Olympos (80 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Olympos
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Su hogar, la gran mansión de Ardis Hall, dos mil años de orgullo familiar, había desaparecido: sólo quedaban vigas de madera y los restos de piedra ennegrecida que habían dejado los muchos incendios, pero había una sorprendente cantidad de cosas que podían rescatarse en otras partes.

También estaban los cadáveres putrefactos de sus amigos... o al menos los pedazos que quedaban en el suelo.

Ada consultó con Daeman y unos cuantos más y todos acordaron que la principal prioridad era crear una hoguera y un refugio, un burdo cobertizo y un lugar cálido para tratar a los enfermos y heridos antes de que terminara el breve día de invierno, un refugio lo bastante grande para que todos pudieran pasar la noche sin congelarse. Aunque habían perdido Ardis Hall, segmentos de varios de los barracones, cobertizos y otros edificios exteriores levantados en los últimos nueve meses antes de que el cielo se cayera estaban parcialmente intactos. Podrían haberse alojado en uno de aquellos barracones, pero estaban demasiado cerca del bosque, eran demasiado difíciles de defender y estaban demasiado lejos del pozo que se hallaba justo delante de Ardis Hall.

Encontraron montones de leña y madera seca y usaron lo que Ada consideró demasiadas cerillas de sus exiguas existencias para encender una gran hoguera. Greogi hizo aterrizar el sonie y descargaron a los heridos conscientes y semiinconscientes y los acomodaron lo mejor posible en jergones improvisados y petates, cerca del fuego. Un destacamento se encargó de traer madera de las diversas ruinas: nadie quería internarse en el bosque y Ada prohibió ese tipo de aventuras. El sonie despegó y revoloteó cubriendo un radio de un kilómetro, con el agotado Greogi a los controles y Boman con su rifle, ambos hombres alerta ante los voynix. Uno de los barracones (el que había construido Odiseo para sus seguidores hacía meses) reveló un tesoro de mantas y rollos de lona. Todo apestaba a humo pero era utilizable. En otro cobertizo derribado pero sólo quemado parcialmente, cerca de la cúpula calcinada de Hannah, Caul encontró palas, picos, palancas, azadas, martillos, clavos, puntillas, cuerda de nilón, anillas con cierre y otras antiguas herramientas de los servidores que ahora bien podían salvarles la vida. Con la madera restante de los barracones y los troncos encontrados en las partes grandes de la antigua empalizada, una cuadrilla de trabajo empezó a levantar una estructura, en parte tienda y en parte cabaña de troncos, alrededor del pozo, junto a las ruinas aún humeantes de Ardis: un refugio temporal suficiente para esa noche y unas cuantas noches más como mínimo. Boman tenía planes más ambiciosos para construir una vivienda permanente con una torre, troneras para disparar y una empalizada cerrada, pero Ada le dijo que ayudara a construir el cobertizo primero y planeara el castillo después.

Seguía sin haber ni rastro de los voynix, pero sólo era por la tarde y la noche caería rápidamente, así que Ada y Daeman encargaron a Kaman y a diez de sus mejores tiradores que establecieran un perímetro de defensa. Otros hombres y mujeres con armas de flechitas (contaron veinticuatro armas en funcionamiento y una que parecía defectuosa, con menos de ciento veinte cargadores de flechitas de cristal) fueron enviados a proteger el fuego y el cobertizo.

Tardaron poco más de tres horas en disponer la estructura básica y levantarla: paredes sólo de metro ochenta de altura, hechas con troncos de la empalizada; el armazón de un techo de tablas de madera de los barracones, y una cubierta de lona. Era importante poner algo entre los heridos y el frío suelo, pero no había tiempo para preparar un suelo, así que colocaron varias capas de lona encima de la paja que trajeron del antiguo granero situado cerca de la muralla norte. El ganado había desaparecido: lo habían matado los voynix o simplemente había huido. Nadie iba a ir al bosque a buscarlo aquella tarde y el sonie tenía sus propios deberes que cumplir.

A última hora de la tarde el cobertizo provisional estuvo terminado. Ada, que había estado fabricando nuevos cubos y cuerdas para el pozo y enviando a grupos de enterradores con picos y palas para que cavaran tumbas en la tierra congelada, regresó para inspeccionar la estructura y descubrió que era lo bastante grande para albergar al menos a cuarenta y cinco personas apiñadas para dormir, porque los demás presumiblemente estarían de guardia fuera, y para que los cincuenta y tres pudieran comer allí juntos si era necesario, aunque apretados. Tres de las paredes eran de madera, pero la cuarta (la que daba al pozo y las dos hogueras encendidas) era de lona, abierta casi por completo al calor. Laman y Edide habían traído metal y cerámica de Ardis Hall para construir un tubo que no llegaba a ser una chimenea, para el cobertizo, pero esa modificación tendría que esperar a la mañana siguiente. No había cristal para las ventanas, sólo pequeñas aberturas a distintas alturas en cada una de las paredes de madera con rendijas de madera deslizantes y lona para cubrirlas. Daeman estuvo de acuerdo en que podrían retirarse al cobertizo y lanzar una descarga de flechitas desde aquellas rendijas, pero una mirada al techo de lona y la cuarta pared de lona dejó claro a todo el mundo de que los voynix no podrían ser mantenidos mucho tiempo a raya si saltaban al ataque.

Pero el huevo de Setebos parecía estar manteniéndolos a raya.

Casi había oscurecido cuando Daeman apartó a Ada, Tom y Laman del calor de las hogueras y los llevó a las cenizas de la cúpula de Hannah para abrir su mochila y mostrarles el huevo a punto de eclosionar. La cosa brillaba cada vez más, arrojando una luz lechosa y enfermiza, y había grietas diminutas por todo el cascarón, pero ninguna abertura todavía.

—¿Cuánto tiempo falta para que salga? —preguntó Ada.

—¿Cómo demonios quieres que lo sepa? —dijo Daeman—. Lo único que sé es que el pequeño Setebos del interior sigue vivo y está intentando salir. Se oyen sus chirridos y sonidos como de masticación si acercas el oído al cascarón.

—No, gracias —dijo Ada.

—¿Qué pasará cuando eclosione? —preguntó Laman, que había estado a favor de destruir el huevo desde el principio.

Daeman se encogió de hombros.

—¿Qué tenías exactamente en mente cuando robaste esa cosa del nido de Setebos en la catedral de hielo azul de Cráter París? —preguntó el médico Tom, que había oído toda la historia.

—No lo sé —respondió Daeman—. Me pareció una buena idea en su momento. Al menos podríamos averiguar qué tipo de criatura es ese Setebos.

—¿Y si mamá viene en busca de su bebé? —quiso saber Laman. No era la primera vez que le preguntaban esto a Daeman.

Él volvió a encogerse de hombros.

—Podemos matarlo en cuanto salga, si es preciso —dijo en voz baja, mirando la creciente oscuridad invernal bajo los árboles, más allá de la ruina de la antigua empalizada.

—¿Podremos? —dijo Laman. Colocó la mano izquierda en el cascarón lleno de fisuras y la apartó rápidamente, como si la superficie estuviera caliente. Todos los que habían tocado el huevo habían hablado de lo desagradable que resultaba la experiencia, como si algo en el interior del cascarón sorbiera energía a través de la palma.

—Daeman, si no hubieras traído esa cosa contigo —dijo Ada antes de que Daeman pudiera volver a contestar—, la mayoría de nosotros estaríamos muertos. Ha mantenido a raya a los voynix todo este tiempo. Tal vez lo siga haciendo después de eclosionar.

—Eso si no nos comen, él o su mamá-papá, mientras dormimos —dijo Laman, acariciándose el brazo derecho manco.

Más tarde, justo después de que anocheciera, Siris le susurró a Ada que Sherman, uno de los heridos más graves, había muerto. Ada asintió, llamó a dos supervivientes (Edide y un hombre todavía regordete llamado Rallum) y, en silencio, llevaron el cadáver más allá del perímetro de la hoguera y lo colocaron bajo los maderos y las piedras, cerca de los barracones derruidos, para poderlo enterrar adecuadamente a la mañana siguiente. El viento era frío.

Ada montó guardia cuatro horas en la oscuridad, armada con el rifle de flechitas. El cálido fuego era un brillo lejano y el otro centinela más cercano estaba a cincuenta metros de distancia. Su contusión le daba tanto dolor de cabeza que en realidad no podría haber visto a ningún voynix ni a Setebos si se le hubieran sentado en el regazo, y tenía que apoyarse el arma en el antebrazo porque tenía la muñeca rota, así que cuando Caul la relevó, volvió tambaleándose al cobertizo repleto y, a pesar de los ronquidos, se quedó sumida en un sueño profundo sólo sacudido por terribles pesadillas.

Daeman la despertó poco antes del amanecer para susurrarle al oído:

—El huevo ha eclosionado.

Ada se incorporó en la oscuridad, sintiendo la presión y la respiración de los cuerpos que la rodeaban. Por un momento le pareció que estaba todavía en la pesadilla. Quiso que Harman le tocara el hombro y la despertara a un día de luz. Quiso sus brazos rodeándola, no aquella gélida oscuridad y la presión de cuerpos extraños y la fluctuante y débil luz de la hoguera a través de la lona.

—Ha eclosionado —repitió Daeman, en voz muy baja—. No quería despertarte, pero tenemos que decidir lo que vamos a hacer.

—Sí —respondió Ada, también susurrando. Había dormido con la ropa puesta. Se levantó de su nido de mantas húmedas y con cuidado se abrió paso entre las formas dormidas, siguiendo a Daeman al otro lado de la lona hasta dejar atrás la hoguera que ardía débilmente pero era todavía atendida. Se acercaron a otro fuego mucho más pequeño, al sur del cobertizo.

—He dormido aquí, apartado de los otros —dijo Daeman, hablando en tono más normal mientras se alejaban del cobertizo principal. Su voz seguía siendo baja, pero cada sílaba rugía en la dolorida cabeza de Ada. En la lejanía, los anillos e y p giraban como siempre, rotando y entrecruzándose delante de las estrellas y una fina lasca de luna. Ada vio que algo se movía allí arriba y, por un momento, su corazón latió con fuerza, hasta que se dio cuenta de que era el sonie que orbitaba en silencio la noche.

—¿Quién pilota el sonie? —preguntó, atontada.

—Oko.

—No sabía que supiera pilotarlo.

—Greogi le enseñó ayer —dijo Daeman. Se acercaban a la hoguera más pequeña y Ada vio la silueta de otro hombre allí de pie.

—Buenos días, Ada
Uhr
—dijo Tom.

Ada sonrió al escuchar el tratamiento formal. No se había utilizado mucho en los últimos meses.

—Buenos días, Tom —susurró—. ¿Dónde está esa cosa?

Daeman sacó un largo trozo de madera del fuego y lo alzó en la oscuridad como si fuera una antorcha.

Ada dio un paso atrás.

Daeman y Tom habían apilado troncos de la empalizada en tres lados de la jaula de la... cosa, formando un espacio triangular. Pero la criatura corría de un lado a otro en ese espacio, obviamente dispuesta a escalar los dos palmos de endeble barricada de madera, cosa que no tardaría en ser capaz de hacer.

Ada tomó la antorcha de Tom y se agachó para estudiar a la criatura

Setebos bajo la luz fluctuante.

Sus múltiples ojos amarillos parpadearon y se cerraron ante el resplandor. El pequeño Setebos (si eso era) medía un palmo. Era más grande ya en volumen que un cerebro humano normal, pensó Ada, pero ya tenía las repugnantes arrugas rosadas y los pliegues y el aspecto de un cerebro vivo y sin cuerpo. Vio la franja gris entre los dos hemisferios, una membrana mucosa cubriéndola y una leve pulsación, como si toda la criatura estuviera respirando. Pero este cerebro rosa también tenía bocas pulsátiles (u orificios de algún tipo) y un puñado de diminutas manecitas debajo y brotando de orificios. Se movía de un lado a otro sobre aquellos deditos gordezuelos que a Ada le parecían una masa de gusanos retorcidos.

Los ojos amarillos se abrieron y se centraron en la cara de Ada. Uno de los orificios se abrió y de él surgieron sonidos chirriantes.

—¿Está intentando hablar? —les susurró Ada a ambos hombres.

—No tengo ni idea —dijo Daeman—. Pero sólo tiene unos minutos de vida. No me sorprendería si nos hablara cuando tenga una hora.

—No deberíamos dejar que tuviera una hora de vida —dijo Tom, en voz baja pero firme—. Deberíamos matarlo ahora. Destrozarlo con las flechitas y luego quemar su cadáver y esparcir las cenizas.

Ada miró sorprendida a Tom. El médico autodidacta siempre había sido la persona menos violenta y más protectora de la vida de Ardis.

—Como mínimo —dijo Daeman, viendo cómo la criatura conseguía escalar con éxito la baja barrera de madera—, necesita una correa.

Con los gruesos guantes de lana y lona que habían diseñado antes en Ardis para trabajar en invierno con el ganado, Daeman se inclinó hacia delante y hundió un clavo fino y afilado que había curvado en forma de gancho en la sólida tira de fibras («cuerpo calloso», recordó Ada que se llamaba) que conectaba los dos hemisferios del cerebro del pequeño Setebos. Luego, moviéndose con rapidez, Daeman tiró para asegurarse de que el gancho era seguro, le colocó una anilla con cierre y ató seis metros de cuerda de nilón a la anilla.

La pequeña criatura chilló y aulló tan fuerte que Ada se volvió a mirar hacia el campamento por encima del hombro, segura de que todo el mundo saldría corriendo del cobertizo. Nadie se movió excepto un centinela que estaba cerca del fuego, que miró adormilado hacia ellos y luego continuó contemplando las llamas.

El pequeño Setebos se rebulló y rodó, tropezó contra las barreras de madera y al final las rebasó como si fuera un cangrejo. Daeman lo detuvo tirando de dos metros de cuerda.

Más manos diminutas emergieron de los pliegues de los orificios del cerebro rosado y se alzaron sobre tallos elásticos de un metro o más de altura. Las manos saltaron a la cuerda de nailon y tiraron salvajemente, otras manos exploraron el gancho y la anilla, intentando soltarlos. El gancho aguantó. Daeman sintió un tirón hacia delante durante un segundo pero devolvió a la criatura a la hierba helada de su jaula.

—Es fuerte el hijo de puta —susurró.

—Déjalo que se mueva —dijo Ada—. Veamos adónde va. Qué hace.

—¿Hablas en serio?

—Sí. No muy lejos, pero veamos qué quiere.

Tom dio una patada a la baja pared de madera y el bebé Setebos salió corriendo, los dedos diminutos moviéndose por debajo al unísono, agitándose como obscenas patitas de ciempiés.

Daeman permitió que tirara de él, manteniendo corta la correa. Ada y Tom lo siguieron, dispuestos a moverse rápidamente si la criatura se volvía hacia ellos. Se movía con demasiada velocidad y demasiada confianza para que los humanos no advirtieran el peligro que suponía. Tom tenía el rifle de flechitas preparado y Daeman llevaba al hombro otro rifle más.

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