos. Félix Moreno, había rehecho su manada de toros Cara de Tomate, los cuales vagaban de nuevo por docenas en sus campos. Era natural que Manuel Benítez y Juan Horillo hubiesen elegido estos pastos del señor de Palma del Río para su primera aventura prohibida en el mundo del toreo a la luz de la luna.

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