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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (16 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Cada avance de estas columnas nacionales provocaba una oleada de evacuados, amigos y parientes de los defensores de la República, que huían. Llegaban a cientos a Palma del Río. Se arrastraban por la calle de la Portada, la calle mayor de Palma, exhibiendo su miseria ante las enjalbegadas casas de los impresionados y atemorizados vecinos. Eran ancianos y mujeres, derrumbados en carros o carretillas, empujados sobre el empedrado por sus fatigados retoños; niños aferrados al cuello de sus rendidas y ojerosas madres; enfermos envueltos en harapos. Algunos llegaban en carritos tirados por burros. Unos pocos, más afortunados, iban en bicicleta. Pero la mayoría avanzaban a pie, deshilachadas sus alpargatas de cáñamo.

Dormían en las calles, apretando entre sus cansados brazos lo poco que habían podido salvar de sus abandonados hogares. El pueblo compartía con ellos lo almacenado en su Economato y la carne de la maltrecha manada de toros bravos de don Félix. Con incrédulo terror, los palmeños escuchaban sus letanías de las matanzas cometidas por las tropas nacionales en cada población en la que entraban. Para Palma del Río, su llegada anunciaba la realidad de que se habían acabado las celebraciones y había llegado la hora de luchar.

Las columnas de evacuados proporcionaban también nuevos reclutas a la columna de seiscientos milicianos de Palma. Gradualmente, fue aumentando el número de hombres de Juan de España, hasta alcanzar casi la cifra de dos mil.

Enardecido, el joven hijo del colchonero resolvió lanzar un contraataque. Precedidos de una caballería improvisada a base de caballos requisados en las fincas aledañas de Palma, los hombres de Juan de España atacaron el vecino pueblo de Peñaflor. Tuvieron setenta bajas, entre muertos y heridos y, terminada su acción ofensiva, regresaron a Palma.

Con su milicia incrementada por los evacuados, Palma se había convertido en la principal plaza fuerte del valle del río. Los nacionales la llamaban ahora Palma la Roja. Juan de España amenazó con fusilar a los nerviosos vecinos que escucharan los discursos de Queipo de Llano por Radio Sevilla. Sus milicianos levantaron barricadas en la población. Sus chamuscados campanarios se convirtieron en puestos de vigilancia. Los hombres talaron olivos viejos de siglos para cerrar los accesos al pueblo. Las casas próximas fueron convertidas en reductos. La muralla árabe de Palma, que había hecho frente a los caballeros de la Reconquista fue reforzada con sacos terreros para resistir a una nueva generación de conquistadores. Una y otra vez, los hombres se gritaban el
slogan
llevado por el viento del estío a lo largo de los callejones de la población: «No pasarán».

Pronto llegó desde el Sur y el Oeste el ruido de los primeros disparos. Para cuarenta y dos palmeños, este ruido fue un toque de rebato, la aciaga señal de que ha bían de salir de los sótanos del Ayuntamiento. Encadenados en grupos de a cuatro, fueron metidos en un camión y llevados al cementerio de Palma, blanco recinto vallado emplazado en medo de un trigal, más allá de las puertas del pueblo. Allí fueron bajados del camión, desatados y obligados a cavar una fosa en un rincón del cementerio.

Al teñirse la noche con las primeras luces grises de la aurora, comenzaron las ejecuciones. El sargento Emilio Patón, el hombre que soñaba en retirarse a las playas de Galicia, fue el primero en caer. Después siguieron sus guardias, uno a uno. A continuación, Ángel Romero, el barbero del pueblo y sus hermanos. Sólo faltaba un preso, Blanca de Lucia Ortiz, la farmacéutica, encarcelada por su labor en la Acción Católica. Su sexo le había valido el privilegio de una ejecución y un entierro especiales en la orilla del Guadalquivir.

Antes de cada descarga, don Juan Navas, el párroco, se acercaba al borde de la fosa y murmuraba una apresurada absolución al feligrés condenado. Pronto se llenó la fosa común con cuarenta cuerpos, algunos de los cuales se retorcían aún en los últimos espasmos. Don Juan se había quedado solo. Cerró su breviario, inclinó la cabeza para una rápida oración y se acercó al borde de la zanja. Después se volvió y levantó los ojos, mirando a sus verdugos. Detrás de él, el cielo mañanero tenía una blancura lechosa, y la negra sotana que envolvía la erecta figura se destacaba sobre el horizonte. Una voz surgió del círculo de figuras plantadas delante de él.

—Don Juan —dijo—, no le matamos por lo que ha hecho. Usted siempre fue bueno para el pueblo. Le matamos por lo que defiende.

El cura suspiró.

—Hijos míos —dijo—, la sangre traerá más sangre. Dentro de unos días, también vosotros pereceréis aquí por vuestros crímenes.

Con triste y lento ademán, dio la última bendición de su vida a los hombres reunidos para matarle. Algunos de ellos, olvidando por un instante la misión que les había llevado al cementerio, se santiguaron con él. Después retumbaron los disparos y el cuerpo de don Juan cayó en la zanja.

El comandante se puso en pie sobre el Hillman azul y observó la abigarrada columna que estaba formando detrás de él en la plaza Mayor del pueblo de Écija, a treinta y dos kilómetros al sur de Palma del Río. Llevaba en el bolsillo de la guerrera un pedazo de papel azul, una orden de puño y letra del general Queipo de Llano. Esta orden representaba el inconsciente cumplimiento de la profecía de don Juan Navas en el cementerio. En ella se ordenaba al comandante Manuel Baturone, liberador de Andalucía, que añadiese a la serie de sus conquistas la de la última plaza fuerte republicana entre Sevilla y Córdoba, el pueblo de Palma del Río.

Baturone tenía en la mano el mapa de carreteras Michelin, que se proponía utilizar para encontrar el camino de Palma la Roja. Gallardamente, agitó el mapa en dirección a su columna, y su abigarrada tropa emprendió la marcha. El coche fúnebre municipal de Écija le servía de ambulancia. El agua era llevada en un camión cisterna que todavía lucía el nombre de la compañía de petróleos a la que había sido requisado. El Hillman azul del propio Baturone era regalo de un falangista agradecido de uno de los pueblos liberados. Detrás, venía un heterogéneo desfile de marcas de automóviles: Ford modelo A, Chevrolet, Fiat, e incluso un majestuoso y viejo Duisenberg.

Sus soldados iban encaramados en camiones rurales y vehículos de reparto, algunos de los cuales humeaban como locomotoras bajo el calor del mes de agosto. En vanguardia, marchaban trescientos hombres de su propio batallón de Cádiz. Para reforzarlos, había reunido una colección de guardias civiles de Écija, falangistas y requetés. Avanzaban detrás de su columna en bicicletas, montados en muías o a pie, luciendo gorro azul de falangista, boina encarnada o camisa caqui, o sin más distintivo que un brazal alrededor del bíceps. Las mujeres corrían detrás de ellos arrojándoles flores, besos, o brindándoles un último trago de vino.

Detrás de todos, cabalgando orgullosos, como si desfilasen por la Feria de Sevilla, iban los tres grandes terratenientes de Palma: los hermanos Martínez y don Félix Moreno. Erguido y soberbio, con una enorme pistola al cinto, don Félix se disponía a vengar a sus toros bravos. Cinco siglos después de El Cid, el señor feudal de Palma se echaba al campo para la reconquista de su particular rincón de la nación hispana.

Los dedos del centinela apretaron los anteojos desmontables que tenía enfocados hacia el Sur, a lo largo del curso del Genil. Desde su puesto de vigía en el campanario de la iglesia de la Asunción, de Palma del Río, cuya base aparecía ennegrecida por las llamas del Frente Popular, el carpintero Adolfo Santaflor acababa de divisar los primeros camiones de la columna de Écija que avanzaba hacia Palma entre una nube de polvo. El carpintero dejó a un lado los anteojos y agarró la pesada cuerda que colgaba de la campana encima de él. Con golpes firmes y regulares, Santaflor empezó a tocar la campana que tantas veces había llamado a misa o tocado a muerto por algún feligrés. Ahora, sus fuertes campanadas señalaban otra defunción, la del paraíso proletario instaurado por tan breve tiempo por Juan de España en la pequeña población que se extendía a sus pies.

Momentos más tarde, al observar por primera vez un objetivo colocado ante él, el comandante Baturone se sintió sorprendido. Brillantes llamas de color naranja surgían en una docena de sitios, a lo largo de la base de la muralla árabe de Palma. A través de sus propios anteojos, Baturone vio a los lugareños corriendo con antorchas encendidas a lo largo del pie de la muralla. Como primera acción defensiva, prendían fuego a los trigales que se extendían desde las puertas de Palma hacia la columna que avanzaba. En pocos minutos, las aisladas llamaradas se convirtieron en una baja barrera de fuego que devoraba la ración anual de pan de los palmeños mientras avanzaba en dirección a la tropa. Sorprendidos, los paisanos que habían entre ésta empezaron a alarmarse.

Baturone les tranquilizó. Agradecía su táctica a los defensores aficionados de Palma. Su desesperada acción daba al veterano de las guerras del Rif una oportunidad para apoderarse del pueblo por sorpresa. Reuniendo a los voluntarios civiles que encontró a su alrededor, Baturone les ordenó que aprovechasen la columna de humo levantada por el fuego para trasladarse a un olivar situado a menos de ochocientos metros de la muralla de Palma. Después, apostó en el olivar a unos cuantos tiradores de primera de sus tropas, para que hiciesen fuego de cobertura, y ordenó a sus voluntarios que atacasen cruzando el todavía humeante trigal.

El recuerdo de su patético ataque perduraría siempre en la mente de Baturone. Casi todos eran chiquillos, y algunos de ellos llevaban fusiles casi más grandes que ellos mismos. De vez en cuando, un agudo grito indicaba que un joven pie se había posado sobre un hierbajo todavía ardiente. Incorporándose y agachándose, tal como él les había dicho que hicieran, avanzaron por el campo, saltando como conejos en un prado en busca de refugio. A doscientos metros de las fortificadas puertas de Palma, se detuvieron, clavados en el suelo por el miedo, sin atreverse a avanzar ni a retroceder. Se había extinguido el triunfal entusiasmo de la mañana. Entre los gritos de socorro de sus heridos, permanecieron agazapados bajo el ardiente sol durante lo que les pareció que eran muchas horas, antes de hacer el necesario acopio de valor para batirse en retirada. «No sabíamos nada —contó uno de ellos más tarde—. Éramos
boy-scouts
jugando a un juego de hombres».

El comandante Baturone comprendió que tendría que utilizar a sus tropas profesionales para conquistar Palma. Una segunda columna de voluntarios se había reunido con la suya, cerrando el camino de los de Palma por el Oeste. Baturone resolvió ocupar el cementerio del pueblo, a doscientos metros al este de Palma, dejando en manos de los rojos una salida de la población: el puente romano sobre el Guadalquivir. Baturone ordenó a sus soldados que se preparasen para tomar el pueblo después de hacerse de noche.

Dentro de la población amurallada se había desvanecido el primitivo ardor bélico, y sus defensores empezaban a experimentar el miedo de la derrota. Algunos de ellos habían emprendido ya la huida por el puente. Como otros muchos españoles en aquel cruel verano de 1936, los habitantes de la pequeña villa andaluza de Palma del Río pasarían muy pronto por la amarga ordalía de los evacuados.

R
ELATO DE
A
NGELITA
B
ENÍTEZ

Lo que más recuerdo de la guerra es aquella noche en que se marcharon los hombres, la noche en que se marchó mi padre. Durante el día, hubo lucha en el pueblo. Pensamos que bombardeaban Palma, pero no fue así; sólo eran truenos. Recuerdo que mi madre nos obligó a permanecer en casa. Oíamos el tiroteo en el exterior. Manuel, el pequeñín, y Carmela, no hacían más que llorar. En una ocasión, mi madre salió en busca de mi padre. Cuando volvió estaba llorando. Pensé que lloraba porque mi padre había muerto, pero, en realidad, lloraba porque no sabía qué hacer.

Mucha gente se marchaba. Se marchaban porque los de otros pueblos les habían dicho que los soldados matarían a todos los que se habían manifestado en favor de los socialistas. Decían que matarían a todos los que hubiesen estado en la Casa del Pueblo. Decían que había regulares, soldados moros, y que mataban a la gente a cuchilladas. Una mujer le contó a mi madre que, en Lora del Río, habían clavado un niño pequeño en una puerta. Ella obtenía todas aquellas noticias del carbonero que escuchaba Radio Madrid en la Casa del Pueblo. No sé si era verdad, pero esto era lo que decía la gente en aquellos tiempos.

Ana Horillo se marchaba. Tal vez mi madre quería hacerlo también. Pero, ¿cómo podía marcharse? Manolo acababa de nacer. La pequeña Carmela no podía andar. Por consiguiente, mi madre no podía marcharse. Tenía que quedarse en el pueblo. Quizá por esto lloraba aquella noche.

Aquella noche, todo el mundo corría por las calles. Todos se gritaban los unos a los otros. Nadie sabía lo que pasaba. Aquella noche no había luz eléctrica en el pueblo; sólo velas.

Me desperté a medianoche. Todo estaba a oscuras y oí ruido de gente que corría en el callejón de nuestra casa. Oí que los hombres llamaban a las puertas de las casas, avisando a todos para que salieran y gritándoles: «¡Ya vienen, ya vienen!» El ruido de aquellos hombres que golpeaban las puertas se fue acercando a nuestra casa. Después oí que algunos gritaban en el patio, y alguien abrió nuestra puerta de un empujón y chilló: «¡Renco, ven!»

Mi padre se levantó de la cama y se puso la chaqueta de cuero y las botas de trabajo. Nos besó a todos. Levantó a Manolo, que era su hijo menor, y lo estrechó contra su pecho. A mí, me dijo: «Volveré, Angelita», y se marchó.

Durante largo rato, pude oír el ruido de los hombres que corrían por la calle. Después, este ruido se perdió en la lejanía y ya no oí nada más. El único ruido que quedó flotando en el aire fue el llanto de mi madre, que sollozaba a solas en la oscuridad.

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