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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (35 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Las pequeñas heridas que se producían durante aquellas justas nocturnas no les preocupaban en absoluto; se limitaban a enjugarse la sangre con un jirón de sus harapos. Para las otras, tenían un remedio. Manolo fue el primero en necesitarlo. Una noche, una vaquilla le abrió con un cuerno una brecha de tres centímetros en el muslo. Horillo lo arrastró hasta un bosquecillo. Le dio un palo para que lo mordiese, a fin de evitar que un grito de dolor pusiera a los guardianes sobre aviso. Después, le frotó los pulposos bordes de la herida con el único antiséptico que tenían a mano: una botella de vinagre. Manolo se desmayó de dolor por primera vez en su vida.

Y de esta manera, un mes tras otro, prosiguió su terrible aprendizaje. Volvían una y otra vez a los pastizales iluminados por la luna, a recibir una nueva paliza de las reses de don Félix, con la esperanza de hallar en aquellos golpes los conocimientos que necesitaban para lidiar a un toro. Y cada mañana volvían arrastrándose hasta Palma, maltrechas figuras cubiertas de harapos, con incrustaciones de porquería y de sangre seca, y se metían en sus cubiles, donde caían rendidos en espera de otra noche, de otra luna y de otra paliza.

R
ELATO DE
A
NGELITA
B
ENÍTEZ

Yo quería que mi hermano fuese alguien. Quería que siguiera con don Carlos y aprendiera a leer y a escribir para que llegase a ser mejor que nosotros. Pepe, su hermano, era ya una mala pieza. Yo no quería que mi hermano menor fuese como él. Quería que fuese como mi padre, un hombre trabajador y serio, respetado por la gente. No deseaba que se convirtiese en un peón más de los que haraganeaban en la Bolsa, mendigando trabajo a los mayorales.

Pero él estaba emperrado con los toros. No sé de dónde sacó esta idea. Desde luego, de ninguno de nosotros. En mi casa, nadie hablaba de toros. Yo no lo habría permitido. Mi padre no había ido nunca a los toros: ¿por qué había de hacerlo él? Pero, no: mi hermano Manolo tenía que ser diferente. No había quien le quitara de los toros.

Todo empezó cuando hurtó nuestra manta. Al mismo tiempo, dejó de ir a la escuela de don Carlos. Volvía a casa por la noche con toda la ropa hecha un asco, y los chiquillos gritaban diciendo que había vuelto a los toros.

Yo le pegaba. Le pegaba con toda mi fuerza. Él no lloraba nunca, ni pedía perdón. Se limitaba a acurrucarse en un rincón como un perro apaleado. A veces me prometía que no volvería a los campos. Estaba tres o cuatro días sin hacerlo. Después, volvía a las andadas. Siempre ocurría lo mismo. Y yo tenía que lavar las ropas sucias de estiércol de vaca y coser los desgarrones. De nada servía que volviese a pegarle.

Solía decirme: «No hagas eso. Seré torero y tendré automóvil». O bien: «Seré rico. De nuevo podrás comer». O: «No te preocupes; cuando sea torero, me convertiré en un personaje y tu hija se casará con un marqués».

Imposible hacerle cambiar. Siempre era la última vez. Siempre decía que, para complacerme, volvería a la escuela. ¡Yo lo deseaba tanto…! Aunque sólo fuese para que en nuestra familia hubiese alguien que supiera leer y escribir un poco. Nuestros padres se habrían sentido orgullosos. Pero todo era inútil. Yo creía haber agotado todas mis lágrimas, pero mi hermano me arrancó otras con sus toros. Sólo le rezaba a la Virgen todas las noches para que lo apartase de ellos, para que lo volviese a mí y lo convirtiese en un hombre bueno, como había sido su padre, y no en un vagabundo.

Por último, cuando se negó a volver a la escuela, le dije que, al menos, tenía que trabajar como todo el mundo y traer un poco de comida a casa. De nada me sirvió. Quería ser torero y llegar a personaje. Yo le hubiese preferido más humilde y trabajador.

Pero la cosa fue de mal en peor. Empezó a salir por las noches y a pasarse todo el día durmiendo. En ocasiones, cuando yo volvía a casa por la noche, encontraba la cama manchada de sangre de sus heridas.

Una vez, al llegar yo a casa, lo hallé tumbado allí con un terrible agujero en la pierna. Había sangre en toda la cama. Fui en busca de lo único que tenía en casa: una botella de alcohol. Debió de dolerle terriblemente, pero no dijo palabra. Sólo yo lloraba. Lloraba porque no podía soportar ver a mi hermano herido de aquella manera, y porque quería que el alcohol le doliese tanto que le quitara para siempre el deseo de volver junto a los toros.

Odiaba a los toros de don Félix como a nada había odiado en mi vida. Mi padre y otros como él habían trabajado como perros para que don Félix se hiciera rico y tuviese sus toros. Don Félix fue causa de todos nuestros sufrimientos, después de la guerra, porque nos habíamos comido sus toros. Mató a muchos del pueblo por esos malditos toros. Y, ahora, sus toros trataban de matar a mi hermano. Era como si nos persiguiera hasta en nuestra propia miserable casa.

Allí estaba, herido y sangrando.

¡Oh, Dios mío! Yo no podía comprenderlo. Nunca comprendí la afición de mi hermano por los toros.

El bar estaba en un rincón de la plaza de los Martirios, donde terminaba el camino que seguían Manolo y Horillo cuando volvían de los campos a Palma. Una esterilla de hojas de palma secas, sostenida por cuatro cañas de bambú, proyectaba un pequeño cuadrado de sombra ante la puerta. En esta sombra se hallaban apretujadas media docena de endebles sillas de madera y un par de mesas, a la manera de un grupo de personas que se refugian en un portal para guarecerse de un chubasco. Un refrigerador de Coca-Cola, con un rojo color de extintor de incendios convertido por el sol en un tono mate de ladrillo, se oxidaba por falta de uso, como un recordatorio de las extravagancias ocasionales del progreso en un país donde el hielo era más valioso que el vino.

El interior era apenas más amplio que un modesto dormitorio. Estaba dividido por la mitad por el bar propiamente dicho, un mostrador de cemento que llegaba a la altura del pecho. En un principio, había sido pintado de color pardorrojizo, que es el color de las barreras que circundan el ruedo de las plazas de toros. De aquel primitivo color quedaban ahora sólo unas cuantas manchas esparcidas sobre la superficie gris como rubéolas en una piel enferma. La parte superior era de tosco cemento gris, granujiento al tacto, elocuente prueba de los escrúpulos del albañil que había hecho la mezcla. El suelo estaba lleno de colillas, de envolturas de terrones de azúcar, y de barro de la plaza. Aquí y allá, fermentando bajo el calor, se veían restos de las tapas que servían en el bar, cubiertos, como boñigas de vaca, por zumbadores enjambres de moscas.

Un establecimiento tan primitivo tenía que deber su existencia a un motivo muy especial. Este motivo estaba detrás del bar, inmóvil e impasible como un Buda en el altar de una pagoda. Era el dueño del establecimiento, Pedro Charneca, antaño el mejor amigo del padre de Manuel Benítez.

Entre todos los míseros vecinos de Palma del Río, la fortuna había elegido a Pedro Charneca para brindarle sus favores. La obesidad de Charneca le había librado, en 1936, del servicio militar. Había pasado la guerra en el pequeño café donde trabajaba de camarero, sirviendo con absoluta imparcialidad a los milicianos de Juan de España y a sus sucesores nacionales. Como los demás pobres de Palma, Charneca había conocido la terrible agonía del hambre durante los meses que siguieron a la terminación de la guerra. Después, un espléndido día de 1940, un pedacito de papel había transformado la vida de Charneca. Le había tocado un premio de noventa mil pesetas en la Lotería Nacional, cantidad tan enorme en Palma del Río, que sólo las personas como don Félix Moreno eran capaces de comprender su valor.

Cuando se enteró de su suerte, Charneca tiró el mandil de camarero y se trasladó al otro lado del bar. Charneca había sido pobre toda su vida. Sin embargo, era lo bastante avisado para saber que el rico es el hombre que más solo se encuentra. Todos los días, al amanecer, se plantaba a la orilla de la carretera por donde pasaban los jornaleros del campo para dirigirse al trabajo. Cuando veía pasar a uno de sus amigos, le decía:

—¿Adonde vas? ¿A trabajar? ¿Cuánto vas a ganar? ¿Cinco pesetas? Bueno, aquí tienes tus cinco pesetas, y no vayas al trabajo. Ven a tomar unas copas conmigo.

Cuando había reunido a una docena de amigos, Charneca se los llevaba al bar más próximo, y allí pasaban el día bebiendo tranquilamente.

Esto duró casi un año. Después, resolvió cambiar de ambiente y marcharse a Sevilla, decisión que fue estentóreamente aprobada por los mayorales de las fincas aledañas de Palma. Pasó allí poco más de un año, viviendo literalmente en los burdeles de la ciudad. Al terminar este período, le quedaban tres mil pesetas de las noventa mil que había ganado, amén de la gratitud de la mayoría de las prostitutas de Sevilla. Casi agotadas sus emociones y su caudal, cargó con sus recuerdos y con el poco dinero que le quedaba y regresó a Palma. Una vez allí, montó el pequeño bar con el resto de sus ganancias.

Los amigos de Charneca no olvidaron su generosidad en los momentos de gloria. Y empezaron a acudir a su bar para tomar la primera copa de la mañana, antes de salir para el campo, y para charlar un poco por la noche. El bar de Charneca se convirtió muy pronto en la versión de posguerra del café de Niño Vallés, donde había trabajado de camarero el padre de Manuel Benítez.

Pero había también un motivo adicional de su existencia, un motivo que derivaba de la personalidad del dueño. Charneca tenía dos grandes pasiones en su vida: el vino blanco y los toros. Pedro Charneca era el jefe reconocido de los aficionados de Palma del Río. En su polvoriento bar lleno de moscas, la gloria y el esplendor de la fiesta brava tenía su sede principal en Palma del Río.

Detrás del bar, precisamente encima de la tablilla donde Charneca inscribía con tiza a sus deudores, se hallaba el emblema del bar, la negra cabeza disecada del primer todo muerto en la plaza de Madrid en 1874. Debajo de los vidriosos ojos del toro, apoyados los gruesos brazos en el mostrador, Charneca imperaba sobre la afición de Palma, como oráculo, autoridad y registro de todo lo referente a la lidia.

Las mejillas de Charneca pendían de sus pómulos en gruesas bolsas, doblando hacia abajo con su peso las comisuras de sus labios. Cuando hablaba, lo hacía en un murmullo y sin mover apenas la boca, como si el esfuerzo de desplazar las masas que gravitaban sobre su mandíbula no valiese la pena. Sin embargo, cuando Charneca hablaba de la fiesta brava, todo Palma le escuchaba. Bien podía alardear de que «cuando alguien de Palma quiere saber algo de los toros, es a mí a quien viene a ver».

En realidad, su afición a los toros era tal que le había valido una distinción muy peculiar, la de pagar la más elevada cuenta telefónica de Palma del Río, y quizá, de toda la provincia de Córdoba. Charneca había instalado su teléfono haciendo un gran esfuerzo económico y después de incurrir en las sospechas del pueblo. A fin de cuentas, el teléfono era, en Palma, un instrumento generalmente reservado a personas de situación social mucho más elevada que la de un dueño de bar.

Durante la temporada, Charneca empleaba constantemente su teléfono, llamando cada noche a los más lejanos puntos de España para enterarse del resultado de las principales corridas del día. Después los escribía en una pizarra, la cual colgaba orgullosamente junto a la puerta del bar. Ningún periódico de España, solía alardear, anunciaba el resultado de las corridas del día antes que la pizarra de Pedro Charneca. Éste era un lujo muy peligroso, puesto que las facturas del servicio telefónico se comían todos los beneficios del bar y condenaban al establecimiento de Charneca a una lenta pero segura ruina. En cambio, afirmaban su posición como autoridad indiscutible en cuestión de toros, y esto, para Charneca, era más importante que una nueva capa de pintura en su local.

Y así se pasaba todo el día detrás del mostrador, ligeramente nublados los ojos por las copas de vino blanco que trasegaba, sirviendo bebida a sus amigos y hablando de toros. De la misma manera que un monje ortodoxo del monte Athos venera sus sagrados iconos, Charneca había colgado en la pared, a su espalda, sus más preciadas pertenencias, para reanimar su fe, si algún día le fallaban los ánimos. Eran doce fotografías de Manolete, tomadas al realizar doce pases diferentes, colocadas en marcos idénticos y arrancadas de un calendario del año 1942, anunciador de la manzanilla Pagoda San León.

Era, pues, natural que Manolo Benítez empezase a frecuentar el pequeño santuario taurino de Charneca. Éste no recordaba cuándo había entrado por primera vez en el establecimiento. Cuando se fijó en él, le vio en un rincón, contemplando fijamente y en silencio las fotografías de Manolete, como un cliente habitual. Iba vestido de harapos, observó Charneca, «porque toda su familia vestía así».

Empezó a acudir al bar con regularidad, temprano por la mañana, generalmente con la cara sucia y a menudo con la ropa rasgada. Charneca comprendía perfectamente, con sólo mirarle, que había estado en los campos, toreando ilegalmente por la noche. Permanecía allí, contemplando las fotografías durante diez, quince o veinte minutos, sin pronunciar palabra. Después, se marchaba tan silenciosamente como había entrado.

Docenas de chiquillos hacían lo mismo. La colección de fotos de Charneca era una especie de retablo para los aficionados adolescentes del pueblo. Pero Charneca había advertido que la mayoría de ellos gustaban de jactarse de que llegaría un día en que ellos harían cosas iguales. En cambio, Manolo guardaba siempre silencio.

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