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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (36 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Una mañana, Charneca estaba solo en el bar cuando entró el muchacho. Mientras éste contemplaba una de las fotos de Manolete, Charneca inclinó su enorme pecho sobre el mostrador y le dijo:

—Escúchame, chico: si algún día quieres ser torero y ganar mucho dinero, esto es lo que tienes que hacer: quedarte quieto, así, y con los pies juntos mientras pasa el toro.

Manolo miró a Charneca con gratitud, pero se sentía demasiado turbado y tímido para responderle. Aquel hombre gordo y desmañado, que había sido el mejor amigo de su padre, empujó un plato de tapas encima del mostrador y lo acercó al muchacho.

—Toma una —le dijo.

De esta breve entrevista nacería una buena amistad entre el hombre gordo y el adolescente, una amistad que, en años venideros, habría de hacerle mucha falta al muchacho que contemplaba ahora los amarillentos retratos de Manolete.

En quince años, el cuidadosamente enjalbegado edificio de verdes postigos situado al final de la calle Pacheco, en Palma del Río, había sufrido muy pocos cambios materiales. Las macetas al pie de las rejas de hierro que protegían las ventanas seguían floridas de rojos y brillantes geranios y de azaleas coloradas. En el interior, el teléfono —número 49— que había lanzado al sargento Emilio Patón y a sus dieciocho guardias civiles a la rebelión y a la muerte, colgaba en el mismo sitio de la pared, todavía accionado por un manubrio inserto en el aparato.

Sólo habían cambiado los retratos y, naturalmente, el personal. En el lugar ocupado antaño por el retrato de Manuel Azaña, el de los ojos de búho, pendía ahora la imagen en colores del general Francisco Franco, con el fajín ceñido a la cintura. Y, detrás de la mesa de madera blanca, donde Emilio Patón había soñado en retirarse a las brumosas playas de Galicia, se sentaba ahora otro hombre. Se llamaba Rafael Monleón. Era un hombre rechoncho, de fuertes y combados hombros, y bíceps de carnicero. La piel de su rostro tenía la apariencia dura y quebrada de una pella de barro secada al sol. Su color, empero, era rojo brillante, testimonio de una presión sanguínea crónicamente alta y de la inveterada costumbre de consumir diariamente un litro de fuerte vino tinto. Este color de la tez le había valido, por parte de los vecinos de Palma del Río, el apodo de Cara de Tomate.

Era un nombre pronunciado con poco afecto o familiaridad. Ningún miembro de la Guardia Civil obtenía permiso para servir en la región en la que viviera su familia o la de su esposa. La familiaridad y las relaciones íntimas con la población local estaban rigurosamente prohibidas. Y, con frecuencia, sus destinos tenían un carácter rotatorio para evitar la creación de cualquier vínculo afectivo con la población.

Rafael Monleón,
Cara de Tomate
, había llegado a Palma del Río procedente de un pueblo minero de Asturias. Este su anterior destino había sido muy difícil. La guerra había dejado a los vecinos de Palma como abrumados y desprovistos de emociones políticas. No había ocurrido lo mismo entre los duros mineros de Asturias. Los desórdenes de la población civil habían sido tan frecuentes allí como raros en Palma. La mayoría de las veces, cuando los hombres de Rafael Monleón habían disparado en las colinas que rodeaban sus pueblos de montaña, alguien había respondido al fuego. La dura eficacia de aquél en la lenta implantación del orden en aquellos montes le había valido un ascenso y el traslado a la más tranquila comarca de Palma del Río.

Para mantener la paz en Palma y sus alrededores, Cara de Tomate disponía de doce hombres, seis caballos y dos perros, fuerza más que suficiente para conservar el orden en una comunidad cuyos problemas no solían pasar de una riña de taberna entre dos exaltados palmeños o de una ocasional paliza propinada por un marido a su mujer. Para Cara de Tomate y sus hombres, Palma del Río representaba una existencia estable y ordenada. Las comidas bien regadas con vino y las siestas que las seguían eran ahora para aquél algo regular e ininterrumpido. Cara de Tomate no tenía la menor intención de permitir que las circunstancias o los individuos interrumpiesen su placentera existencia en Palma, ni le obligaran a volver a un destino como el que acababa de dejar.

El sargento tenía buen cuidado en mantener una buena relación personal con don Félix Moreno, principal terrateniente del lugar. Una vez al año, el día de Año Nuevo, se dirigía a La Vega, con el verde uniforme recién planchado y relucientes las negras botas de cuero, a reunirse con las demás fuerzas vivas del pueblo, para brindar con un vaso de vino por el orden, la paz y la prosperidad del nuevo año.

Para disgusto y enfado del sargento, este orden y esta paz se vieron interrumpidos, a primeros del año 1950, en un creciente número de ocasiones. El negro teléfono de la pared empezó a sonar con irritante regularidad junto a su mesa. Las quejas que transmitía el aparato, como un brote epidémico, procedían de los grandes terratenientes de la comarca. Pero las más frecuentes, para desconsuelo del sargento, eran las del cortijo de don Félix. Al principio, las llamadas eran hechas por uno de los mayorales. Pero, más tarde, fue la irritada voz del propio don Félix la que llamó al sargento Monleón. Sus pastos, le dijo, estaban siendo regularmente violados por adolescentes vagabundos, empeñados en lidiar sus toros.

Cara de Tomate, como aficionado que era, sabía la ofensa que le inferiría al honor de don Félix si uno de sus toros era devuelto al corral por haber sido toreado con anterioridad. Y sabía también lo que significaba para don Félix su reconstituida manada de toros Cara de Tomate.

Cara de Tomate juró perseguir implacablemente a estos merodeadores, empresa que tenía que enfrentar al robusto sargento con un reducido, aunque no despreciable, grupo de enemigos: dos muchachos de menos de veinte años.

En lo que atañe a Manolo Benítez, su camino hacia la fama estaba a punto de iniciarse, sirviendo de primer hito su inscripción en los archivos de la Policía de su país.

Un nuevo ruido vino a unirse al tintineo de las esquilas de los mansos, al zumbido del viento de la sierra y al canto de las cigarras en los pastizales de don Félix Moreno iluminados por la luna. Era el ruido de los cascos de los caballos de la patrulla de la Guardia Civil. Cara de Tomate cumplía su palabra. Estaba resuelto a devolver la paz a aquellos pastos. Cada vez que brillaba la luna llena sobre Palma, enviaba a sus hombres a los campos, en busca de los intrusos que hostigaban a las manadas de toros de don Félix.

Sus primeros esfuerzos no fueron coronados por el éxito. La primera vez que un par de guardias civiles montados sorprendieron a Manolo y a Horillo capeando una vaquilla, Manolo cogió una piedra del suelo y la lanzó contra el caballo del guardia que tenía más cerca. Le dio al animal en la cabeza. Con un relincho de dolor, el caballo se encabritó, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad. El segundo guardia vaciló, pero galopó en auxilio de su compañero, dejando escapar a la pareja.

El segundo encuentro de los muchachos con la Guardia Civil fue, desde su punto de vista, todavía más lisonjero que el primero. Encontraron un caballo atado a un árbol por un guardia que había decidido buscarles a pie. Desataron al animal, montaron en él y huyeron al galope, ante las barbas del furioso guardia. Poco después, Cara de Tomate resolvió incorporarse personalmente a los hombres que patrullaban por los campos de don Félix en las noches de luna llena.

La perseverancia del sargento tuvo al fin su recompensa. Una noche de verano, un par de guardias llegaron galopando al lugar donde Manolo y Horillo toreaban a una vaca.

Se bajó del caballo. Golpeándose la palma de la mano con la porra, avanzó hacia los asustados jóvenes. Un par de guardias cogieron a Manolo por las muñecas y tiraron de él hacia arriba. Cara de Tomate se puso a golpearlo en la espalda, las nalgas y las piernas. Los gritos de Manolo resonaron por los oscuros campos. A cada porrazo de Cara de Tomate parecían quedar grabados en la carne de Manolo los nombres de las figuras que él pretendía emular al acudir allí. Después le tocó el turno a Juan.

Cuando hubo concluido, Cara de Tomate volvió a montar en su caballo y, advirtiendo por última vez a Manolo y a Juan que permaneciesen lejos de los campos de don Félix, se marchó al trote.

Su descubrimiento en los pastos de don Félix planteó a Manolo y a Horillo dificultades muy graves. Ahora se sabía que eran ellos los golfos que perturbaban la paz de los toros de don Félix. Y este conocimiento, sumado a la mala reputación de ladronzuelos que ya tenían los muchachos, los convertía en delincuentes incurables para los hombres de la Guardia Civil. Más que perder la noche patrullando los pastizales de Palma, preferían a menudo esperar la denuncia de uno de los ganaderos y entonces se encaminaban directamente a los cuchitriles de Horillo y de Manolo.

Una camisa arrugada, una macadura o una mancha de sangre en una sábana, era prueba suficiente para que los dos muchachos fuesen llevados a viva fuerza al cuartel de la Guardia Civil.

Para Angelita Benítez y Ana Horillo, fueron días de vergüenza y de humillación. Una y otra vez, escuchaban los golpes dados a sus puertas por la Guardia Civil, que preguntaba: «¿Dónde están?» Ana Horillo recordaría toda su vida con horror la imagen de su hijo «arrastrado fuera de casa por los pelos, como un criminal», mientras ella permanecía acurrucada e impotente en un rincón. En tales ocasiones, Angelita corría a casa de tía Carmen, la hermana de su madre, gritando: «La Guardia Civil ha vuelto a coger a Manolo».

Tomada ya la resolución de culpar a Manolo y a Horillo de toda intrusión en los campos de don Félix, se les atribuía ahora todos los pequeños hurtos realizados en Palma por autores desconocidos. Según don Carlos Sánchez, el párroco, «cada vez que se robaba algo en el pueblo, culpaban a Manolo». Sin embargo, el sacerdote sabía que el muchacho «nunca robaba por robar, sino sólo para alimentar a su familia».

En los archivos de la Guardia Civil, en el cuartel de la calle Pacheco, figuraba ya una anotación que había de acompañar a Manolo por todo el resto de su vida. Bajo el epígrafe «Conducta moral pública y privada» en el impreso que la vigilante Guardia Civil llenaba sobre cada uno de los españoles, se leía: «Hurtos constantes de frutas y verduras en los campos. Daños a los animales y a los bienes ajenos. Se le considera delincuente habitual».

A pesar de las palizas, Manolo y Horillo volvían a sus citas nocturnas con las reses de don Félix Moreno. No tenían otra alternativa, si querían perseguir el sueño, ahora tan remoto, concebido una noche de invierno en el Cine Jerez. Fueron pasando los meses hasta que un día, aproximadamente tres años después de su primer encuentro con Cara de Tomate, se produjo un nuevo desastre. Ocurrió, naturalmente, en los campos de don Félix. Hacía tres días y tres noches que merodeaban por sus pastizales, toreando de noche y durmiendo entre matorrales durante el día. Todo su alimento había sido un puñado de naranjas y unas cuantas hierbas comestibles que habían arrancado en los campos. La tercera noche, les sorprendió una pareja de la Guardia Civil.

Rendidos y medio muertos de hambre, fueron llevados a Palma, empujados delante de los caballos de sus aprehensores, como un par de prisioneros romanos. Cara de Tomate y sus porras los aguardaban en la calle Pacheco. El sargento golpeó a los muchachos hasta que éstos no pudieron resistir más y los hizo encerrar en el establo. Jamás olvidaría Horillo lo primero que hicieron cuando recobraron la fuerza necesaria para levantarse. Se arrojaron a los pesebres de los caballos de la Guardia Civil «como un par de perros hambrientos». Apartando a puñetazos las cabezas de los caballos, recogieron los restos de avena y de salvado para llevarlos a sus propias y hambrientas bocas.

Diez días permanecieron encerrados en el establo. El único alimento que Cara de Tomate les daba era el que compartían con los caballos: avena y agua. Y siguieron comiendo como animales, sustrayendo puñados de avena del pesebre. Para beber agua, metían la boca en los mismos cubos herrumbrosos empleados por los caballos. Por la noche, buscaban el rincón que les parecía menos empapado de orines y de estiércol, extendían una capa de paja y se echaban a dormir. Durante el día, permanecían hoscamente agazapados en el patio descubierto del establo.

Llevaban allí casi una semana cuando, un día, Horillo vio rebotar un panecillo sobre las baldosas, delante de sus pies. Un momento después, un disco de color rojo anaranjado, semejante a una tajada de anguila, chocó sobre las piedras, junto al pan. Era un pedazo de chorizo.

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