Olympos (34 page)

Read Olympos Online

Authors: Dan Simmons

BOOK: Olympos
8.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las imágenes, voces e impresiones físicas fluyeron.

Aquiles está arrodillado junto al cadáver de la amazona Pentesilea. El Agujero se ha cerrado, el rojo Marte se extiende hacia el este y el sur a lo largo de la costa del Tetis sin que quede ningún rastro de Ilión ni de la Tierra, y la mayoría de los capitanes que combatieron a las amazonas con Aquiles han escapado a tiempo. Los dos Áyax se han ido, y Diomedes, Idomeneo, Estiquio, Esténelo, Euríalo, Teucro... incluso Odiseo ha desaparecido. Algunos de los aqueos (Euenor, Pretesilao y su amigo Podarces, Menipo) yacen muertos entre los cadáveres de las amazonas derrotadas. En la confusión y el pánico, mientras el Agujero se cerraba, incluso los mirmidones, los más fieles seguidores de Aquiles, han huido con los demás, pensando que su héroe, Aquiles, iba con ellos.

Aquiles está solo con los muertos. El viento marciano sopla desde los empinados acantilados de la base del Olimpo y aúlla entre las huecas armaduras dispersas, sacudiendo los penachos ensangrentados de las lanzas que clavan los cadáveres al rojo suelo.

El de los pies ligeros acuna el cuerpo de Pentesilea, alzando su cabeza y hombros hasta su rodilla. Llora al ver lo que ha hecho: su pecho perforado, sus heridas que ya no sangran. Cinco minutos antes Aquiles se mostraba triunfal en su victoria y le había gritado a la reina moribunda:

—¡No sé qué riquezas te prometió Príamo, niña alocada, pero aquí tienes tu recompensa! Ahora los perros y las aves se alimentarán de tu blanca carne.

El recuerdo de sus propias palabras hace llorar todavía más a Aquiles. No puede apartar los ojos de la dulce frente, de sus labios aún sonrosados. Los rizos dorados de la amazona se agitan con la brisa y él contempla sus pestañas, esperando que aleteen y los ojos se abran. Sus lágrimas caen al polvo de su mejilla y su frente, y con el borde de la túnica le limpia la suciedad de su cara. Los párpados de ella no aletean. Sus ojos no se abren. La lanza ha atravesado su cuerpo y también el de su caballo, tan tremenda ha sido la fuerza de su tiro.

—Deberías haberte casado con ella, hijo de Peleo, no haberla asesinado.

Aquiles contempla a través de sus lágrimas la alta forma que se alza entre el sol y él.

—Palas Atenea, diosa... —empieza a decir el asesino de hombres, pero se calla y solloza. Saber que, entre todos los dioses, Atenea es su enemiga más jurada, que fue ella quien se apareció en su tienda diez meses antes y asesinó a su más caro amigo, Patroclo, que es ella a quien más ha ansiado matar mientras combatía y hería a docenas de otros dioses en los meses pasados. Pero Aquiles no puede encontrar cólera ninguna en su corazón ahora mismo, sólo una pena sin fondo ante la muerte de Pentesilea.

—Qué extraño —dice la diosa, alzándose sobre él con su armadura dorada, su alta lanza de oro reflejando la luz del sol—. Hace veinte minutos estabas dispuesto a..., no, ansioso por dejar su cuerpo a las aves y los perros. Ahora lloras por ella.

—No la amaba cuando la he matado —consigue decir Aquiles. Acaricia la suciedad que mancha el dulce rostro de la amazona muerta.

—No, y nunca habías amado así antes —dice Palas Atenea—. Nunca a una mujer.

—Me he acostado con muchas mujeres —dice Aquiles, incapaz de apartar los ojos del rostro muerto de Pentesilea—. Me he negado a luchar por Agamenón por amor a Briseida.

Atenea se echa a reír.

—Briseida era tu esclava, hijo de Peleo. Todas las mujeres con las que te has acostado, incluida la madre de tu hijo, Pirro, a quien los argivos llamarán algún día Neptolemo, eran tus esclavas. Esclavas de tu ego. Nunca has amado a una mujer antes de este día, Aquiles de los pies ligeros.

Aquiles quiere levantarse y luchar contra la diosa: ella es, después de todo, su peor enemiga, la asesina de su amado Patroclo, el motivo por el que su gente entró en guerra con los dioses, pero descubre que no puede apartar los brazos del cadáver de Pentesilea. La lanzada mortal de ella ha fallado, pero el corazón de Aquiles ha sido alcanzado de todas formas. Nunca (ni siquiera por la muerte de su querido amigo Patroclo) ha sentido el asesino de hombres una pena tan grande.

—¿Por qué... ahora? —jadea entre sollozos—. ¿Por qué... ella?

—Es un hechizo de la diosa bruja, Afrodita —dice Atenea, moviéndose alrededor de él y el caballo caído y la amazona para que pueda verla sin girar la cabeza—. Siempre fueron Afrodita y su incestuoso hermano Ares quienes confundieron tu voluntad, mataron a tus amigos y asesinaron tus alegrías, Aquiles. Fue Afrodita quien mató a Patroclo y se llevó su cuerpo hace ocho meses.

—No... Yo estaba allí. Vi...

—Viste a Afrodita tomar mi forma —lo interrumpe Palas Atenea—. ¿Dudas que los dioses podamos tomar la forma que deseemos? ¿He de tomar la forma y la hechura de la muerta Pentesilea para que puedas saciar tu lujuria con un cuerpo vivo en vez de con uno muerto?

Aquiles la mira, la boca abierta.

—Afrodita... —dice al cabo de un minuto, su tono el de una maldición mortal—. Mataré a esa puta.

Atenea sonríe.

—Una acción muy digna y largamente merecida, asesino de los pies ligeros. Déjame que te entregue esto.

Le entrega una pequeña daga repujada.

Todavía acunando a Pentesilea con el brazo derecho, él acepta el regalo con la mano izquierda.

—¿Qué es esto?

—Un cuchillo.

—Sé que es un cuchillo —replica Aquiles, sin demostrar ningún respeto por una diosa, la tercera de todos los hijos engendrados por Zeus—. ¿Por qué, en nombre de Hades, querría este juguete de niña cuando tengo mi propia espada, mi propio cuchillo? Llévatelo.

—Éste es distinto —dice la diosa—. Este cuchillo puede matar a un dios.

—He cortado a dioses con mi hoja.

—Cortado, sí —dice Atenea—. Matado, no. Esta hoja hace por la carne inmortal lo que tu espada humana les hace a tus débiles compañeros mortales.

Aquiles se levanta, cargando con facilidad el cuerpo de Pentesilea sobre su hombro derecho. Empuña la corta hoja en su mano derecha.

—¿Por qué me das una cosa así, Palas Atenea? Hace meses que nos enfrentamos en campos distintos. ¿Por qué me ayudas ahora?

—Tengo mis motivos, hijo de Peleo. ¿Dónde está Hockenberry?

—¿Hockenberry?

—Sí, ese antiguo escólico que se convirtió en agente de Afrodita —dice Palas Atenea—. ¿Sigue vivo? Tengo asuntos que tratar con ese mortal, pero no sé dónde buscarlo. Los campos de fuerza moravec han nublado nuestra visión divina.

Aquiles mira a su alrededor, parpadeando como si advirtiera por primera vez que es el único ser humano que queda en la roja planicie marciana.

—Hockenberry estaba aquí hace sólo unos minutos. Hablé con él antes de... matarla. — Empieza a sollozar de nuevo.

—Ansío ver de nuevo a ese Hockenberry —dice Atenea, murmurando como para sí—. Hoy es un día de rendir cuentas y él tiene que rendir la suya hace tiempo.

Toma la barbilla de Aquiles con su poderosa y esbelta mano, alzándole el rostro y mirándolo a los ojos.

—Hijo de Peleo, ¿deseas que esta mujer... esta amazona, viva de nuevo, para ser tu esposa? Aquiles se la queda mirando.

—Deseo ser liberado de este hechizo de amor, noble diosa.

Atenea sacude la cabeza cubierta por el casco dorado. El sol rojo resplandece en su armadura.

—No hay liberación posible de este hechizo concreto de Afrodita: las feromonas han hablado y su juicio es definitivo. Pentesilea será tu único amor en esta vida, bien como cadáver o como mujer viva... ¿La quieres viva?

—¡Sí! —exclamó Aquiles, acercándose con la mujer muerta en los brazos y un brillo de locura en los ojos—. ¡Devuélvela a la vida!

—Ningún dios ni diosa puede hacer eso, hijo de Peleo —dice Atenea con tristeza—. Como una vez le dijiste a Odiseo: «De posesiones, el ganado vacuno y las gordas cabras son cosas que tomar, y hay trípodes que conseguir, y las altas cabezas de los caballos, pero la vida de un hombre, y de una mujer, Aquiles, no puede volver, no puede tomarse, no puede conseguirse ni capturarse de nuevo por la fuerza, una vez ha cruzado la barrera de los dientes.» Ni siquiera el Padre Zeus tiene el poder de la resurrección, Aquiles.

—¿Entonces, por qué coño me lo ofreces? —ruge el de los pies ligeros. Siente la cólera fluir con el amor: aceite y agua, fuego y... no hielo, sino una forma distinta de fuego. Es muy consciente de su cólera y del cuchillo capaz de matar dioses que tiene en la mano. Para no hacer una locura, enfunda la hoja en su ancho cinturón de guerra.

—Es posible devolver a Pentesilea a la vida —dice Atenea—, pero yo no tengo ese poder. La rociaré con una clase de ambrosía que la preservará de todo deterioro. Su cuerpo muerto tendrá siempre color en las mejillas y el atisbo de calor evanescente que sientes ahora. Su belleza nunca la abandonará.

—¿De qué me sirve eso? —ruge Aquiles—. ¿De verdad esperas que celebre mi amor con un acto de necrofilia?

—Eso es decisión tuya —dice Palas Atenea con una sonrisita que casi hace que Aquiles saque la daga de su cinturón—. Pero si eres un hombre de acción, espero que lleves el cuerpo de tu amor a la cumbre del monte Olimpo. Allí, en un gran edificio, junto a un lago, está nuestro divino secreto: un salón de tanques llenos de claro fluido donde extrañas criaturas curan nuestras heridas, reparan todo daño, aseguran que regresemos, como tú dijiste una vez, del otro lado de la barrera de los dientes.

Aquiles se vuelve y contempla la interminable montaña que brilla a la luz del sol. Se extiende hasta el infinito. La cumbre no se ve. Los acantilados verticales de su base, sólo el principio del gigantesco macizo, tienen más de cuatro mil metros de altura.

—Escalar el Olimpo... —dice.

—Había una escalera mecánica... una escalinata —dice Palas Atenea, señalando con su larga lanza—. Allí se ven las ruinas. Sigue siendo la forma más fácil de subir.

—Tendré que combatir a cada paso del camino —dice Aquiles, sonriendo horriblemente—. Sigo en guerra con los dioses.

Palas Atenea también sonríe.

—Los dioses están ahora en guerra unos contra otros, hijo de Peleo. Y saben que el Agujero Brana se ha cerrado para siempre. Los mortales ya no amenazan los salones del Olimpo. Imagino que subirás sin ser detectado, ni encontrar oposición. Pero cuando hayas llegado sin duda harán sonar la alarma.

—Afrodita —susurra el de los pies ligeros.

—Sí, ella estará allí. Y Ares. Todos los arquitectos de tu infierno personal. Tienes mi permiso para matarlos. Sólo te pido un favor a cambio de mi ambrosía, mi guía y mi amor.

Aquiles se vuelve hacia ella y espera.

—Destruye los tanques sanadores cuando hayan devuelto a tu amazona a la vida. Mata al Curador: un ciempiés grande y monstruoso con demasiados brazos y ojos. Destruye todo lo que hay en el Salón del Curador.

—Diosa, ¿no acabará eso con tu propia inmortalidad? —pregunta Aquiles.

—Yo me preocuparé de eso, hijo de Peleo —contesta Palas Atenea. Extiende los brazos con las palmas hacia abajo y la dorada ambrosía cae sobre el cuerpo ensangrentado de Pentesilea—. Ahora ve. Yo debo regresar a mis propias guerras. El asunto de Ilión se decidirá pronto. Tu destino se resolverá allí, en el Olimpo. —Señala hacia la montaña que se alza interminablemente sobre ellos.

—Me instas como si tuviera el poder de un dios, Palas Atenea —susurra Aquiles.

—Siempre has tenido el poder de un dios, hijo de Peleo —dice la diosa. Alza la mano libre en un gesto de bendición y se TCea. El aire llena el vacío con un suave trueno.

Aquiles coloca el cuerpo de Pentesilea entre los otros cadáveres sólo el tiempo suficiente para envolverlo en limpias telas blancas traídas de su tienda de batalla. Luego busca su escudo, su lanza, su casco y una única bolsa de pan y los odres que había traído horas antes. Finalmente, con sus armas aseguradas, se arrodilla, recoge a la amazona muerta y comienza a caminar hacia el monte Olimpo.

—Joder —dice Daeman, quitándose de la cara el paño turín. Ha pasado un buen rato. Comprueba el cercanet de su palma: no hay ningún voynix cerca. Podrían haberlo deshuesado como a un pescado mientras yacía bajo el hechizo del turín—. Joder —repite.

No hay respuesta, excepto las pequeñas olas que lamen la playa.

—¿Qué es más importante? —murmura para sí—. ¿Llevar este paño turín que funciona a

Ardis lo más rápidamente posible y descubrir por qué Calibán o su amo lo han dejado para mí?

¿O volver a Cráter París para ver lo que hace el que tiene tantas manos como un pulpo?

Permanece arrodillado en la arena un minuto. Luego se pone la ropa, guarda el paño turín en la mochila, envaina la espada, recoge la ballesta y sube la colina hacia el faxpabellón que le espera.

27

Ada despertó en la oscuridad y encontró a tres voynix en su habitación. Uno de ellos sostenía la cabeza cercenada de Harman en sus largos dedos-hoja.

Ada despertó en la difusa luz de antes del amanecer con el corazón desbocado. Tenía la boca abierta como si gritara.

—¡Harman!

Se levantó de la cama, se sentó en el borde, la cabeza entre las manos, el corazón todavía tan agitado que sentía vértigo. No podía creer que hubiera llegado a su dormitorio y se hubiera quedado dormida mientras Harman seguía despierto. «Este embarazo es un engorro», pensó. En ocasiones convertía su cuerpo en un traidor.

Se había dormido con la ropa puesta (túnica, chaleco, pantalones de lienzo, calcetines gruesos). Se recogió el pelo y se puso también una camisa larga. Para calmar en lo posible lo peor de la sensación pensó en usar un poco de la preciosa agua caliente para lavarse de pie en el lavabo (su pila bautismal, la llamaba siempre Harman), pero descartó la idea. Podían haber sucedido demasiadas cosas en las dos horas transcurridas desde que se había quedado dormida. Ada se puso las botas y corrió escaleras abajo.

Harman estaba en el salón frontal. Habían abierto los postigos de las amplias ventanas que permitían ver el jardín sur hasta la empalizada inferior. No había amanecer (la mañana era demasiado nublada) y había empezado a nevar. Ada ya había visto nieve antes, pero sólo una vez en Ardis Hall, cuando era muy joven. Una docena de hombres y mujeres, incluido Daeman (que parecía extrañamente acalorado), contemplaban la nieve caer a través de las ventanas y hablaban en voz baja.

Ada le dio a Daeman un rápido abrazo y se acercó a Harman, rodeándolo con el brazo.

Other books

Radiance of Tomorrow by Ishmael Beah
Beat the Drums Slowly by Adrian Goldsworthy
His Secret Child by Beverly Barton
A study in scandal by Robyn DeHart
Longings of the Heart by Bonnie Leon
Hauntings by Lewis Stanek
Cage's Bend by Carter Coleman
A History of China by Morris Rossabi
Fletch Reflected by Gregory McDonald