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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (37 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Los dos chicos miraron asombrados hacia arriba. Nada había sobre la pared desnuda, salvo un par de ventanas situadas a unos ocho metros encima de ellos. Pero estas ventanas estaban vacías y oscuras.

La cosa se repitió en los días sucesivos. A veces era una naranja, un pedazo de queso o una zanahoria. Pero todos los días, en el momento menos pensado, caían los misteriosos regalos a sus pies, como maná ofrecido por un invisible pero asiduo protector. Esta súbita lluvia de alimentos servía al menos para mitigar un poco el dolor de los estómagos hambrientos y hacían soportable la estancia en el corral de Cara de Tomate.

Por último, un día o dos antes de su puesta en libertad, Horillo descubrió quién era su bienhechor. Dio la casualidad de que miró hacia la pared del cuartel de la Guardia Civil en el momento en que un pedazo de pan describía un arco en su dirección. En la ventana abierta de donde procedía éste, percibió la imagen fugaz de la esposa de Cara de Tomate. Ésta, disgustada por el comportamiento de su marido, aprovechaba sus ausencias para arrojar a los jóvenes presos algunas sobras de su propia cocina.

Pero ni la penosa estancia en el corral de Cara de Tomate disuadió a Manolo y a Horillo de seguir yendo a los campos. Furioso, y apremiado constantemente por don Félix, Cara de Tomate resolvió dar al problema una solución más duradera. En la primavera de 1954, Manolo Benítez cumplió dieciocho años. Poco después, se observó el hurto de un saco de fruta de una higuera situada cerca del convento de Santa Clara, Cara de Tomate hizo detener a Manolo, acusándole del delito, y lo envió a Córdoba, donde el muchacho comenzó su vida de adulto cumpliendo tres meses de arresto, por vago, en la misma cárcel de Miraflores donde su padre había gastado las últimas energías de su vida.

R
ELATO DE
M
IGUEL
C
ASTRO,

PRESO
68.753
DE LA CÁRCEL DE
M
IRAFLORES

Recuerdo que el día que lo trajeron llevaba pantalón caqui y chaqueta de color de chocolate. Sus cabellos eran tan largos que apenas dejaban ver su cara. Lo hicieron avanzar por el pasillo y se detuvieron ante mi camastro. Le empujaron hacia la litera que estaba debajo de la mía.

—Ocuparás ésta —le dijeron.

Éramos aproximadamente un centenar los que estábamos en aquella sala. No había asesinos. A éstos los tenían en otra parte de la cárcel. La nuestra era la sala común número 3. Era una enorme habitación de paredes de piedra, con literas dobles de madera a su alrededor. Cada litera tenía un colchón de paja y una manta. Una sola bombilla colgaba del techo y permanecía encendida toda la noche. Fuera, estaba el patio, el patio común número 3, y en él pasábamos el día. Yo llevaba allí más de seis meses cuando llegó él. Tenía que cumplir un año y medio de prisión, por haber hurtado un saco de maíz al hombre para el cual yo trabajaba en Córdoba.

Desde el primer momento me pareció simpático, aunque aquellos primeros días hablaba muy poco. Le pregunté de dónde venía. «De Palma», dijo. Y no quiso añadir más.

Una noche, dos días más tarde, yo no podía dormir. Oí un ruido, como de alguien que arrastrara los pies y murmurara por lo bajo. Me incorporé y miré hacia el pasillo. Allí estaba el muchacho de Palma, plantado bajo la amarillenta bombilla, con su manta en la mano y jugando a torero en medio de la sala.

Murmuraba: «¡Eh, toro! ¡Eh, toro!», y movía la manta hacia atrás y hacia delante, como si estuviese lidiando un toro en la cárcel de Miraflores. Nunca olvidaré aquel espectáculo. A su alrededor, roncaban las sombras de los otros presos, y él, plantado a solas bajo la extraña luz amarilla, seguía jugando a torero, como si la sala común número 3 fuese la mayor plaza de toros del mundo. Entonces vio que le estaba observando y se detuvo. Se acercó a mí, un poco avergonzado, y me dijo:

—Los toros me traen loco.

Era lo mejor que podía decirme. Yo también era aficionado a la fiesta. Desde entonces fuimos amigos. Siempre estábamos juntos.

Nuestra vida carcelaria era muy simple. Nos hacían levantar a las siete. A la una, nos daban la primera comida: agua caliente y garbanzos machacados. La segunda comida se servía a las siete de la tarde: la llamaban sopa, y era un poco de agua caliente con unos cuantos huesos. Esto era todo. No teníamos que hacer ningún trabajo; sólo barrer el suelo una vez a la semana.

Pasábamos el tiempo paseando por el patio o sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, hablando siempre de toros. Por la tarde, dedicábamos horas enteras a ensayar pases con nuestras mantas. De noche, tumbados en la penumbra, hacíamos proyectos para cuando saliésemos de allí y nos convirtiésemos en toreros. Manolo se compraría un coche, el mayor coche que pudiera encontrar, y pasearía en él, arriba y abajo, por delante del cuartel de la Guardia Civil de Palma.

Me dijo lo que había sido su vida en Palma, donde nunca había nada que comer. Yo conocía también esta canción. En mi familia había cinco hijos menores, y, si me pillaron con aquel saco de maíz, no fue porque me gustara pasearme por Córdoba con un saco a la espalda.

Siempre que él se refería a Palma, me hablaba de su hermana. Sus padres habían muerto, y era ella la que cuidaba de los chicos. Siempre estaba llorando, me dijo, porque siempre pasaban hambre. Me llamó la atención que dijera esto, porque quería más a su hermana que yo a mis padres. Si quería convertirse en un gran torero era por su causa, para sacarlos a todos de la miseria.

Una noche, me dijo una cosa que siempre recordaré.

Todavía me parece oírle, tendido en su camastro, murmurándome en la oscuridad:

—Miguelito, voy a secar las lágrimas de mi hermana.

A pesar de la promesa de su hermano, las lágrimas de Angelita no iban a secarse tan pronto. Había esperado que la estancia de aquél en la cárcel de Miraflores le apartase de los toros. Pero se equivocó. No bien hubo vuelto a la calle de Belén, Manolo, con Horillo, volvió a las andadas. Sin embargo, esta vez resolvieron librarse de las vigilantes patrullas de Cara de Tomate, buscando pastizales más alejados de las afueras de Palma del Río. Permanecían dos o tres días ausentes, probando suerte en cortijos del valle del Guadalquivir abajo, y volvían, tan misteriosamente como se habían marchado, sucios, hambrientos y a menudo llevando todavía abiertas las heridas de su encuentro nocturno con un toro. Gradualmente, sus ausencias se fueron prolongando.

«Un día —recordaba Angelita—, pareció que se habían marchado para siempre. La cosa empezó como las otras veces. Al volver yo de mi trabajo, me encontré con que habían desaparecido, con la ropa que llevaban puesta, sin decir una palabra a nadie. Pasaron días, semanas y meses sin que yo tuviera noticias de mi hermano. Era imposible saber dónde se hallaba ni lo que estaba haciendo. No sabía si estaba en la cárcel, en el hospital o en la tumba. Todas las noches iba a ver a Ana Horillo y le preguntaba si tenía noticias.

»Ana Horillo sabía leer y cada noche compraba el periódico. No sé de dónde sacaba el dinero para ello; creo que incluso se privaba de comer para comprarlo. Lo leía porque pensaba que podía traer noticias de ellos; no las crónicas taurinas, para ver si habían conseguido uno de los grandes triunfos de que siempre estaban hablando, sino las reseñas de accidentes y detenciones, para saber si estaban muertos o en la cárcel. Sin embargo, las únicas noticias que tuvimos nos las dio un conductor de camión, el cual dijo que los había visto caminando por una carretera en las afueras de Huelva.

»Así transcurrieron siete meses, siete meses sin saber si mi hermano estaba vivo o muerto. Después, una noche, oí que llamaba a la puerta».

R
ELATO DE
J
UAN
H
ORILLO

No hay camino, ni campo, ni plaza de pueblo, en esta tierra andaluza quemada por el sol, que no conozca nuestros pasos vagabundos. Durante meses, recorrimos nuestra región, sus valles y sus llanos, sus montes y sus playas, en busca de la aventura. No había un solo ganadero en toda Andalucía, ni siquiera don Eduardo Miura, cuyos pastos no conociésemos, cuyos animales no hubieran pasado por delante de nuestras capas.

Éramos libres como las águilas. A veces viajábamos en camiones de grano, de madera o de ganado; en una ocasión, lo hicimos sentados en medio de un cargamento de cabras. Otras veces, caminábamos días enteros, mendigando un pedazo de pan o una salchicha en las casas de campo que hallábamos en nuestro camino. Robábamos fruta de los árboles y verduras de los campos, y aprendimos a deslizamos en los corrales y a estrangular a una gallina con los dedos antes de que pudiera hacer el menor ruido.

En ocasiones, viajábamos en tren. Si era un tren de pasajeros, nos ocultábamos en los lavabos o trepábamos al techo cuando pasaba el revisor. Conocíamos los trenes de mercancías como los propios ferroviarios. Sabíamos dónde ocultarnos, cómo buscar un vagón abierto y cómo encaramarnos a él. Conocíamos los horarios de salida y las estaciones del trayecto. Incluso teníamos nuestros trenes predilectos, como El pescador, que salía diariamente de Cádiz a las diez de la noche y se dirigía a Madrid para abastecer de pescado a la capital. Conocíamos esta Andalucía tan bien como las calles de Palma del Río.

A veces, dormíamos en el campo junto a una fogata. Otras, encontrábamos una choza de piedra o una barraca donde dormir. Otras, un granjero nos permitía hacerlo en el establo o en el henil. Trabajábamos cuando era necesario, un día aquí, otro día allá. Mendigábamos cuando podíamos, extendiendo nuestra capa en la plaza de los pueblos, junto a un letrero que decía que éramos toreros y teníamos hambre. La gente dejaba en nuestra capa un tomate, un huevo, una peseta o unos céntimos.

Aprendimos a vivir en los campos. Comíamos bellotas y piñones, espárragos silvestres, acederas y cardillos. En los días peores, comíamos la misma hierba que los toros. Aprendimos las hierbas que teníamos que machacar y aplicar sobre las heridas para contener la hemorragia, si nos pillaba un toro. En invierno, cuando llegó el mal tiempo y empezamos a resfriarnos, aprendimos a quemar hojas de eucalipto y a respirar el humo para curarnos. Fue nuestra temporada de aventuras. Manolo Benítez aprendía a torear, y yo era su alma.

Amargos fueron los frutos de estas aventuras. Recorrieron el barrio gitano de Triana, en Sevilla, dejaron atrás las tierras marismeñas de Huelva y las murallas revestidas de algas de Cádiz, la ciudad donde antaño se habían hecho a la mar otros jóvenes aventureros en busca del oro de los incas y de los tesoros de Moctezuma. Recorrieron los callejones árabes de Granada, los desolados campos de Extremadura, los viñedos de Jerez. Eran dos vagabundos entre otros muchos de su especie, escuálidas figuras tostadas por el sol hasta adquirir el tono oscuro de la tierra, discurriendo a tropezones por los mismos pueblos encalados y por los mismos peligrosos campos, persiguiendo todos idéntico milagro en una región donde los milagros se habían acabado con el último prodigio de su cansado suelo.

Los llamaban maletillas, por el hatillo que llevaban colgado del hombro. Como Manolo y Horillo, como el imaginario héroe Currito de la Cruz, corrían detrás del espejismo del ruedo. No faltaban en ningún rincón de Andalucía. En esta tierra de repiqueteantes castañuelas, del flamenco, de las elegantes mantillas de blonda y de los patios con azulejos y frescos surtidores, constituían el reverso de la imagen que a menudo se forjan de España los turistas, considerándola un mundo encantado. Era un testimonio vivo de la pobreza y del malestar de Andalucía.

A mediados de los años cincuenta, mientras sus vecinos empezaban a conocer una prosperidad sin precedentes, España, y particularmente Andalucía, permanecían ancladas en el pasado. En el momento en que las autoridades de un pueblo podían concentrar sus energías en un par de jóvenes descarriados que aspiraban a mejorar sus condiciones de vida, España esperaba la producción de su primer automóvil. La televisión era aún desconocida. El setenta y cinco por ciento de sus hogares no tenían cuarto de baño, y menos del veinte por ciento poseían agua corriente. La producción agrícola apenas había alcanzado los niveles anteriores a 1936.

Como resultado de todo ello, millares de jóvenes, como Manolo y Horillo, recorrían España. Sin embargo, los caminos que seguían conducían a Madrid, a Bilbao, a Barcelona y, más allá, a las minas de carbón, a los altos hornos y a las fábricas de la Europa occidental. Medio millón de ellos se marcharían de Andalucía, movidos por el hambre y un sistema de propiedad de la tierra tan arcaico que cuatro mil hombres, el dos por ciento de los terratenientes andaluces, eran los dueños de dos tercios de sus cosechas. A millares se arracimaban en las brumosas ciudades del acero del Ruhr, en los tiznados y tristes pueblos mineros del Sarre, soñando en el sol y en la España que habían dejado a su espalda a cambio de una paga semanal en una fábrica extranjera.

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