Authors: Dan Simmons
—En realidad no. No he entendido nada. Creo que hablaba en la lengua que el otro Odiseo usaba en el drama turín...
—Griego —dijo Harman.
—Como se llame —contestó Petyr—. El par de palabras inglesas que entendí no eran importantes.
—¿Cuáles fueron? —preguntó Hannah.
—Estoy seguro de que dijo algo que parecía «puerta». Y luego «derribar», creo. Él murmuraba, yo jadeaba y los guardias de la muralla gritaban. Fue cuando nos acercábamos a la puerta norte de la empalizada, así que debía estar diciendo que la derribáramos si no la abrían.
—Eso no tiene mucho sentido —dijo Hannah.
—Lo dominaba el dolor y estaba en coma —dijo Petyr.
—Tal vez —comentó Harman. Salió de la enfermería, con Ada todavía agarrada a su brazo, y empezó a caminar de un lado a otro de la gran mansión.
Unas cincuenta personas de las cuatrocientas que constituían la población de Ardis comían en el salón principal.
—Deberías comer —dijo Harman, acariciando el vientre de Ada.
—¿Tienes hambre?
—Todavía no.
En realidad, el dolor que Harman sentía en la pierna mala después de las nuevas heridas era tan fuerte que estaba un poco mareado. O tal vez el malestar se debía a la imagen mental de Nadie allí tendido, sangrando y agonizando.
—Hannah estará muy inquieta —susurró Ada.
Harman asintió, distraído. Algo roía su subconsciente y trataba de dejarle paso.
Atravesaron el antiguo gran salón de baile donde docenas de personas trabajaban aún en largas mesas, aplicando puntas de flecha de bronce a las varas de madera y luego añadiendo las plumas ya preparadas, tallando lanzas o arcos. Muchos alzaron la cabeza y asintieron al ver pasar a Ada y Harman. Se dirigieron al fondo, al caluroso anexo de la herrería donde tres hombres y dos mujeres forjaban espadas de bronce y hojas de cuchillo, añadiendo filos y afilando en grandes piedras. Harman sabía que por la mañana aquella habitación estaría insufriblemente caldeada cuando llegara el metal fundido de la siguiente hornada para ser moldeado y martilleado. Se detuvo a tocar la hoja de una espada y una empuñadura que, a falta del cuero que debía envolver su mango, estaba terminada.
«Tan burdo —pensó—. Tan inenarrablemente burdo comparado no sólo con la habilidad y capacidad artística de la espada de Circe de Nadie, proceda de donde proceda, sino con las armas de los viejos dramas turín. Y qué triste que las primeras piezas de tecnología que los humanos forjamos después de dos milenios o más sean estas armas burdas, que vuelven por fin.»
Reman llegó corriendo al anexo de la herrería, camino de la casa principal.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ada.
—Voynix —dijo Reman, que había estado montando guardia después de terminar su trabajo en la cocina. Iba mojado debido a la lluvia que caía desde el atardecer y tenía la barba helada—. Un montón de voynix. Más de los que he visto juntos jamás.
—¿Han salido ya del bosque? —preguntó Harman.
—Se congregan en los árboles. Pero hay docenas y docenas de ellos.
Fuera, en todos los baluartes de la empalizada, empezaron a sonar las campanas de alarma. Los cuernos soplarían cuando los voynix iniciaran su ataque.
El salón comedor se vació a medida que los hombres y mujeres recogían la ropa de abrigo y las armas y corrían a sus puestos de combate en las murallas, en el patio y en las ventanas, puertas, tejados, porches y balcones de la casa.
Harman no se movió. Dejó que las formas a la carrera fluyeran como un río a su alrededor.
—¿Harman? —susurró Ada.
Volviéndose contra la corriente, la condujo de vuelta a la enfermería donde Nadie agonizaba. Hannah se había puesto el abrigo y había empuñado una lanza, pero parecía incapaz de apartarse de Nadie. Petyr salía ya por la puerta, pero se volvió cuando Harman y Ada entraron.
—No ha dicho «derribad la puerta» —susurró Harman—. Se refería a la Puerta Dorada. Al nido de la Puerta Dorada.
En el exterior, los cuernos empezaron a sonar.
Daeman sabía que debía faxear de vuelta al nódulo de Ardis para informar acerca de lo que había visto aunque tuviera que hacer en la oscuridad los dos kilómetros que separaban el pabellón del faxnódulo de Ardis Hall, pero no podía. Por importante que fuera su noticia sobre el agujero en el cielo, no estaba preparado para volver.
Faxeó a un nódulo anteriormente desconocido que había descubierto cuando exploraba seis meses antes, cartografiando los cuatrocientos nueve nódulos conocidos, buscando supervivientes de la Caída y destinos nuevos. El lugar era cálido y soleado. El pabellón se hallaba en medio de un grupo de palmeras que se agitaban con la suave brisa del mar. Justo colina abajo empezaba la playa, una media luna blanca que rodeaba casi por completo una laguna, tan clara que se veía el fondo arenoso a doce metros de profundidad, donde empezaba el arrecife. No había gente, ni humanos antiguos ni posthumanos, aunque Daeman había encontrado las ruinas de lo que antaño fuera una ciudad anterior al Fax Final, tierra adentro, en la parte norte de la playa en forma de media luna.
No había visto ningún voynix en la docena de ocasiones que había ido allí a sentarse y pensar. En un viaje, un saurio enorme, sin patas, con aletas, había salido del agua más allá del arrecife y luego se había zambullido con un tiburón de seis metros en la boca. Aparte de esa escena desconcertante, Daeman no había visto nada amenazador en aquel lugar.
Se acercó a la playa, dejó caer su pesada ballesta a la arena y se sentó. El sol era cálido. Se quitó la voluminosa mochila, el anorak y la camisa. Algo asomaba del bolsillo del anorak y lo sacó: el paño turín de la mesa de los cráneos. Lo tiró a la arena. Daeman se quitó los zapatos, los pantalones y la ropa interior y se acercó desnudo al borde del agua, sin mirar siquiera hacia la linde de la jungla para asegurarse de que se encontraba solo.
«Mi madre está muerta. —El hecho le golpeó como un golpe físico y pensó que iba a vomitar de nuevo—. Muerta.»
Daeman caminó desnudo hacia la orilla. Se detuvo al borde de la laguna y dejó que las cálidas olas le lamieran los pies, moviendo la arena bajo sus dedos. «Muerta.» Nunca volvería a ver a su madre ni oiría de nuevo su voz. Nunca, nunca, nunca, nunca, nunca.
Se sentó pesadamente en la arena mojada. Creía que se había reconciliado con aquel nuevo mundo donde la muerte era una finalidad; creía haberse familiarizado con esta obscenidad cuando se enfrentó a su propia muerte ocho meses antes, allá arriba, en la isla de Próspero.
«Sabía que tenía que morir algún día... pero no mi madre. No Marina. Eso no es... justo.» Daeman reprimió una carcajada por lo absurdo de lo que estaba pensando y sintiendo. Miles de muertos desde la Caída... Sabía que había miles de muertos, porque había sido uno de los enviados de Ardis a los cientos de otros nódulos; había visto las tumbas, incluso había enseñado a algunas comunidades cómo cavarlas y dejar los cadáveres dentro para que se pudrieran...
«¡Mi madre!» ¿Había sufrido? ¿Había jugado con ella Calibán, la había atormentado, la había torturado antes de sacrificarla?
«Sé que ha sido Calibán. Los ha matado a todos. No importa si eso es imposible: es la verdad. Los ha matado a todos, pero sólo para llegar a mi madre, para dejar su cráneo en la cima de la pirámide de cráneos, con rizos de pelo rojo para que yo viera que era en efecto ella. Calibán. Maldito cabronazo chupapollas asesino repugnante hijo de puta...»
Daeman no podía respirar. El pecho se le cerró. Abrió la boca como para volver a vomitar, pero no pudo hacer que entrara aire ni que saliera.
«Muerta. Para siempre. Muerta.»
Se levantó, chapoteó en las aguas cálidas y luego se zambulló, nadando con fuerza hacia el arrecife donde las olas se alzaban blancas y había visto a la bestia gigantesca con el tiburón en las fauces, braceando con energía, sintiendo el picor del agua salada en los ojos y en las mejillas...
Nadar le permitió respirar. Nadó un centenar de metros hasta donde la laguna se abría al mar y luego sintió las frías corrientes tirando de él, vio las pesadas olas más allá del arrecife, escuchó la maravillosa violencia de su estrépito, casi se rindió entonces bajo la corriente que tiraba de él, más y más lejos... no había ninguna barrera como en el Atlántico, su cuerpo podría seguir a la deriva durante días. Pero se dio la vuelta y regresó a la playa.
Salió del agua ajeno a su desnudez, pero no a su seguridad. Alzó la mano izquierda, salada, e invocó la función lejosnet. Se encontraba en aquella isla del Pacífico Sur: Daeman casi se echó a reír cuando lo pensó, porque hacía nueve meses, antes de conocer a Harman, ni siquiera conocía los nombres de los océanos, ni sabía siquiera que el mundo era redondo, ni los nombres de las masas de tierra, ni que había más de un océano. ¿Y de qué le había servido saber todas esas cosas? De nada.
Pero la función lejosnet le mostró que no había humanos antiguos ni voynix cerca. Se acercó a la ropa y se dejó caer sobre el anorak, usándolo como toalla de playa. Las piernas bronceadas se le llenaron de arena.
Justo cuando se arrodillaba, una ráfaga de viento levantó el paño turín y lo hizo revolotear sobre su cabeza, hacia el agua. Actuando por puro reflejo, Daeman extendió el brazo y lo atrapó. Sacudió la cabeza y usó los bordes del paño elaboradamente bordado para secarse el pelo. Luego se tumbó de espaldas, el paño arrugado todavía en la mano, y contempló el inmaculado cielo azul.
«Está muerta. Tuve su cráneo en mis manos. —¿Cómo había sabido con seguridad que precisamente aquel cráneo entre un centenar (incluso con la obscena pista de los rizos de pelo corto y rojo) pertenecía a su madre? Estaba seguro—. Quizá debería de haberlo dejado con los demás.» No con Goman, cuya tozudez por quedarse en Cráter París la había matado. No, con él no. Daeman recordó claramente el pequeño cráneo blanco cayendo hacia el ojo rojo del cráter.
Cerró los ojos, estremeciéndose. El dolor de aquella noche era algo físico que acechaba como flechas detrás de sus ojos.
Tenía que volver a Ardis para contarle a todo el mundo lo que había visto, el regreso de Calibán a la tierra y el agujero en el cielo nocturno y aquella cosa enorme que había salido de allí.
Imaginó las preguntas de Harman o de Nadie o de Ada o de cualquiera de los otros. «¿Cómo puedes estar seguro de que era Calibán?»
Daeman estaba seguro. Lo sabía. Había una conexión entre él y el monstruo desde que los dos se habían enfrentado casi en gravedad cero en la gran catedral del espacio en ruinas que era la isla orbital de Próspero. Había sabido desde la Caída que Calibán seguía vivo, que probable, imposible, ciertamente había escapado de algún modo de la isla y había regresado a la Tierra.
«¿Cómo puedes saberlo?» Lo sabía.
«¿Cómo podía una criatura, más pequeña que un voynix, matar a un centenar de supervivientes de Cráter París, la mayoría de ellos hombres?»
Calibán podía haber usado los clones de la Cuenca Mediterránea, los calibani que Próspero había creado siglos atrás para mantener a raya a los voynix de Setebos... pero Daeman sospechaba que el monstruo no lo había hecho. Sospechaba que Calibán había asesinado a su madre y todos los demás él solo para enviarle un mensaje.
«Si Calibán quiere enviarte un mensaje, ¿por qué no vino a Ardis Hall y nos mató a todos, dejándote a ti para el final?»
Buena pregunta. Daeman creía saber la respuesta. Había visto a la criatura-Calibán jugar con los seres-lagarto sin ojos que sacaba de los charcos y lagunas estancadas bajo la ciudad orbital... lo había visto jugar con ellos y torturarlos antes de tragárselos enteros. También había visto a Calibán jugar con ellos mismos, con Harman, Savi y con él... burlándose antes de saltar con velocidad cegadora para morder el cuello de la anciana y arrastrarla bajo el agua para devorarla.
«Está jugando conmigo. Con todos.»
Otra buena pregunta: «¿Qué has visto atravesar el agujero sobre Cráter París? —¿Qué había visto? Había mucho polvo, el aire estaba lleno de escombros debido a los vientos huracanados y la luz del agujero era cegadora—. ¿Un enorme cerebro mocoso impulsándose con las manos?» Daeman imaginaba la reacción de todos los demás en Ardis Hall, en cualquiera de las comunidades de supervivientes, cuando se lo contara.
Pero Harman no se reiría. Harman había estado allí con Daeman (y con Savi, que sólo vivió unos minutos más) cuando Calibán cloqueó y siseó y recitó su extraña letanía para y sobre su padre-perro, Setebos: «¡Setebos, Setebos y Setebos! —había exclamado el monstruo—. Creo que Él habita en el frío de la Luna. —Y más tarde—: Pienso que Setebos, con tantas manos como un pulpo, al hacerse temido por lo que hace, alza la cabeza primero, y percibe que no puede volar a lo que es tranquilo y feliz en la vida, pero hace este mundo-burbuja para imitar el mundo real, estas buenas cosas para imitar las cosas reales como las pasas imitan las uvas.»
Daeman y Harman habían llegado más tarde a la conclusión de que el «mundo-burbuja» era la isla orbital de Próspero, pero era en el dios Setebos de Calibán en quien pensaba en aquellos momentos: «Con tantas manos como un pulpo.»
«¿Qué tamaño tenía esa cosa que has visto atravesar el agujero?»
¿Qué tamaño tenía, en efecto? Era mayor que los edificios más pequeños. Pero la luz, el viento, la montaña que brillaba detrás de aquella cosa que se escurría... Daeman no tenía ni idea de su tamaño.
«Tengo que volver.»
—Oh, Jesucristo —gimió Daeman. Sabía que aquel nombre que tantos habían usado desde la infancia se refería a algún dios remoto de la Edad Perdida—. Oh, Jesucristo.
No quería volver a Cráter París aquella noche. Quería quedarse donde estaba, al calor y la luz del sol y la seguridad de la playa.
«¿Qué ha hecho el pulpo gigante cuando ha entrado en la ciudad de Cráter París? ¿Iba a reunirse con Calibán?»
Tenía que regresar y explorar antes de faxear de regreso a Ardis. Pero todavía no. No en aquel momento.
A Daeman le dolía la cabeza por las puñaladas de pena y agonía que sentía tras los párpados. El maldito sol era demasiado brillante. Primero se cubrió los ojos con la mano izquierda (luz carnosa, demasiado) y luego se puso el paño turín sobre la cara como había hecho tantas veces. Nunca le había interesado mucho el drama turín (seducir jovencitas y coleccionar mariposas eran sus dos intereses en la vida), pero lo había empleado más de una vez por aburrimiento o por simple curiosidad. Por costumbre, aunque sabía que todos los turines estaban tan muertos e inoperativos como los servidores y las luces eléctricas, alineó los microcircuitos bordados del paño con el centro de su frente.