Olympos (50 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Olympos
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Daeman se acercó, sus ojos adaptándose a la oscuridad bajo el saliente de hielo azul. La cabeza del hombre (de la estatua) estaba ladeada a la derecha, la mejilla gris casi tocando el hombro gris, y la expresión del rostro esculpido resultaba difícil de describir: los ojos cerrados, los labios curvados hacia arriba. ¿Era agonía o algún tipo de placer orgásmico? Podía ser ambas cosas, o tal vez una emoción más complicada conocida por los humanos de entonces y perdida en la época de Daeman. La larga fila de formas idénticas que emergía de la fachada de la antigua ruina y de la pared de hielo azul hizo pensar a Daeman en una fila de bailarines que se desnudaban para un público invisible. «¿Qué había sido aquel edificio? ¿Qué uso le habían dado los Antiguos? ¿Por qué aquella decoración?»

Cerca de la fachada había letras. Daeman las reconoció como tales después de los meses que había pasado con Harman y su propio aprendizaje de la siglfunción.

SAGI

M YUNEZ

YANOWSKI

1991

Daeman nunca había aprendido a leer, pero por costumbre colocó su mano cubierta por la termopiel sobre la fría piedra y convocó la imagen mental de cinco triángulos azules seguidos. Nada. Tuvo que reírse de sí mismo: no se podía sigleer la piedra, sólo los libros, y sólo determinados libros. Además, ¿actuaría la siglfunción a través de la termopiel molecular? No tenía forma de saberlo.

Sin embargo, Daeman sabía leer los números. Uno-nueve-nueve-uno. Ningún código de faxnódulo llegaba tan alto. ¿Podría ser algún tipo de explicación de las estatuas? ¿O algún antiguo intento de fijar las figuras más firmemente en el tiempo, igual que la semblanza humana había sido fijada en la piedra? «¿Cómo se numera el tiempo?», se preguntó. Daeman trató por un momento de imaginar qué podía significar en años uno-nueve-nueve-uno... ¿Los años desde el reinado de algún antiguo monarca, como Agamenón o Príamo en el drama turín? ¿O tal vez era parte de la manera en que el artista de estas perturbadoras estatuas proclamaba su propia identidad? ¿Era posible que todo el mundo en la Edad Prohibida se identificara a sí mismo con números en vez de con nombres?

Daeman sacudió la cabeza y salió de la gruta de hielo azul. Estaba perdiendo el tiempo y la rareza de aquellas cosas (esos edificios y estatuas que deberían haber permanecido enterrados, esos pensamientos de personas distintas a todas las que había conocido, tratando de dar un valor numérico al tiempo mismo) era tan grande y perturbadora como el recuerdo de Setebos al salir del Agujero: un cerebro hinchado y sin cuerpo transportado por ratas escurridizas.

Para encontrar a Calibán y Setebos (o para permitirles que lo encontraran) tendría que hacerlo en la cúpula-catedral.

No era una catedral verdadera, por supuesto: Daeman conocía esa palabra, «catedral», sólo desde hacía unos meses. La había encontrado en un libro de Hannah en el que había aprendido muchas palabras y del que casi no había entendido nada. Pero el interior de la enorme cúpula le parecía a Daeman lo que imaginaba que sería una catedral, aunque desde luego ninguna catedral como ésa se había alzado jamás en la ciudad ahora llamada Cráter París.

Mientras la luz duró, siguió la zanja verde del Promenade Plantee a lo largo de la trinchera de la avenida Daumesnil hasta que ésta terminó en una masa de hielo que supuso sería el Operbastel. Aunque la zanja se había convertido en un túnel que parecía que corría por la calle Lyon hasta la de la Bastilla, siguió por allí. Encontró más túneles y más zanjas estrechas (en una pudo extender los brazos y tocar ambas paredes de hielo a la vez) que llevaban, a su izquierda, hacia el Sena.

Durante toda la vida de Daeman y cien Cinco-Veintes antes de que naciera, el Sena había estado seco y pavimentado con cráneos humanos. Nadie sabía por qué se encontraban allí los cráneos, sólo que siempre habían estado en el mismo lugar: parecían como los cantos blancos y marrones que pavimentaban cualquiera de los muchos puentes que se podían cruzar en droshky, barouche o carricoche, y nadie se había preguntado jamás adónde había ido a parar el agua del río, ya que el cráter, con su kilómetro y medio de anchura, se cruzaba con el antiguo cauce fluvial. Ahora había más cráneos, cráneos recientemente liberados de cuerpos humanos vivos, que forraban las paredes de la zanja que Daeman seguía hacia la Île de la Cité y el borde oriental del cráter.

Según las pocas leyendas que aún quedaban en una cultura ampliamente carente de historia, oral o de cualquier otro tipo, Cráter París se había formado hacía más de dos milenios, cuando los posthumanos habían perdido el control de un diminuto agujero negro creado durante una demostración en un lugar llamado el Institut de France. El agujero se había abierto paso hasta el centro de la tierra pero el único cráter que había dejado en la superficie del planeta estaba allí mismo, entre el faxnódulo del hotel Inválidos y el nódulo del León Protegido. Las leyendas insistían en que donde estaba el cráter un enorme edificio llamado el Luv (o a veces el Lover) había sido absorbido hacia el centro de la tierra con el agujero fugitivo, que se había tragado un montón de «arte» de los humanos antiguos. Como el único arte que Daeman había visto eran unas cuantas «estatuas», no imaginaba que la pérdida del Luv tuviera demasiada importancia si todo lo que contenía era tan estúpido como los bailarines desnudos de la avenida Daumesnil que había dejado atrás.

Daeman no logró ver nada desde la zanja abierta que conducía a la Île de la Cité, así que se pasó casi una hora escalando una pared de hielo, tallando peldaños laboriosamente, clavando saetas dobladas por donde pasar su cuerda, colgando frecuentemente de uno de sus dos piolets de hielo para dejar que el sudor terminara de correrle por los ojos y que su corazón reposara. Una cosa buena del tremendo ejercicio de la escalada: ya no tenía frío.

Llegó a la cima de la pared de hielo azul más o menos donde antes se hallaba el extremo occidental de la Île de la Cité. El hielo tenía treinta metros de profundidad y Daeman esperaba poder ver al menos la línea de edificios a la que estaba acostumbrado, las altas torres domi de buckylazo y tribambú rodeando el cráter, la torre de su madre al otro lado y, más allá,
La putain énorme
, la gigantesca mujer desnuda de trescientos metros de altura hecha de hierro y polímero.

«Una estatua sólo es una estatua grande —pensó—, sólo que antes desconocía el término.» Ninguna de esas cosas era visible. Justo delante de Daeman, mirando al oeste, una enorme

cúpula de hielo azul orgánico se alzaba al menos sesenta metros sobre el nivel de la antigua ciudad. Sólo esquinas, bordes, sombras y alguna terraza ocasional sobresalían donde el anillo de torres antaño orgullosas había rodeado el cráter. El alto domi de su madre era invisible. También la
putain
, más al oeste. Además de la enorme cúpula azul, que a la vez bloqueaba y absorbía lo que Daeman advirtió que era la luz del atardecer, la zona que rodeaba el cráter era una masa de torres de hielo, parapetos, complejos mosaicos y azules estalagmitas congeladas que se alzaban hasta una altura de cien pisos o más. Todas esas torres y protuberancias que rodeaban la cúpula estaban conectadas a través del aire por telarañas de hielo azul que parecían delicadas pero que, advirtió Daeman, debían ser tan anchas como cualquiera de las amplias avenidas de la ciudad. Todo chispeaba con la luz del sol y parecía que había rayos y puntos de luz moviéndose dentro de las torres y telarañas y la cúpula misma.

—¡Jesucristo! —susurró Daeman.

Si las brillantes torres de hielo que se elevaban sesenta, ochenta, cien plantas por encima de la capa de hielo que cubría la antigua ciudad eran impresionantes, la cúpula era lo más soberbio de todo.

Al menos de doscientos pisos (Daeman calculaba su altura y su sorprendente masa comparándolas con los atisbos de las antiguas torres domi que asomaban en el flanco de la cúpula), con más de un kilómetro y medio de radio desde su posición, en la Île de la Cité, hasta el enorme vertedero de basura que su madre solía llamar los Jardines Luxemburgo, al sur, y al norte más allá del patio llamado bulevar Haussman, envolviendo la torre domi de Gare St. Lazare, donde solía vivir el amante más reciente de su madre, y luego al oeste casi hasta el Champ de Mars donde la
putain
de piernas abiertas era siempre visible. Pero no aquel día. La cúpula bloqueaba incluso a una mujer de trescientos metros de altura.

«Si hubiera faxeado al nódulo del hotel de los Inválidos habría acabado dentro de la cúpula», pensó.

La idea le hizo latir con más fuerza el corazón que la escalada por el hielo, pero entonces tuvo dos pensamientos aterradores en rápida sucesión.

«Setebos construyó esta cosa sobre el cráter», pensó primero. Parecía imposible, pero tenía que ser cierto. De hecho, con el brillo anaranjado de la puesta de sol reflejándose suavemente en las torres y la propia cúpula, Daeman vio un brillo rojo que surgía del hielo, una pulsación roja que sólo podía proceder del cráter.

Su segundo pensamiento fue: «Tengo que entrar ahí.»

Si Setebos seguía en Cráter París, era allí donde estaría esperando. Si Calibán se encontraba presente, era en la cúpula donde estaría.

Con las manos temblorosas de frío («de frío», se dijo), Daeman volvió a la pared de hielo, aseguró la cuerda alrededor de una viga de tribambú que emergía del hielo azul y descendió hasta la zanja que le esperaba.

Ya estaba oscuro al pie del estrecho cañón de hielo (si alzaba la cabeza veía las estrellas en el pálido cielo). El único camino para salir de la Île de la Cité era entrar en uno de los muchos túneles que se abrían como ojos en el hielo, túneles donde todavía estaría más oscuro.

Daeman encontró una abertura a la altura del pecho, por encima del suelo de la zanja y se metió por él, sentía el frío aún más profundo llegarle a través del hielo a las rodillas y las palmas de las manos. Sólo la termopiel lo mantenía vivo. Sólo la máscara de ósmosis impedía que el aliento se le congelara en la garganta.

Apoyándose en las rodillas cuando podía, rozando con la mochila el estrecho techo de hielo que tenía encima, con la ballesta por delante, Daeman se arrastró sobre el vientre hacia el rojo brillo que iluminaba la cúpula-catedral que tenía delante.

37

Hockenberry se encamina hacia la burbuja de astronavegación para enfrentarse a Odiseo, quizá para recibir una paliza, pero al final se queda a emborracharse con él.

Hockenberry ha tardado más de una semana en hacer acopio de valor para ir a hablar con el otro único ser humano que hay a bordo. Cuando va, la
Reina Mab
ha alcanzado su punto de giro y los moravecs le han advertido que habrá veinticuatro horas de gravedad cero antes de que la nave rote de proa hacia la Tierra, las bombas empiecen a explotar de nuevo y la gravedad de 1,28 puntos se restablezca durante la fase de deceleración. Mahnmut y el Integrante Primero Asteague/Che han ido a asegurarse de que su cubículo fuera a prueba de caída libre, es decir, que todas las esquinas agudas estuvieran acolchadas, las cosas sueltas guardadas para que no salieran flotando, hubiera zapatillas y esterillas de velcro... Pero nadie le había advertido a Hockenberry que una reacción común a la gravedad cero es un mareo atroz.

Hockenberry se marea. Su oído interno le indica que cae sin control y que no hay ningún horizonte en el que fijarse: su cubículo no tiene portillas ni ventanas ni nada a lo que asomarse, y aunque las instalaciones del cuarto de baño han sido diseñadas para funcionar en el entorno predominante de 1,28-g, Hockenberry no tarda en aprender a usar las bolsas de vuelo que Mahnmut le trae cada vez que anuncia que empieza a marearse de nuevo.

Pero seis horas de náuseas han sido suficientes y al cabo del tiempo el escólico empieza a sentirse mejor e incluso disfruta dando patadas por el cubículo acolchado, flotando desde su camastro atornillado hasta su escritorio bien asegurado. Finalmente pide permiso para salir de su habitación, permiso que se le concede de inmediato. Entonces Hockenberry se lo pasa como nunca flotando por los largos pasillos, bajando por las anchas escaleras de la nave, que parecen tan inútiles ahora en un mundo verdaderamente tridimensional, y abriéndose paso de un asidero al siguiente en la maravillosamente bizantina sala de máquinas. Mahnmut es su fiel ayudante en el trayecto. Se asegura de que Hockenberry no agarra por descuido una palanca en la sala de máquinas o se olvida de que las cosas siguen teniendo masa aunque no tengan peso.

Cuando Hockenberry anuncia que quiere visitar a Odiseo, Mahnmut le dice que el griego se encuentra en la burbuja de astronavegación de proa y lo lleva allí. Hockenberry sabe que debería despedir al pequeño moravec, que Odiseo merece una disculpa y una conversación en privado, y darle una paliza, posiblemente, por eso la faceta cobarde del escólico deja que Mahnmut se quede. Sin duda el moravec no permitirá que Odiseo lo despedace miembro a miembro, por mucho derecho que el griego secuestrado pueda tener a hacerlo.

La burbuja de astronavegación consiste en una mesa redonda anclada en medio de un océano de estrellas. Hay tres sillas unidas a la mesa, pero Odiseo utiliza una simplemente para anclarse, enganchando su pie desnudo entre las tablas. Cuando la
Reina Mab
gira o pivota (cosa que hace mucho en estas veinticuatro horas sin impulso), las estrellas pasan de largo de un modo que habría hecho que Hockenberry corriera a buscar una bolsa de cero-g hace unas cuantas horas, pero que ahora no le molesta. Es como si siempre hubiera vivido en caída libre. «Odiseo debe sentir lo mismo», piensa Hockenberry, porque el aqueo ha vaciado tres odres de vino de los nueve o diez que hay atados a la mesa con largos cables. Le pasa uno a Hockenberry empujándolo por el aire con un gesto de sus dedos, y aunque Hockenberry tiene el estómago vacío no puede rechazar el vino ofrecido como gesto de reconciliación. Además, está excelente.

—Los artefactoides lo fermentan y lo guardan en algún lugar de este navío impío —dice Odiseo—. Bebe, pequeño artefacto. Únete a nosotros, moravec.

Esto último se lo dice a Mahnmut, que se ha aupado a una de las sillas pero declina la bebida agitando su metálica cabeza.

Hockenberry pide disculpas por haber engañado a Odiseo, por haberlo llevado hasta el moscardón para que los moravecs lo secuestraran. Odiseo descarta la disculpa.

—Pensé en matarte, hijo de Duane, pero ¿para qué? Obviamente los dioses han ordenado que haga este largo viaje, así que no es cosa mía desafiar la voluntad de los inmortales.

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