Authors: Dan Simmons
y lamentos y reacias plegarias,
clamando una insurrección que podría volver
inseguro nuestro antiguo imperio, a pesar de estar construido
sobre la más antigua fe y sobre su coevo del infierno, el miedo.
Y aunque las maldiciones que lanzo al aire,
caen como nieve sobre picos desnudos, copo a copo,
y se adhieren a ellas, aunque bajo la noche de mi ira
el miedo se aferra paso a paso a los harapos de la vida
que las envuelven, como el hielo hiere los pies sin sandalias,
siguen siendo supremas sobre la miseria,
con aspiraciones, libres, aunque a punto de caer.
Zeus se pone en pie y el resplandor que surge de él es tan brillante que un millar de dioses inmortales y un hombre muy mortal que suda copiosamente dentro de un traje camaleónico (el hombre del traje invisible es bastante visible a la cámara de Hefesto y por tanto a todos los que están en el Tártaro) dan un vacilante paso atrás mientras Zeus continúa:
—Sirve el vino del cielo, hermoso Ganímedes,
y deja que llene las copas de Dédalo como fuego
y que del divino suelo entretejido de flores
broten triunfales todas las armonías
como rocío de la tierra bajo las estrellas del crepúsculo:
¡Bebed! Que el néctar recorra vuestras venas,
el alma de la dicha, vosotros, dioses de vida eterna,
hasta que la exaltación estalle en una amplia voz
como música de los vientos Elíseos.
¡Y vosotros quedaos a mi lado, velados en la luz
del deseo que os une a mí,
mientras me convierto en Dios Ascendiente,
en vuestro único Dios,
el único y verdadero Dios Omnipotente,
Dios Todopoderoso, verdadero Señor de toda la Eternidad!
Hefesto desconecta el proyector de cristal y bronce. La enorme ventana circular que conecta el Tártaro con el Salón de los Dioses en el Olimpo desaparece de la existencia y todo vuelve a ser ceniza, hollín, hedor y penumbra roja. Aquiles separa los pies, sopesa el escudo y empuña su cuchillo capaz de matar dioses oculto detrás. No tiene ni idea de lo que va a suceder a continuación.
Durante larguísimos instantes, no sucede nada. Aquiles espera gritos, chillidos, exigencias de que Hefesto demuestre que las imágenes y voces han sido reales, los titanes aullando, los grandes bichos curadores correteando por las rocas... pero no hay ningún movimiento, ningún sonido por parte de los cientos de figuras gigantescas que aún se congregan alrededor. El aire está tan cargado de humo, el resplandor rojo de la lava tan filtrado por las cenizas del aire, que Aquiles da en silencio gracias a los dioses (o a quien sea) porque las lentes de la termopiel que lleva le permiten ver lo está sucediendo. Echa un vistazo al Agujero Brana que, según Hefesto, Nyx (la diosa Noche misma) abrió para él. El Agujero sigue allí, a unos doscientos metros de distancia, quizás a quince de altura. Si la lucha comienza, si el Demogorgo decide devorar al dios enano y al héroe aqueo como tentempié, Aquiles planea correr hacia el Agujero Brana, aunque sabe que tendrá que abrirse paso entre gigantes y bestias cada paso del camino. Está preparado para hacerlo.
El silencio se prolonga. Vientos oscuros ululan entre los retorcidos peñascos y las formas sentientes aún más retorcidas. El volcán borbotea y eructa, pero el Demogorgo no emite ningún sonido.
Finalmente, habla.
—TODOS LOS ESPÍRITUS QUE SIRVEN AL MAL ESCLAVIZADOS ESTÁN: AHORA SABÉIS SI ZEUS LO ES O NO.
—¿El mal? —ruge Cronos el titán—. ¡Mi hijo está loco! Es el usurpador de todos los usurpadores.
Rea, la madre de Zeus, tiene una voz aún más fuerte.
—Zeus naufraga por propia voluntad. Es la escoria de la tierra y la hez del Olimpo. Tiene que sufrir el escarnio de su propio abandono. Debe retorcerse de dolor y colgar del infierno con sus propias cadenas adamantinas.
El Curador habla y Aquiles se sorprende de que su voz sea femenina.
—Zeus pretende demasiado. Primero ha imitado a los Hados y ahora se burla de ellos.
Una de las horas inmortales truena desde su rocoso precipicio:
—La caída no exige otro nombre más que éste: Zeus Usurpador. Aquiles se agarra al tembloroso peñasco que tiene más cerca, creyendo que el volcán que hay detrás del Demogorgo ha entrado en erupción, pero es sólo el rumor de los Seres reunidos.
El hermano de Cronos, el hirsuto titán Crío, habla desde donde se encuentra, en un torrente de lava.
—Este falsario debe hundirse bajo las olas de su propia ruina. Yo mismo ascenderé al Olimpo donde una vez reinamos y arrastraré a este ser vacío al infierno, aunque sea como un buitre y una serpiente se enroscan, enzarzados en una pelea inexplicable.
—¡Forma horrible! —le grita un auriga de muchos brazos al Demogorgo—. ¡Habla!
—DIOS MISERICORDIOSO REINA —repite la gigantesca voz del informe Demogorgo, y resuena por los picos y valles del Tártaro—. ZEUS NO ES DIOS TODOPODEROSO. ZEUS NO DEBE SEGUIR REINANDO EN EL OLIMPO.
Aquiles estaba seguro de que el velado Demogorgo carecía de miembros, pero de algún modo el gigante alza un brazo invisible un segundo antes y extiende algo que parecen dedos terribles.
El Agujero Brana situado a doscientos metros detrás de Hefesto se alza como obedeciendo una orden, flota sobre todos ellos, se ensancha y empieza a bajar.
—LAS PALABRAS SON RÁPIDAS Y LAS PALABRAS SON VANAS —truena el Demogorgo mientas el ardiente círculo rojo de llamas que todavía se ensanchan cae alrededor de todos ellos—. LA ÚNICA RESPUESTA SEGURA Y FINAL DEBE SER EL DOLOR.
Hefesto agarra a Aquiles por el brazo. El dios enano sonríe, locamente, de oreja a oreja.
—Aguanta, chaval —dice.
El giro de los acontecimientos fue desesperado, casi absurdo, pero
Mahnmut no podía haberse sentido más feliz.
La nave había descendido hasta dejar el sumergible
La Dama Oscura
en el océano, a unos quince kilómetros al norte de las coordenadas de la problemática singularidad crítica. Suma IV explicó que no quería que el impacto disparara los setecientos sesenta y ocho agujeros negros (presumiblemente instalados en cabezas nucleares dentro del antiguo submarino hundido que habían detectado también), y nadie le puso pegas.
Si Mahnmut hubiera tenido boca humana habría estado sonriendo como un idiota.
La Dama Oscura
estaba diseñada y construida para llevar a cabo misiones de exploración y salvamento bajo el hielo y la horrible presión de la luna Europa de Júpiter, donde todo era negro como el interior del vientre de Dios, pero funcionaba perfectamente en el océano Atlántico de la Tierra.
Mejor que bien.
—Ojalá pudieras ver esto —dijo Mahnmut por su conexión privada. Orphu de Io y él volvían a estar solos. Ninguno de los otros moravecs habían mostrado gran interés en acercarse a los setecientos sesenta y ocho nacientes pero casi críticos agujeros negros y la nave ya se había marchado para continuar con la exploración que dirigía Suma IV... a la costa este de América del Norte, esta vez.
—Puedo «ver» datos de radar, sonar, termales y otros —dijo Orphu.
—Sí, pero no es lo mismo. Hay tanta luz aquí, en el océano de la Tierra. Incluso a veinte metros de profundidad. Ni siquiera el brillo de Júpiter iluminó nunca mis océanos más de unos pocos metros.
—Estoy seguro de que es precioso.
—Sí que lo es —borboteó Mahnmut. No se daba cuenta de si su enorme amigo estaba siendo irónico ni le importaba—. La luz del sol cae, inundándolo todo de un verde resplandeciente. La
Dama
no está segura de cómo interpretarlo.
—¿Capta la luz?
—Por supuesto —dijo Mahnmut—. Su trabajo es informarme de todo, elegir los datos y canales sensoriales adecuados en el momento adecuado, y es lo bastante autoconsciente para advertir la diferencia en la luz, la gravedad y la belleza. A ella también le gusta.
—Bien —rezongó Orphu de Io—. Será mejor que no lo estropees diciéndole por qué estamos aquí y hacia qué estamos nadando.
—Lo sabe —dijo Mahnmut, sin dejar que el gran moravec estropeara su estado de ánimo. Vio cómo el sonar indicaba la presencia de una montaña por delante (la cordillera donde estaban los restos del naufragio) alzándose desde un fondo de arena a menos de ochenta metros bajo la superficie. Seguía sin poder creer lo poco profunda que era esa parte del océano. No había ningún lugar en los mares europanos que no tuviera menos de mil metros de profundidad y allí una elevación llevaba el fondo del océano Atlántico a poco más de sesenta metros bajo la superficie.
—He ejecutado el programa entero del protocolo de desarme que Suma IV y Cho Li nos descargaron —continuó Orphu—. ¿Has tenido tiempo ya de estudiar los detalles?
—En realidad, no —Mahnmut tenía el protocolo largo en su memoria activa, pero había estado ocupado supervisando la salida de
La Dama Oscura
de la nave de contacto y la adaptación del sumergible a aquel precioso y maravilloso entorno. Su amado submarino parecía nuevo... mejor que nuevo. Los mecánicos de los vecs de Fobos habían hecho un trabajo magnífico con su barco. Y todos los sistemas que funcionaban bien en Europa antes del devastador aterrizaje forzoso en el mar de Tetis marciano del año anterior funcionaban mejor que nunca en el amable mar terrestre.
—La buena noticia de desarmar cada cabeza de agujero negro es que es teóricamente factible —dijo Orphu de Io—. Tenemos las herramientas necesarias a bordo, incluso el soplete cortador de diez mil grados y los generadores de campo de fuerza concentrados, y en muchos de los pasos necesarios puedo ser tus brazos mientras tú eres mis ojos de espectro de luz visible. Tendremos que trabajar juntos en cada cabeza nuclear, pero son teóricamente desarmables.
—Eso es una buena noticia —dijo Mahnmut.
—La mala noticia es que si nos ponemos a trabajar ahora mismo, sin hacer pausas para el café ni para ir al baño, vamos a tardar poco más de nueve horas por agujero negro... no por cabeza, te lo advierto, sino por cada agujero negro casi-crítico.
—Con setecientos sesenta y ocho agujeros negros... —empezó a decir
Mahnmut.
—Seis mil novecientas doce horas —terminó Orphu—. Y como estamos en la Tierra y el tiempo estándar moravec es tiempo planetario real aquí, son doscientos cuarenta y siete días y doce horas... eso si todo sale según lo planeado y no nos topamos con ningún problema...
—Bueno... —empezó a decir Mahnmut—. Supongo que estudiaremos ese factor cuando encontremos los restos del naufragio y veamos si podemos desarmar las cabezas.
—Es extraño recibir señal directa del sonar —dijo Orphu—. No es como oír mejor, es más bien como si mi piel de pronto se hubiera ampliado hasta...
—Ahí está —lo interrumpió Mahnmut—. Lo veo. El submarino naufragado.
Las perspectivas y los horizontes visuales eran diferentes, naturalmente, en la Tierra, mucho mayor que el Marte al que casi se había acostumbrado, aún más en comparación con las distancias percibidas en la diminuta Europa, donde se había pasado todos los otros años estándar de su existencia. Pero las lecturas del sonar, el radar profundo, los artilugios de detección de masa y sus propios ojos le decían a Mahnmut que la popa de aquel barco naufragado estaba a unos quinientos metros por delante, varada en el fondo de arena, un poco por debajo de los setenta metros de profundidad a los que avanzaba
La Dama Oscura
, y que el navío medía unos cincuenta y cinco metros de eslora.
—Santo Dios —susurró Mahnmut—. ¿Puedes verlo en el radar y el sonar?
—Sí.
El submarino yacía de costado, la proa hacia abajo pero invisible más allá del titilante campo de fuerza que contenía el océano Atlántico de la franja de tierra seca que se extendía desde Europa a América del Norte. Lo que hacía que Mahnmut mirara asombrado era la pared de luz de la Brecha en sí. Allí, a más de setenta metros de profundidad, donde incluso los océanos iluminados de la Tierra deberían haber sido negros como la tinta, la moteada luz del sol iluminaba el final del agua y el casco cubierto de moho del submarino hundido.
—Puedo ver qué le pasó —dijo Mahnmut—. ¿Captan tu radar y tu sonar ese trozo de quilla destrozada que debería ser la sala de máquinas, justo detrás de donde el casco se ensancha hacia el compartimento de misiles?
—Sí.
—Creo que algún tipo de torpedo o carga de profundidad o misil explotó allí —dijo Mahnmut—. Mira cómo las placas del casco se comban hacia dentro. Rompió la base de la vela y la dobló hacia delante también.
—¿Qué vela? —preguntó Orphu—. ¿Te refieres a una vela como esa triangular del falucho que nos llevó por el Valle Marineris?
—No. Me refiero a esa parte que se alza hacia delante, casi hasta la pared del campo de fuerza. En los primeros días de los submarinos, lo llamaban torreta. Después de que empezaran a construir submarinos nucleares como esta bañera en el siglo XX, empezaron a llamar vela a la torreta.
—¿Por qué? —preguntó Orphu de Io.
—No sé por qué —respondió Mahnmut—. O, más bien, lo tengo en mis bancos de memoria por alguna parte, pero no es importante. No quiero perder el tiempo investigando.
—¿Y por qué lo llamas bañera?
—Es el nombre que los humanos de principios de la Edad Perdida daban a los submarinos como éste que llevaban misiles balísticos —dijo Mahnmut.
—¿Le ponían apodos a máquinas construidas con el único objetivo de destruir ciudades, vidas humanas y el planeta?
—Sí —respondió Mahnmut—. Esta bañera fue construida probablemente un siglo antes de que se hundiera. Tal vez la construyó una de las grandes potencias que luego la vendió a un grupo más pequeño. Algo la hundió aquí antes de que se creara esta grieta en el océano Atlántico.
—¿Podemos llegar a las cabezas nucleares? —preguntó Orphu.
—Agárrate. Vamos a averiguarlo.
Mahnmut impulsó a
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hacia delante. No quería enfrentarse a la pared del campo de fuerza y el aire vacío que había más allá, así que no se acercó al compartimento de misiles del submarino naufragado. Hizo que los potentes reflectores de
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recorrieran todo el casco mientras sus instrumentos sondeaban el interior del antiguo submarino.