Authors: Dan Simmons
—El pugilismo es un asunto sucio —cita Hockenberry—, y si lo practicas mucho tiempo tu mente se convierte en una sala de conciertos donde nunca deja de sonar música china.
Odiseo suelta una risotada.
—Eso tiene gracia. ¿Quién lo dijo?
—Un tipo sabio llamado Jimmy Cannon.*
—Pero ¿qué es música china? —dice Odiseo, todavía riendo—. ¿Y qué es exactamente una sala de conciertos?
—No importa —dice Hockenberry—. ¿Sabes?, en todos estos años de guerra, no recuerdo que vuestro campeón de lucha, Epeo, se distinguiera jamás en la
aristeia
... el combate singular por la gloria.
—No, eso es cierto —reconoce Odiseo—. El propio Epeo dice que no es un gran guerrero. A veces el valor que hace falta para enfrentarte a otro hombre con los puños desnudos no es el que hace falta para atravesar el vientre de un enemigo con la punta de tu lanza y luego retorcer la hoja al sacarla para desparramar las tripas del contrario como si fueran asaduras en el suelo.
—Pero tú puedes hacerlo. —La voz de Hockenberry es grave.
—Oh, sí —ríe Odiseo—. Pero los dioses lo han querido así. Soy de una generación de aqueos a quienes Zeus decretó que, desde la juventud a la vejez, libráramos nuestras brutales guerras hasta el amargo final, hasta que nosotros mismos cayéramos, hasta el último hombre.
Odiseo es todo un optimista,
envía Orphu.
Realista, más bien,
dice Mahnmut por tensorrayo.
—Pero estabas hablando de juegos —dice Hockenberry—. Te he visto luchar. Y ganar. Y
has ganado también carreras a pie.
—Sí, más de una vez me he llevado la copa en una carrera mientras que Áyax tuvo que contentarse con el buey. Atenea me ayudó poniéndole la zancadilla al grandullón para permitirme cruzar primero la línea de meta. Y también he vencido a Áyax en la lucha, cogiéndolo por el hueco de la rodilla, empujándolo hacia atrás, e inmovilizándolo antes de que ese gigante tontorrón se diera cuenta de que lo había derribado.
—¿Te convierte eso en un hombre mejor? —pregunta Hockenberry.
—Por supuesto que sí —truena Odiseo—. ¿Qué sería del mundo sin el
agon
, la agonía de un hombre contra otro, para que todos vean el orden de precedencia entre los hombres como no hay dos cosas iguales en la tierra? ¿Cómo podría nadie vivo reconocer la calidad si la competición y el combate cuerpo a cuerpo no permitieran a todo el mundo saber quién encarna la excelencia y quién simplemente consigue la mediocridad? ¿En qué juegos destacas, hijo de Duane?
—Me presenté al equipo de carreras en mi primer año en la universidad —dice
Hockenberry—. No conseguí que me seleccionaran.
—Bueno, yo tengo que admitir que no soy demasiado malo en el mundo de los juegos donde compiten los hombres —dice Odiseo—. Sé cómo manejar un arco bien tallado y pulido y soy el primero entre mis camaradas en alcanzar a mi oponente en una buena turba de enemigos, incluso con mis amigos empujándome, todos intentando apuntar a la vez. Un motivo por el que estuve dispuesto a seguir a Aquiles y Héctor a la guerra contra los dioses fue mi ansiedad por demostrar mi habilidad como arquero contra la de Apolo... aunque en el fondo de mi corazón sabía que era una locura. Cada vez que un mortal rivaliza con el dios con el arco, mira al pobre Eurito de Ocalia, puedes apostar a que ese hombre morirá de muerte súbita, no de vejez en los salones de su propia casa. Y no creo que fuera a enfrentarme con el señor del arco plateado a menos que tuviera mi mejor arco, y nunca me lo llevo a la guerra cuando navego en las negras naves. Ese arco está ahora en la pared de mi salón grande. Ifito me lo regaló como signo de amistad cuando nos conocimos: el arco perteneció a su padre, el arquero Eurito en persona. Yo apreciaba mucho a Ifito, y lamento haberle dado solamente una espada y una burda lanza a cambio del mejor arco de la tierra. Heracles asesinó a Ifito antes de que yo tuviera tiempo de llegar a conocerlo bien.
»En cuando a las lanzas, puedo arrojar una a la misma distancia que un hombre puede disparar una flecha. Y me has visto luchar y practicar el pugilismo. En cuanto a correr... sí, me viste derrotar a Áyax, y puedo correr horas sin vomitar el desayuno, pero en una distancia corta, muchos corredores me dejarán atrás en el polvo a menos que Atenea intervenga a mi favor.
—Yo podría haber entrado en ese equipo —dice Hockenberry, casi murmurando para sí ahora—. La larga distancia era lo mío. Pero ese tipo llamado Brad Muldorff... lo llamábamos el pato, me dejó en el último puesto.
—El fracaso sabe a bilis y vómito de perro —dice Odiseo—. Ay del hombre que se acostumbre a ese sabor. —Bebe más vino, echa atrás la cabeza para tragar, se limpia las gotitas de la barba marrón—. Sueño que hablo con Aquiles muerto en los oscuros salones del Hades, pero de quien realmente quiero saber es de mi hijo Telémaco. Si los dioses van a enviarme sueños, ¿por qué no sueños de mi hijo? Era un niño cuando me marché, tímido e inmaduro, y me gustaría saber si se ha convertido en un hombre o en uno de esos zánganos inútiles que frecuentan los salones de hombres más dignos que ellos, buscando una esposa rica, molestando a los muchachitos y tocando la lira todo el día.
—Nosotros no llegamos a tener hijos —dice Hockenberry. Se frota la frente—. Creo que no los tuvimos. Los recuerdos de mi vida verdadera son confusos y difusos. Soy como un barco hundido que alguien ha reflotado por motivos propios, sin molestarse en bombear toda el agua... contentándose sólo con que flote. Demasiados compartimentos siguen todavía inundados.
Odiseo mira al escólico, obviamente sin comprender y obviamente sin sentir interés suficiente para formular una pregunta.
Hockenberry mira de nuevo al caudillo griego, su mirada súbitamente concentrada e intensa.
—Respóndeme a esto si puedes... Quiero decir, ¿qué hace falta para ser un hombre?
—¿Para ser un hombre? —repite Odiseo. Abre los dos últimos odres de vino y le tiende uno a Hockenberry.
—Sssí... discúlpame, sí. Ser un hombre. Convertirse en un hombre. En mi país, el único rito de paso es la entrega de las llaves del coche... o cuando te acuestas con alguien por primera vez.
Odiseo asiente.
—Acostarte con alguien por primera vez es importante.
—¡Pero sin duda no puede tratarse de eso, hijo de Laertes! ¿Qué hace falta para ser un hombre.... o un ser humano, ya puestos?
Esto podría estar bien,
le envía Mahnmut a Orphu por tensorrayo.
Yo mismo me lo he preguntando varias veces... y no sólo cuando intento comprender los sonetos de Shakespeare.
Todos nos lo hemos preguntado,
responde Orphu.
Todos los que estamos obsesionados con las cosas humanas. Lo que es lo mismo que decir todos los moravecs, ya que nuestra programación y ADN diseñado nos lleva a estudiar y tratar de comprender a nuestros creadores.
—¿Ser un hombre? —repite Odiseo, la voz seria, casi distraída—. Ahora mismo tengo que orinar. ¿Tienes que orinar tú, Hockenberry?
—Quiero decir —continúa el escólico—, tal vez tenga algo que ver con la consistencia. — Tiene que repetir la palabra dos veces antes de pronunciarla bien—. Consistencia. Quiero decir, mira tus juegos olímpicos comparados con los nuestros. ¡Míralo!
—El otro moravec me enseñó a orinar en esa letrina, tiene una especie de vacío que lo absorbe todo incluso cuando estamos flotando, pero me resulta condenadamente difícil no enviar pompitas flotando por todas partes, ¿a ti no, Hockenberry?
—Mil doscientos años tuvisteis los griegos vuestros juegos en marcha —dice Hockenberry—. Cinco días de juegos, cada cuatro años, durante mil doscientos años, hasta que algún remilgado emperador cristiano de Roma los abolió. ¡Mil doscientos años! Con sequía y con hambruna, con pestes y plagas. Cada cuatro años, las guerras se detenían y vuestros atletas viajaban hasta Olimpia para rendir homenaje a los dioses y competir en las carreras de carros, las carreras a pie, la lucha, el disco, la jabalina y el
pankration
... esa extraña mezcla de lucha libre y kickboxing que nunca he visto y apuesto a que tú tampoco. ¡Mil doscientos años, hijo de Laertes! Cuando mi pueblo recuperó los juegos no pudo mantenerlos más de cien años sin que tres de ellos fueran cancelados por guerras y los países se negaran a comparecer porque estaban jodidos por esta u otra leve ofensa, e incluso vimos cómo los terroristas asesinaban a los atletas judíos...
—Tengo que mear —dice Odiseo, soltando el odre y girando, listo para volver a su cubículo—. Ahora vuelvo.
—Tal vez lo único consistente es lo que dijo Homero: «Siempre nos son queridos el banquete y el arpa y la danza y los cambios de ropajes y el cálido baño y el amor, y el sueño.»
—¿Quién es Homero? —pregunta Odiseo, deteniéndose en el aire ante la puerta irisada de la burbuja de astronavegación.
—Nadie que tú conozcas —dice Hockenberry, bebiendo más vino—. Pero ¿sabes lo que...? Se calla. Odiseo se ha marchado.
Mahnmut atraviesa la compuerta de la cubierta médica, se ata aunque tiene combustible de impulsión a reacción en la mochila, y sigue pasillos, escaleras y líneas de carga por toda la
Reina Mab
. Encuentra a Orphu de Io soldando en las puertas de la bodega de carga donde está ubicada
La Dama Oscura
, encajada entre las alas plegables de la lanzadera de reentrada.
—Podría haber sido más ilustrativa —dice Mahnmut por su frecuencia privada de radio.
—La mayoría de las conversaciones comparten esa cualidad especial —responde Orphu—. Incluso las nuestras.
—Pero nosotros normalmente no estamos borrachos durante nuestras conversaciones.
—Puesto que los moravecs no ingerimos alcohol por motivos estimulantes o depresivos, técnicamente tienes razón —dice Orphu, su caparazón, patas y sensores relucientes con la lluvia de chispas de su soplete—. Pero hemos hablado de cosas mientras estabas hipóxico, drogado con toxinas de fatiga y, como dirían los humanos, cagado de miedo, así que la deslavazada conversación de Odiseo y Hockenberry no habría sido extraña a mis oídos... si tuviera oídos.
—¿Qué diría Proust sobre lo que hace falta para ser humano... o para ser un hombre, ya puestos? —pregunta Mahnmut.
—Ah, Proust, ese pesado —dice Orphu—. Estuve leyéndolo otra vez esta mañana.
—Una vez trataste de explicarme sus pasos hacia la verdad —dice Mahnmut—. Pero primero me dijiste que tenía tres pasos, luego cuatro, después tres, luego otra vez cuatro. Creo que tampoco me dijiste cuáles eran. De hecho, creo que perdiste el hilo de lo que estabas diciendo.
—Sólo te estaba poniendo a prueba —retumba Orphu—. Para ver si estabas escuchando.
—Eso dices tú. Creo que tenías un momento moravec.
—No sería el primero —dice Orphu de Io. La sobrecarga de datos de sus cerebros orgánicos y sus bancos de memoria cibernética era un problema en alza a medida que los moravecs alcanzaban su segundo o tercer siglo de existencia.
—Bueno —dice Mahnmut—, dudo que las ideas de Proust sobre la esencia de ser humano tengan demasiado que ver con Odiseo.
Cuatro de los brazos de múltiples articulaciones de Orphu están ocupados soldando, pero encoge otros dos.
—Acuérdate de que probó con la amistad, incluso como amante, como uno de esos caminos —dice el ioniano—. Así que tiene eso en común con Odiseo y nuestro escólico. Pero el narrador Proust descubre que su propia llamada a la verdad es escribir, examinar matices de otros matices de su vida.
—Pero antes rechazó el arte como forma de creación —dice Mahnmut—. Creo que me dijiste que decidió que el arte no era el camino a la verdad, después de todo.
—Descubre que el verdadero arte es una forma de creación —responde Orphu—. Escucha este párrafo del principio de
El camino de Guermantes
: «La gente de buen gusto nos dice hoy que Renoir es un gran pintor del siglo XVIII. Pero al decirlo olvidan el elemento tiempo, y que hizo falta mucho, incluso en pleno siglo XVIII, para que Renoir fuera considerado un gran artista.
Para conseguir reconocimiento, el pintor original o el artista original actúa como lo hace un oftalmólogo. El tratamiento que nos aplica con la pintura o con la prosa no siempre es agradable. Cuando ha terminado nos dice: “¡Mirad!” Y entonces el mundo a nuestro alrededor, que no fue creado de una vez y para siempre, sino que se crea de nuevo cada vez que nace un artista original, nos parece completamente diferente del mundo antiguo, pero perfectamente claro. Las mujeres pasan por la calle, completamente distintas a las que hemos visto con anterioridad porque son Renoirs, esos Renoirs que insistentemente nos negamos a ver como mujeres. Los carruajes, también, son Renoirs, y el agua, y el cielo; nos sentimos tentados a salir a pasear por el bosque que es idéntico al que vimos por primera vez y nos pareció cualquier cosa menos un bosque, como por ejemplo un tapiz de innumerables tonos, pero sin los tonos precisos y peculiares de los bosques. Así es el nuevo universo perecedero que acaba de ser creado. Durará hasta que un nuevo pintor con originalidad precipite la siguiente catástrofe geológica.» Y luego sigue explicando cómo los escritores hacen lo mismo, Mahnmut: provocar la existencia de universos nuevos.
—Seguro que no lo dice en sentido literal —contesta Mahnmut—. Eso de provocar la existencia de universos nuevos.
—Creo que habla literalmente —replica Orphu por la banda de radio, más serio que nunca al parecer de Mahnmut—. ¿Has estado siguiendo las lecturas del sensor de flujo cuántico que Asteague/Che transmite por la banda común?
—No, en realidad no. La teoría cuántica me aburre.
—Esto no es teoría —dice Orphu—. Cada día que llevamos en este tránsito Marte-Tierra la inestabilidad cuántica entre los dos mundos, dentro de nuestro sistema solar entero, se ha vuelto mayor. La Tierra está en el centro de ese flujo. Es como si todas sus matrices de probabilidad espaciotemporales hubieran entrado en una especie de vórtice, en alguna región de caos autoinducido.
—¿Qué tiene eso que ver con Proust?
Orphu desconecta el soplete. La gran placa de las puertas de la bodega de carga está perfectamente soldada.
—Alguien o algo está jugueteando con mundos, quizá con universos enteros. Rompe la matemática del flujo de datos cuánticos y es como si diferentes espacios cuánticos Calabi-Yau pudieran de algún modo coexistir en un Brana. Es casi como si nuevos mundos intentaran cobrar existencia... como si su existencia fuera deseada por algún genio singular, tal como sugiere Proust.