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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (4 page)

BOOK: Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón
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Algunos de ellos sin duda eran antepasados suyos, y tarde o temprano averiguaría cuáles eran. Mientras tanto, le encantaba todo... las muchachas flirteando, los ancianos quejándose, las mujeres cansadas pegando a niños malcriados. ¡Oh, aquellos niños! Aquellos niños hambrientos llenos de vida y cubiertos de hongos, demasiado jóvenes para saber que eran pobres y demasiado pobres para saber que no todos en el mundo se levantaban con hambre por la mañana y se acostaban igual por la noche. ¡Eran tan vitales, tan despiertos!

En unas pocas semanas, Tagiri se topó con el problema significante. Después de observar a unas docenas de muchachas tonteando, sabía que todas las chicas de Ikoto tonteaban más o menos de la misma forma. Después de observar unas pocas docenas de castigos, amenazas, peleas y caricias entre los niños, se dio cuenta de que había visto todas las variantes de castigos, amenazas, peleas y caricias que podría ver. Aún no se había encontrado ningún medio para que los ordenadores de Tempovisión reconocieran la conducta humana inusitada e impredecible. Ya había sido bastante difícil programarlos para que reconocieran el movimiento humano; en los primeros días, los vigilantes del pasado habían tenido que observar interminables paisajes y bandadas de aves y grupos de lagartos y ratones antes de poder ver unas cuantas interacciones humanas.

Tagiri encontró su propia solución: una solución minoritaria, pero los que la observaban no se sorprendieron de que fuera una de las que emprendían esta ruta. Donde la mayoría de los vigilantes del pasado recurrían a aproximaciones estadísticas en su investigación, llevando la cuenta de distintas conductas y escribiendo luego trabajos sobre pautas culturales, Tagiri tomó el camino contrario, y empezó por seguir a un individuo desde el principio hasta el final de su vida. No buscaba pautas, sino historias.

Ah —dijeron sus observadores—. Será una biógrafa, son sus vidas, no sus culturas, lo que estudiará para nosotros.

Entonces su investigación dio un giro que sus superiores solo habían visto en contadas ocasiones anteriormente. Tagiri ya había retrocedido seis generaciones en la familia de su madre cuando abandonó su estrategia biográfica y, en vez de seguir a cada persona desde el nacimiento hasta la muerte, empezó a seguir a mujeres concretas hacia atrás, desde la muerte hasta el nacimiento.

Tagiri empezó a hacer esto con una anciana llamada Amami, estableciendo su tempovisor para que mantuviera puntos de observación cambiantes que siguieran a Amami atrás en el tiempo. Eso significaba que excepto cuando interrumpía su programa, Tagiri era incapaz de encontrar sentido a las conversaciones de la mujer. Y en vez de causa y efecto desplegándose en la pauta lineal normal, buscaba constantemente el efecto primero, y luego descubría la causa. En su vejez Amami caminaba con una pronunciada cojera; sólo después de seguirla hacia atrás en el tiempo descubrió Tagiri el origen de la cojera, cuando una Amami mucho más joven yacía sangrando en su camastro. Después pareció arrastrarse hacia atrás apartándose del camastro hasta que se desencogió y se puso en pie para enfrentarse a su marido, que parecía apartar bruscamente su bastón de su cuerpo una y otra vez.

¿Y por qué la había golpeado? Unos cuantos minutos de retroceso le dieron la respuesta: Amami había sido violada por dos fornidos hombres de la cercana aldea de Lotuko cuando iba a por agua. Pero su marido no podía aceptar la idea de que se tratara de una violación, pues eso habría significado que era incapaz de proteger a su esposa; eso habría requerido que él emprendiera algún tipo de venganza, lo que habría puesto en peligro la frágil paz entre Lotuko y Dongotona en el valle del Koss. Así que, por el bien de su tribu y para proteger su propio ego, tuvo que interpretar la historia de su llorosa esposa como mentira y asumir que de hecho se había comportado como una prostituta. La golpeaba para que le entregara el dinero que había cobrado, aunque para Tagiri estaba claro que sabía que no había ningún dinero, que su amada esposa no era ninguna prostituta, que de hecho estaba siendo injusto. El obvio sentido de la vergüenza del marido por lo que hacía no parecía suavizar las cosas para ella. Era más brutal que ningún otro hombre que Tagiri hubiera visto en la aldea... innecesariamente, y continuó golpeándola con el bastón hasta mucho después de que ella gritara y suplicara y confesara todos los pecados jamás cometidos en el mundo. Como la castigaba no porque creyera en la justicia de su acción sino para así convencer a los vecinos de que creía que su esposa se lo merecía, se le fue la mano. Se le fue la mano, y luego tuvo que ver a Amami cojeando durante el resto de su vida.

Si alguna vez pidió perdón, o lo dio a entender siquiera, fue algo que Tagiri no llegó a ver. Había hecho lo que un hombre tenía que hacer para mantener su reputación en Ikoto. ¿Cómo iba a lamentar eso? Amami podía cojear, pero tenía un marido honorable cuyo prestigio no había menguado un ápice. No importaba que incluso la semana anterior a la muerte de Amami, algunos de los niños pequeños de la aldea todavía la siguieran, burlándose de ella con las palabras que habían aprendido de la hornada anterior de niños:

—¡Puta de Lotuko!

Cuanto más empezaba Tagiri a preocuparse e identificarse con la gente de Ikoto, más comenzaba a vivir en el flujo temporal de atrás hacia adelante. Cuando contemplaba las acciones de otras personas, dentro y fuera del tempovisor, en vez de esperar a ver los resultados de las acciones, esperaba ver las causas. Para ella el mundo no era un futuro potencial esperando su manipulación; para ella, era un conjunto irrevocable de resultados, y todo lo que podía encontrarse eran las causas irrevocables que conducían al momento presente.

Sus superiores advirtieron esto con gran curiosidad, pues aquellos novicios que habían experimentado con el flujo temporal hacia atrás en el pasado normalmente renunciaban muy pronto a seguir, ya que resultaba sumamente desorientador. Pero Tagiri no renunció. Volvía atrás y atrás en el tiempo, recorriendo la vida de las ancianas hasta el vientre de sus madres, y luego siguiendo a éstas, una y otra vez, encontrando la causa de todo.

Por ello se permitió que su período de noviciado se extendiera más allá de aquellos inseguros meses cuando aún adquiría soltura en el manejo del tempovisor y encontraba su camino en el problema significante. En vez de darle una misión en alguno de los proyectos en curso, le permitieron continuar explorando su propio pasado. No dejaba de ser una decisión muy práctica, naturalmente, pues al ser una buscadora de historias en vez de una buscadora de pautas no encajaba en ninguno de los proyectos en marcha. A los buscadores de historias normalmente se les permitía seguir sus propios deseos. Sin embargo, la continuada observación hacia atrás de Tagiri la convertía no en una novicia inusitada, sino única. Sus superiores sentían curiosidad por ver adonde la conduciría su trabajo y qué escribiría.

No eran como Tagiri. Ella se habría observado a sí misma para descubrir, no adonde la llevaría su peculiar investigación, sino de dónde procedía.

Si se lo hubieran preguntado, habría pensado un instante y se lo habría dicho, pues era y siempre había sido extraordinariamente consciente de sí misma. «Fue el divorcio de mis padres», habría dicho. Le habían parecido perfectamente felices toda su vida; entonces, cuando Tagiri cumplió catorce años, se enteró de que iban a divorciarse y, de repente, toda aquella infancia idílica resultó ser una mentira, pues sus padres habían estado fingiendo todos aquellos años en una terrible y sañuda competición por la supremacía en el hogar. Había sido invisible para Tagiri porque sus padres ocultaban su perniciosa competitividad incluso el uno al otro, incluso a sí mismos, pero cuando nombraron al padre jefe de la Restauración de Sudán, lo que suponía situarlo dos niveles por encima de la madre en la misma organización, el odio por los logros mutuos emergió finalmente, desnudo y brutal.

Sólo entonces pudo Tagiri pensar en las crípticas conversaciones mantenidas durante los desayunos o las cenas, cuando sus padres se felicitaban mutuamente por diversos éxitos. En ese momento, perdida la ingenuidad, Tagiri recordaba sus palabras y advertía que habían estado clavando cuchillos en el orgullo del otro. Y así, en la cúspide de su infancia, súbitamente volvió a experimentar toda su vida hasta entonces, sólo que en sentido inverso, con el resultado claro en su mente, pensando hacia atrás y hacia atrás, descubriendo las auténticas causas de todo. Así había sido su vida desde entonces, mucho antes de que pensara en usar sus títulos universitarios de etnología y lenguas muertas para ingresar en Vigilancia del Pasado.

No le preguntaron por qué su flujo temporal corría hacia atrás, y ella no se lo dijo. Aunque se sentía vagamente incómoda porque aún no le habían encomendado ninguna misión, Tagiri también se alegraba, pues estaba jugando al juego más grande de su vida, resolviendo rompecabezas tras rompecabezas. ¿No se había casado muy mayor la hija de Ama-mi? ¿Y no se había casado a su vez la hija de ésta demasiado joven y con un hombre que era mucho más testarudo y egoísta que el amable pero complaciente esposo de su madre? Cada mujer rechazaba las decisiones de la generación anterior, sin comprender nunca los motivos que regían la vida de su madre. Felicidad para una generación, miseria para la siguiente. Todo se remontaba hasta una violación y una paliza injusta a una mujer triste. Tagiri había oído cada una de las reverberaciones antes de dar por fin con la campana; había sentido todas las olas antes de acabar por descubrir la piedra lanzada a la laguna. Igual que había hecho en su propia infancia.

Todos los signos indicaban que seguiría una carrera extraña e intrigante. A su expediente personal le adjudicaron el raro status de una etiqueta plateada, lo que indicaba a cualquiera que tuviera autoridad para reasignarla que la dejaran en paz o la animaran a continuar con lo que estuviera haciendo. Mientras tanto, sin que ella lo supiera, se le asignaría un monitor permanente para seguir todo su trabajo. De este modo, si se daba el caso (como a veces sucedía con los extraños) de que nunca publicara, tras su muerte podría hacerse un informe sobre el trabajo de su vida, por si tenía algún valor. Sólo cinco personas tenían una etiqueta plateada en sus expedientes cuando Tagiri consiguió este estatus. Y Tagiri era la más extraña de todas.

Su vida podría haber continuado de esa forma, pues no permitía que nada externo interfiriera en el camino que ella seguía de modo natural. Pero al segundo año de su investigación personal, se topó con un acontecimiento en la aldea de Ikoto que la apartó de un sendero y la lanzó a otro, con consecuencias que cambiarían el mundo. Retrocedía a través de la vida de una mujer llamada Diko. Más que ninguna otra mujer que hubiera estudiado, Diko se había ganado el corazón de Tagiri pues, yendo hacia atrás desde el día de su muerte, había percibido en ella un aire de tristeza que la hacía parecer una figura de tragedia. Los que la rodeaban lo sentían también: la trataban con gran reverencia y a menudo le pedían consejo, incluso los hombres, aunque no era una de las profetisas y no ejecutaba más ritos sacerdotales que cualquier otro dongotona.

La tristeza permanecía, año a año, retrocediendo hasta su época de joven esposa, hasta que por fin dio paso a otra cosa: miedo, ira, incluso llanto. «Estoy cerca —pensó Tagiri—. Descubriré el dolor en la raíz de su tristeza.» ¿Se trataba también de alguna acción de su esposo? Resultaba difícil de creer, pues contrariamente al marido de Amami, el de Diko era un hombre amable y tranquilo, que disfrutaba de la posición de respeto que su esposa ostentaba en la aldea y nunca parecía buscar ningún honor para sí. No era un hombre orgulloso ni brutal. Y parecían, en sus momentos más íntimos, estar verdaderamente enamorados. Fuera lo que fuese lo que causó la tristeza de Diko, su marido era un consuelo para ella.

Entonces la ira de Diko se desvaneció y sólo quedó miedo. Toda la aldea se puso patas arriba, buscando, recorriendo los matorrales, el bosque y las orillas de los ríos en busca de algo que habían perdido. Alguien, más bien, pues no había posesiones entre los dongotonas que mereciera la pena buscar con tanto ahínco, si se perdían... Sólo los seres humanos tenían tanto valor, pues sólo ellos eran irreemplazables.

Y entonces, de repente, la búsqueda se desinició y por primera vez Tagiri pudo ver a Diko tal como podría haber sido: sonriente, riendo, cantando, el rostro lleno de auténtico placer ante la vida que los dioses le habían concedido. Pues allí, en la casa de Diko, Tagiri descubrió por primera vez la pérdida que la había sumido en una tristeza tan profunda durante toda su vida: un niño de ocho años, listo y avispado y feliz. Ella le llamaba Acho y le hablaba constantemente, pues era su compañero en el trabajo y en los juegos. Tagiri había visto madres buenas y madres malas en su paso a través de generaciones, pero nunca un deleite tal de una madre con su hijo, y de un hijo con su madre. El niño también amaba a su padre y aprendía de él todas las cosas de los hombres, como debía ser, pero el marido de Diko no era tan hablador como su esposa y su hijo primogénito, y por eso observaba y escuchaba; disfrutaba viéndolos juntos, y sólo ocasionalmente se unía a sus actividades.

Tal vez fue porque Tagiri había escrutado con tanto suspense a lo largo de tantas semanas, buscando la causa de la tristeza de Diko, o quizá porque había llegado a admirar y amar tanto a Diko durante su largo trato con ella. El caso es que no pudo hacer lo que había hecho antes y continuar sencillamente avanzando hacia atrás, hasta el momento en que Acho surgía del vientre de su madre, hasta el hogar infantil de Diko y su propio nacimiento. La desaparición de Acho había tenido demasiados ecos, no sólo en la vida de su madre, sino en las vidas de todos los miembros de la aldea, para que Tagiri dejara sin resolver el misterio de su desaparición. Diko nunca supo lo que sucedió a su hijo, pero Tagiri tenía los medios para averiguarlo. Y además, aunque eso significara cambiar de dirección y buscar hacia adelante en el tiempo durante una temporada, buscando no a una mujer, sino a un niño, seguía siendo parte de su investigación hacia atrás. Encontraría qué se llevó a Acho y causó la interminable pena de Diko.

Había hipopótamos en las aguas del Koss en aquellos días, aunque era raro encontrarlos tan río arriba. Tagiri temía ver lo que los aldeanos suponían: al pobre Acho destrozado y ahogado en las mandíbulas de un hosco hipopótamo. Pero no fue un hipopótamo. Fue un hombre. Un hombre extraño, que hablaba una lengua que Acho no había oído jamás, aunque Tagiri la reconoció de inmediato como árabe. La piel clara y la barba del hombre, su túnica y su turbante, todo resultó intrigante para el semidesnudo Acho, que había visto sólo a gente con la piel marrón oscura, excepto cuando un grupo de dinkas negriazules fue a cazar cerca del río. ¿Cómo era posible una criatura así? Al contrario que los otros niños, Acho no era de los que se daban la vuelta y huían. Así, cuando el hombre sonrió y le habló en su incomprensible jerigonza (Tagiri sabía que estaba diciendo: «Ven aquí, pequeño, no te haré daño»), Acho se quedó quieto e incluso sonrió.

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